Arqueros del alba
José Ramón Muñiz Álvarez



“LAS CAMPANAS DE LA MUERTE”

 

EL CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA

(Prólogo)


Los troncos de los árboles, ya muertos, les sirven de mansión a los mochuelos que habitan lo profundo de los bosques. El cárabo es más tímido, si acaso, pues vuela sigiloso, entre los robles, cazando ratoncillos y batracios. En cambio, la lechuza y el autillo no temen instalarse en las buhardillas, de las casonas viejas de la aldea.

El mes de abril, que suele ser lluvioso, también tiene sus tardes encendidas de sol y luz, de magia entre los árboles. Mas, al llegar el brillo del ocaso, se escuchan los autillos en los parques, que llaman al amor en plena noche. Los más supersticiosos tienen miedo, y dicen que convoca al aquelarre de brujas en los montes colindantes.

De niño, en la buhardilla de la abuela, sentí la voz crispada del autillo, su grito lastimero, para algunos. Jamás pensé que fuera una criatura maligna cuyo grito desgarrado, volara, amenazante, con la brisa. Tal vez, al ser un niño, imaginaba que su llamada dulce, vivaracha, tenía el colorido de otros trinos.

Los niños tienen grandes cualidades para formar su imagen de las cosas, a costa de ignorar tantos secretos. Y quiso mi inocencia caprichosa pensar que era el autillo, entre las sombras, como el cuclillo, oculto en la hojarasca. Difícil es, no en vano, ver cuclillos, por más que en primavera se les oye cantar entre las densas arboledas.

No es raro en la niñez ser tan curioso, pues es, en esta edad, cada detalle como un descubrimiento inesperado. Por eso pregunté a la vieja anciana, de rostro bello y pelo blanquecino, pendiente del fogón en la cocina. Y dijo que era el pájaro del agua, criatura singular que, cada noche, las lluvias prevenía en su llamada.

Y cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus grandes alas ricas en sigilo.

La anciana falleció dejando un hueco que no podré llenar en muchos años, y no podré volver a la buhardilla: sus dueños la arreglaron y vendieron a nuevos propietarios que no quieren amar el canto viejo del autillo. Mas, al llegar abril, siempre lo escucho, y anima en mi a ese niño que otras veces hurgaba en los misterios de la sombra.

El mundo cambia, y cambian los lugares, y pueblos de otras épocas lejanas se fueron transformando lentamente. Las villas de los viejos pescadores también han alterado su apariencia, tomando un aire acaso más urbano. Y es fácil recordar esas fachadas antiguas y las calles empedradas que fueron dando paso a otros ambientes.

No son las mismas ya, tras tantos años, las vistas de rincones apartados donde se admiran altos edificios. Pero, según nos vamos, caminando, sin prisa, a las afueras, ese tiempo parece conservarse en el entorno. Los campos, las colinas, el arroyo, los densos eucaliptos en el monte se pueden contemplar igual que entonces.

Llegado junio, en días despejados, es grato deambular cuando oscurece, mirar el sol, hundido en la distancia. Es bello deleitarse con nostalgias de tiempos que, si no fueron mejores, tal vez imaginamos más felices. Es la niñez que vuelve, es el momento de revivir al niño que no existe, pues lo hemos encerrado en lo profundo.

Y, tras ponerse el sol, con sus dorados, sentado sobre un banco en San Antonio, descubro las estrellas en la altura. No hay duda de que es todo un espectáculo, cuando la brisa baña ese montículo, borrando los rigores de la tarde. Y, entonces, encendiendo el cigarrillo, regreso por veredas que la luna me deja adivinar entre la sombra.

En la estación existe un parque humilde, sereno, con sus sauces melancólicos, que lloran desde el brillo de la aurora. Allí se escucha el canto del autillo, quimérico y extraño, casi mágico, y entonces el recuerdo se hace intenso. La brisa ha refrescado el aire puro, y el grillo, en su concierto interminable, le da acompañamiento al viejo autillo.

Llamando a los amores, el reclamo de la rapaz nocturna nos sugiere los sueños de las noches de la infancia.  Poblado de dragones y de gárgolas, el mundo era tal vez más sugerente, mirado con los ojos de un chicuelo. También el mar, entonces, era abismo de rémoras, marrajos y piratas y las mansiones eran un castillo.

Después se esconderá el viejo mochuelo, y el canto de los cárabos del monte se irá apagando allá, en lo más profundo. La Fuente de los Ángeles murmura, risueña en primavera, mientras canta feliz, entre las ramas, un jilguero. La calma llena el aire, y el paisaje se admira con el alba que despierta con claras llamaradas de alegría.

Al fin se pueden ver, en cualquier parte, cuando el hurón se esconde y los raposos, el pardo de la piel de los tritones. No suelen esconderse en lo profundo del manantial alegre y vivaracho, donde los capturaban los muchachos. También, de niño, yo jugué a cazarlos en los abrevaderos de las bestias y en las corrientes claras de las fuentes.

El canto del autillo se ha perdido, pero es posible ver, y las urracas, los cuervos y arrendajos recortan con sus alas cada soplo. El aire se hace amigo del cuclillo, del raro picachuelo y sus colores, bajo la vigilancia de la aurora. También acechan, rápido, el cernícalo y, fuerte, el poderoso ratonero, desde el tendido eléctrico, en los campos.

Pasaron esos años tan idílicos de casas encantadas, de misterios, de juegos infantiles en el patio. Y entonces era bello el sol al alba, la lluvia en los cristales y los charcos formados en la vieja carretera. El universo entero se enseñaba cuajado de sutiles maravillas en los lugares más insospechados.

El canto del autillo en la buhardilla, la luz de las estrellas en los cielos y el ruido de los grillos son promesa. Y el tiempo transcurrido se ha perdido, mas vuelve a suscitar, en la memoria, vivencias que conserva el alma vieja. Herido ya el espíritu cansado por una juventud tan agitada, la infancia sigue viva, sin embargo.


2010 © José Ramón Muñiz Álvarez

 

 

PRIMERA PARTE:

Arqueros del alba

 

Para María Dolores Menéndez López

 

Soneto I

 

        El viento helado que rozó el cabello,

Llenándolo de escarcha y de blancura,

No osó matar su hechizo, su ternura,

Sus luces, sus bellezas, su destello:

        Manchado de granizo fue más bello,

Más puro que la nieve cuando, pura,

Desciende de los cielos, de la altura,

Tan diáfano que el sol luce en su cuello.

        Hiriéronla los años, la carrera,

El rápido correr hacia el vacío,

Más no perdió la luz de su alegría.

        Sus risas, floración de primavera,

Fluyeron como, rápida en el río,

El agua en su correr, helada y fría.

 

Soneto II

 

        Un ángel vi de niño en la mirada

De aquella anciana dulce y cariñosa,

Más bella que la aurora perezosa

Cuando apagó su voz de madrugada.

        En su cabello blanco la nevada

Hirió el color luciente de la rosa,

Y el pardo de sus ojos hizo hermosa

De su mirar la luz, alma hechizada.

        De niño vi en su rostro la dulzura

De aquella vieja a la que, agradecido,

Besaba con amor en la mejilla.

        Su voz hablaba llena de ternura,

Amable siempre, en tono suspendido,

Mostrando, con amor, su alma sencilla.

 

Soneto III

 

        La orilla alborotó un mar coralino

Y el cielo asaltó, puro y despejado,

Aquel caballo raudo que, embrujado,

Pincel se hizo del aire cristalino.

        Y hallaste, al avanzar en el camino,

Crepúsculos sin voz, un mar dorado,

Y pudo descansar, ya fatigado,

Tu aliento, firme ayer, hoy peregrino.

        La noche vino larga y duradera

Con el amanecer, robando el día,

Su luz, su brillo, toda la hermosura:

        Mi pecho será luz, y, dondequiera,

Habrá de iluminarte cuando, fría,

Te aceche, sin pudor, la noche oscura.

 

Soneto IV

 

        No oiréis correr de nuevo el arroyuelo

Que, alegre, se lanzaba a su caída,

Ni al dulce ruiseñor, cuya venida

La bóveda alumbró del alto cielo.

        Dolores era hermosa como el vuelo

Que alcanza las antorchas de la vida,

Luciente como el alba que, encendida,

Cuajaba en sus cabellos el deshielo.

       Mi espíritu poblaron las malezas

Dejándome en las sombras misteriosas

Que llenan hoy mis versos de tristezas.

       Sus ojos son estrellas luminosas,

Sus luces, altas torres, fortalezas,

Alegres sus sonrisas perezosas

 

Soneto V

 

       A cambio de tus besos silenciosos

Un reino he de entregar, tierra olvidada,

Aire sin voz, llegando a la morada

De todos los misterios y reposos.

       Los guiños de tus ojos cariñosos

Allí me encontrarán, alma cansada,

Lleno de amor, de entrega fatigada

De anhelos y de esfuerzos dolorosos.

       Habré llegado a ti desde la vida

Para volverte vida entre mis brazos,

Y habremos de emprender el largo viaje.

       Del sueño volverás del que, dormida,

Pretenden despertarte mis abrazos,

Que abrieron a tu amor tanto coraje.

 

La aurora de la muerte

 

       Los prados humedecidos

Que, besados por la helada,

Con la misma madrugada

Yacían adormecidos,

Escucharon los gemidos

Llegados del firmamento,

Que, rozados del aliento

De la aurora blanquecina,

Apartaron la neblina,

Densa en las alas del viento.

       Y aquella mancha de plata

Que el sol trajo en su carruaje

Iluminaba el paisaje,

Mezclando al blanco escarlata,

Que, aunque tímida, sensata,

De agotarse temerosa,

Rasgó la caricia hermosa

Al rayar en la mañana,

Como caricia temprana,

Llena de luz, olorosa.

       El arroyo, sin apuro,

Aún su cauce empobrecido,

Murmuraba su sonido

Al cruzar el valle oscuro,

Siguiendo el curso seguro

Que, en su descenso tranquilo,

Avanzaba con sigilo

Entre las cómplices sombras,

Regando secas alfombras,

Buscando mayor asilo.

       De las aguas transparentes,

Su curso lento, sencillo,

Se saciaba el cervatillo

Que bebió de las corrientes,

Reflejándose en las fuentes

Donde las juncias brotaban,

Y en las alturas hallaban

La copia de su hermosura,

El sosiego y la frescura

En las nubes que flotaban.

       Y entonces te despertaron

De aquel sueño perezoso,

Con el beso más gozoso

Que jamás imaginaron,

Los colores que llegaron

A las alturas de un cielo

Que alcanzaste, alzando el vuelo,

Al nacer de la mañana,

Donde la llama temprana

La escarcha halló sobre el suelo.

 

Soneto VI

 

       Heraldo de bondad fue su semblante,

Más puro que la luz de la alborada,

La gracia de su rostro, la mirada,

Sincera siempre, bella a cada instante.

       En ella la ternura era constante,

Más clara que el granizo y la nevada,

Hermosa como el sol, jamás nublada

La frente cuyo rostro hizo brillante.

       Más pura fue su piel que la azucena

Que brota en primavera por los prados,

Más cándida y más bella, siempre buena.

       Recuerdo que sus párpados cansados

Tendían a cerrarse, aunque sin pena,

Buscando sueños siempre reposados.

 

Soneto VII

 

       Un mar navegarás donde, brumosos,

Negando al sol la luz, llama escarlata,

Los vientos, sombra gris, noche insensata,

El cielo cerrarán avariciosos.

       Después de los umbrales cavernosos

Del sueño que en la noche se dilata,

Tus ojos se abrirán, perla de plata,

Buscando los paisajes luminosos.

       Y todo mostrará su luz dorada,

El cielo, el sol, el mar y las orillas,

Para escuchar tu voz, ayer callada.

       Risueñas nuevamente tus mejillas

La brisa sentirán más que hechizada,

La leña dando al alba y sus astillas.

 

Soneto VIII

 

       El despertar más dulce y placentero

Cubrió su rostro cuando, de mañana,

Cruzaba, aventurero, su ventana

El sol del mediodía pendenciero.

       Robábale los sueños su lucero,

Valiente y atrevido, pues, lozana,

La luz la despertaba, con desgana,

Besándola, al llevarle aquel platero.

       Después iluminaba el cuarto oscuro

Corriendo la cortina, que, luciente,

Dejaba gala al oro y su belleza.

       Alzábase del lecho y, sin apuro,

Serenos, de su boca, lentamente,

Brotaban los bostezos con pereza

 

Soneto IX

 

       Dejaste transcurrir la hora temprana,

Palacio que en el sueño se escondía,

Y vio volar la luz la brisa fría,

Después de bien corrida la mañana.

       Manchada por la luz, halló lozana

La risa que en tu rostro se encendía,

Tan clara como el sol al mediodía,

Que el cielo hizo del aire soberana.

         Montó, en un cielo lleno de belleza,

La noche su corcel de madrugada,

Las crines sujetando con firmeza.

       Mas no encontró más luz en tu mirada

Que aquel amanecer vuelto en tristeza,

Que el prado halló cubierto por la helada.

 

Soneto X

 

       No vueles, ruiseñor, hacia los cielos

Que se hacen más azules en verano,

Ni escapes, golondrina, de mi mano,

Llevada por la brisa y sus desvelos.

       No corras, herrerillo, aunque tus vuelos

Te dejen alcanzar lo más lejano,

Ni escales, carbonero, el aire en vano

De donde caen las nieves y los hielos.

       No partas, ave blanca, si tu nido

Lo tienes junto a mí, donde la tierra

Se alegra de tu voz y tu sonido.

       Amor serán los bosques y la sierra,

Los árboles y el prado que, dormido,

Se olvida de la helada que lo encierra.

 

El alba despertaba

 

       El alba despertaba

Sobre las sombras tristes,

Y, oyendo su bostezo,

Corrieron lentamente a las alturas

Las llamas de aquel sol que se encendía

Con paso lento, débil y cansado,

Al tiempo que los mares,

Rozados por la brisa,

Dejaban que las olas se escapasen

Como un caballo blanco por la sierra.

       El alba despertaba

Sobre las sombras tristes,

Y, oyendo su bostezo,

Temblaron los rosales que la escarcha

Rasgaba sin pudor, cuando, inclemente,

Su hielo sobre el pétalo, lo hería

Con un cuchillo fino,

Acaso cristalino,

Veloz, cada mañana de diciembre,

Como un caballo blanco por la sierra.

       El alba despertaba

Sobre las sombras tristes,

Y, oyendo su bostezo,

De nuevo salpicaron los arroyos

Los prados, las orillas, los alisos

Desnudos de las hojas de sus ramas

Que, en tardes otoñales,

Perdieron sin remedio,

Llevándolas las brisas invisibles

Como un caballo blanco por la sierra.

       El alba despertaba

Sobre las sombras tristes,

Y, oyendo su bostezo,

La luna y las estrellas retiraron

Su luz hermosa, débil y cansada,

Al tiempo que la noche se escondía,

Volando hacia otros reinos,

Fugaz como las horas

Que corren como el viento, como el aire,

Como un caballo blanco por la sierra.

 

Soneto XI

 

       La luz sobre las sombras se deshizo

Un viernes de noviembre donde, bella,

En el fogón ardía una centella

Que alzó la magia rara del hechizo.

       La lluvia dejó paso al invernizo

Susurro de los vientos, su querella,

Cansados de quejarse, pues aquella

Más dura sonó en boca del granizo.

       Las lluvias y los vientos sacudieron

Con toda su dureza los tejados,

Luciendo, firmes, su perseverancia.

      Las brasas, sin embargo, resistieron

A los chubascos, viendo preparados

Viruta, carbón, leña en abundancia.

 

Soneto XII

 

       Sus manos delicadas, temblorosas,

Ya débiles, estaban siempre frías,

Mas no sus ojos, cuyas alegrías

Lucieron en el fuego de dos rosas.

       Sus piernas caminaban temerosas

De algún tropiezo, pero ciertos días

Andaba con soltura si, en las mías,

Sus manos se apoyaban jubilosas.

       Y, júbilo febril, me dio el hechizo

Que pueden dar los ángeles del cielo,

Hasta que su sonrisa se deshizo.

       La luz del sol cortaba el blanco hielo

Que el prado hirió, con nieves y granizo,

Pincel de la mañana sobre el suelo.

 

Soneto XIII

 

       El sol buscó un crepúsculo callado

Detrás de las montañas y cordales,

Las luces, las estrellas celestiales

Que al orto dan, desde su principado.

       El oro fue en los mares reflejado

Y el vuelo alzaste, yendo a los cristales,

Del alba, cuyos brillos celestiales

Ardieron en un cielo despejado.

       El árbol deshojado de tu risa

Las noches desnudaron sin apuro,

Las horas, las auroras y la brisa.

       Desnuda pudo verte el aire puro,

Errante voladora tu sonrisa

Donde cayó, a la noche, un sol oscuro.

 

El brillo incandescente

 

       Dejad que nazca,

En la lejanía,

El brillo incandescente

Que llena de colores las alturas,

Y que, rompiendo las sombras,

Corran los campos azulados del firmamento,

Siempre a sus anchas,

Los corceles de la mañana.

       Mas no venga la muerte en su galope.

       Corriente sobre corriente,

Abrazarán las aguas de los mares.

       Corriente sobre corriente,

Las de los lagos y arroyos.

       Corriente sobre corriente,

Las de los montes, las de los valles.

       Y, pronunciando su claridad atrevida,

Arrancarán la noche de un zarpazo,

Hiriendo el cielo con sus relinchos,

Con su alegría repentina,

Llenando de bullicio

Las horas que se desperezan.

       Mas no venga la muerte en su galope.

       Corriente sobre corriente,

Alcanzarán los reinos que bostezan,

Los de las sierras dormidas,

Los del estanque, los de las playas.

       Y, pronunciando su claridad atrevida,

Derrotarán las huestes de la noche,

Borrando, a su paso, las estrellas,

Dejando al aire las crines

Lucientes como el oro

Que vuelve a despertarnos.

       Mas no venga la muerte en su galope.

       Dejad que nazca,

En la lejanía,

El brillo incandescente

Que llena de colores las alturas,

Y que, rompiendo las sombras,

Corran los campos azulados del firmamento,

Siempre a sus anchas,

Los corceles de la mañana.

 

Soneto XIV

 

       La sombra que borró su rostro bello

Volviéndolo cenizas en la nada

Negar quiere mi voz, cuando, callada,

Se rinde al alumbrarla en un destello.

       La nieve que fue antorcha en su cabello

Haciéndolo más claro, a la alborada,

Recuerdo pudo ser, donde, apagada,

Revive, al recordarla en todo aquello.

       Hirió su voz sin lucha el sinsentido

Que arranca de los pechos el aliento

Que ceden, quejumbrosos, su sonido.

       La muerte arrebató su sentimiento,

Y el hielo sus rosales hizo olvido,

Hiriéndola con fuerza el raudo viento.

 

Soneto XV

 

       Prendieron las antorchas su belleza,

Las luces, el color y la hermosura,

Las llamas de una súbita ternura

Que ardió sobre su frágil fortaleza.

       Voló un suspiro al aire y, sin torpeza,

Cruzó el silencio triste, y su figura,

Serena, fue buscando otra postura,

Librando en su bostezo la pereza.

       Sus ojos se entreabrieron y miraron

Con dulce claridad, nunca con prisa,

Gozando de la siesta y su reposo.

       Las llamas de una estrella dibujaron

La bella mariposa de su risa

En su semblante dulce y cariñoso.

 

Soneto XVI

 

       La espuma que rizaba tu cabeza

Manchaba los cabellos blanquecinos,

Hermosos como mares coralinos

Que dejan en la costa su pereza.

       Tu rostro fue bandera de nobleza,

Los ojos vivarachos, peregrinos,

Atentos a los brillos cristalinos

Del aire que enseñaba su pureza.

       Halló en tu pecho un rico posadero

La luz de tu cariño y tu ternura,

Nacida de tu voz, raro lucero.

       Jamás bebió tu voz de la amargura

Ni el brillo ardió en tus ojos sin esmero,

Mas tu cabello heló la nieve pura.

 

Soneto XVII

 

       De nuevo alejará las sombras muertas

La alcoba de la noche mortecina,

Las sábanas oscuras, la cortina

Que ve las horas tristes y desiertas.

       Las luces de otro sol verán abiertas

Los pórticos que aún cubre la neblina,

Y lenta, temerosa, peregrina,

La aurora cruzará sus anchas puertas.

       Un cielo despejado traerá el día

Por donde vuela libre el aire sano,

Extraño mensajero de alegría.

      Vendrá la luz del reino más lejano,

Más no te encontrará en la brisa fría

Ni el sol verá el bostezo más temprano.

 

Soneto XVIII

 

       No escondas la mirada luminosa

Que alcanza, vivaracha, la alegría,

Que el brillo que se enciende cada día

Envidia tu alborada generosa.

      Enséñanos tus ojos y, graciosa,

Irrádianos de luz donde, sombría,

Renace con tristeza, helada y fría,

La aurora que despierta perezosa.

       Y muéstrate feliz, que tu sonrisa

Compite con la luz de las estrellas

Que guarda el cielo al alba siempre aprisa.

       No escondas tus miradas si son bellas,

Enséñanos tu luz clara, imprecisa,

Y olvida, si las tienes, las querellas.

 

La lluvia de diciembre

 

       Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Manchando las mañanas,

Las tardes y las noches con su beso

Amargo, silencioso y peregrino,

Sereno y apagado

Como una pincelada que las sombras

Dejaron en un lienzo

Callado como el sueño del arroyo.

       Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Dejando atrás el brillo

Del fuego del crepúsculo temprano,

Sereno, resignado, sentencioso,

Cansado de agotarse,

Ahogado entre las trenzas de la noche,

Cuyas estrellas saben

Del curso rumoroso del arroyo.

       Mirad, tras los cristales,

La lluvia de diciembre,

Que vuelve, sin apuro,

Los recuerdos tristes

De cómo la sonrisa de la abuela

Se fue apagando, casi sin saberlo,

Porque la edad la pudo,

Porque los años fatigosos derrotaron

Su vida malherida

Por el cansancio amargo del camino.

 

Soneto XIX

 

       Existe un sueño intenso y tan profundo

Que sueña en él aquel que, adormecido,

Sumerge su conciencia y, abatido,

Exhala su suspiro más rotundo.

      El cielo alcanzó el oro en un segundo,

Un reino de colores que, encendido,

De músicas se llena y de sonido,

El ánimo mudando en vagabundo.

       Allí reposas hoy, triste el aliento,

La vida y la esperanza en lo lejano,

También la luz, el oro ceniciento.

       Dejando sólo un eco del verano,

Cayó del árbol, al correr del viento,

El fruto generoso del manzano.

 

Soneto XX

 

       Fue el fruto silencioso del manzano

De aquel color, al tiempo que dormía,

La luz que despertó la brisa fría

De aquel diciembre gris pero lozano.

       La luz del sol nacía en lo lejano

Y el verde de los mares presumía

De verse tan hermoso, pues el día,

Madrugador, alzóse aún más temprano.

       La lumbre se apagaba en tu mirada,

Rendida ya a la sombra, que, al acecho,

Borrar quiso su hoguera resignada.

       Así calló tu voz, cedió tu pecho,

Dejó de respirar y, derrotada,

Un féretro de rosas fue tu lecho.

 

Cruza las nubes valiente

 

       Vuela, mi amor, a la altura

Y conquista el ancho cielo,

Que, alcanzado de tu vuelo,

Se rendirá a tu hermosura.

Abre las alas y apura

La brevedad de tu viaje.

No temas, ve con coraje

Donde habitan las estrellas,

Brillos vagos y centellas

Que alumbran hoy el paisaje.

       Cruza las nubes, valiente,

Y, en las lejanas mansiones,

Corona sus torreones,

Vuelve estandarte tu frente.

Antes que verte doliente,

Álzate, bella, en el viento.

Se llama en el firmamento

Y en el aire primavera,

Aunque diciembre quisiera

Quebrar tu voz y tu aliento.

       No te apartes del camino

Cuando vayas a la altura,

Mientras, lleno de amargura,

Ves nuestro llanto vecino.

En el aire peregrino

Serás un gorrión pequeño.

Regálate, pues, al sueño,

Cuando, gala a tu belleza,

Quiere ser oro y pureza,

El sol que tomas por dueño.

 

Soneto XXI

 

       Rindió el bastión sus torres y su muro,

Sus piedras y su fuerza, y, generoso,

El cielo se hizo claro y espacioso,

Soltando sus corceles sin apuro.

       La sombra desmintió su velo oscuro

Dejando que bullera, luminoso,

Un sol febril, acaso temeroso

Del hielo de la noche, el aire puro.

       El mar halló el pincel que, con el día,

Manchaba con sus fuegos el paisaje,

Llenándolos de luz y de belleza.

       Cansada de esperar, tu voz dormía,

El alma presta, lista para el viaje,

Helado el pecho, viva la tristeza

 

Soneto XXII

 

       Recuerdo tu mirar, que, perezoso,

A veces quejumbroso de la vida,

Los párpados cerraba, si, dormida,

Buscabas un descanso más gozoso.

       Sentada en la butaca, con reposo,

Solías ver las horas, su partida,

Corriendo a la aventura, y, aburrida,

Salvabas un bostezo generoso.

       El sueño era en tus carnes un consuelo

Que siempre tus plegarias suplicaron

Aquellas tardes grises y otoñales.

       Soñabas, y tus sueños eran cielo,

Descanso a los dolores que segaron

Sonrisas, otras veces, con sus males.

 

Soneto XXIII

 

       Dejaste este rincón cuando la aurora

Lucía sus mayores hermosuras,

Sus luces y sus galas, donde, oscuras,

Las sombras la supieron vencedora.

       Llegaba la mañana que, sonora,

Los pájaros halló en las espesuras,

Alegres de encontrarte en las alturas,

Un ángel resignado que no llora.

       Luciérnaga que brilla sin apuro

El tiempo que se escapa traicionero,

Los cielos liberó del viejo muro.

       Será llorar tu falta al mundo entero

Buscar consuelo, como el aire puro,

Allí donde se apaga tu lucero.

 

Soneto XXIV

 

       Despierta en el recuerdo de tu aliento,

Tu voz resuena, brilla la mirada,

Canción de amor que llena la alborada

Y el cielo corre, alada como el viento.

       Testigo de la luz de aquel momento

Que pudo ver tu llama ilusionada,

La tarde luminosa derramada

Hallé en tu voz, tu amor, tu sentimiento.

       Partió, sin avisar, hacia otros mares,

Acaso temeroso, fugitivo,

Tu espíritu, buscando otros lugares.

      Pudiera izar la vela estando vivo,

Como un aventurero a los altares,

Mi aliento hacia tu voz, volando esquivo.

 

Soneto XXV

 

       No pierdas en el reino de lo oscuro

La gracia de los besos pronunciados,

Que fueron con cariño regalados

Para aliviar tu rostro limpio y puro.

       La sombra del ocaso será un muro

Que no podrán cruzar cuando, callados,

Los diga tristes, débiles, cansados,

Viajeros en el alba con apuro.

       En mí retengo todos los momentos

Que no repetirá, al correr, la historia,

Tesoro de mis horas y mis días.

       Tu ausencia cobra un mar de sentimientos,

Mas no te borrará de la memoria

Ni en penas ni en dolor ni en alegrías.

 

Las campanas de la muerte.

 

       Dejad que, suave y sereno,

Roce su mejilla hermosa

El aire que la desposa

Besando su rostro bueno,

Aunque la llene el veneno

Que le ha arrancado la vida,

Que la lanzó a esta partida

La edad, su sueño pesado,

El tiempo que, fatigado,

Abrazó la despedida.

       Dejad que, bello y tranquilo,

Duerma su semblante hermoso,

Que disfrute del reposo

Que, silencioso, vigilo,

Porque se va con sigilo

Aunque quiera retenerla,

Que no puede detenerla

La luz que, tras los cordales,

Ve las galas matinales

Que pudieron defenderla.

       Dejad que, afligido el pecho,

Descanse el aliento herido

Del dolor que ha consumido

Su impotencia y su despecho,

Porque, la sombra al acecho,

No cabe esperar que acierte

Los designios de la suerte

El silencio que bosteza,

Si marchitan la belleza

Las campanas de la muerte.

       Dejad que, blanca y callada,

Alcance la aurora bella

La altura de aquella estrella

Que admira la madrugada,

Que ya la noche cansada

Ve el despertar de los cielos

Pues nieve derrite y hielos,

El granizo blanquecino,

Bullicioso en el camino

Que alborotan los riachuelos.

       Dejad que, tierna y ligera,

Tome su mano la brisa,

Y, en el aire, su sonrisa

Vuele libre donde quiera,

Que otro palacio la espera

Después de ese largo viaje

Que hoy emprende en un carruaje

Digno de llevarla encima,

A otro lugar, otra cima,

Otro reino, otro paisaje.

 

Soneto XXVI

 

       Más triste, en el azul del firmamento,

Volar podrá su risa, cuando, en vilo,

La luz de la alborada enseñe el filo

De su puñal callado y ceniciento.

       Los años correrán sobre el aliento

Helado que escapó al aire tranquilo,

Buscando hallar en él un nuevo asilo,

Palacio levantado para el viento.

       Será encontrar su rostro en una estrella

Al tiempo que la noche helada y fría

Retira su corcel de madrugada.

       Y la recordaré, siempre tan bella,

Amable, cariñosa cada día,

Paciente en la vejez, tal vez cansada.

 

Soneto XXVII

 

       Halló de madrugada aquel aliento

Al deshojar las flores de la vida,

El aire malherido que, dormida,

Borró en tu rostro todo el sufrimiento.

       Un cielo azul, un nuevo firmamento

Dejó volar tus alas, y, perdida,

El cielo se hizo grande, pues, vencida,

Tu voz esparció en él la luz del viento.

       La luz del sol rayó la lejanía,

Gorrión dorado, rápido estandarte

Que bellos horizontes encendía.

       Fue cruel la madrugada con besarte

Cuando el azul del cielo descubría

Un sol que iluminaba cada parte.

 

Soneto XXVIII

 

       La luz del sol fue bella en tu mirada,

Haciendo sus antorchas más sencillas,

Mirándose en tus ojos, si es que brillas

Más pura que el granizo y la nevada.

       Hermosas sobre el mar, a la alborada,

Las luces enseñaron las orillas,

Un ángel que, besando tus mejillas,

Tu rostro arrebató de madrugada.

       Calláronse los labios, que, gozosos,

Ardieron con la brisa un breve instante

Para apagarse luego, silenciosos.

      Fue hechizo de coral, raro brillante,

Puñal de plata y oro luminosos,

Luciendo su belleza en tu semblante.

 

Los ruiseñores

 

       No veréis el arroyuelo

Que, apurando su camino,

Corre alegre y peregrino,

Después de ver el deshielo,

Si, libres los pies del suelo,

Salta al abismo y, valiente,

Deja volar su corriente

Al lanzarse en la cascada,

Desde la roca elevada

Que cabalga, transparente.

       No hallaréis los ruiseñores

Que, en la callada espesura,

Cantan, con tierna dulzura,

Su reclamo y sus amores,

Desde que ven los albores

Dibujarse en lo lejano,

Cuando los valles, el llano,

Los cordales y la sierra,

Sienten que vive la tierra

Y el sol se enciende lozano.

       Hoy nos falta la belleza

De su aliento fatigado,

De su mirar animado,

Sus bostezos, su pereza,

Al dejarnos con tristeza,

Pues ella, llena de vida,

Como una aurora encendida

Que hubiera robado al cielo,

Era luz, era consuelo,

Rosa del tiempo vencida.

 

La aurora alzó los ojos

 

       La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces recordé aquel sol cobarde

Que supo ser jinete en sus corceles,

Cuando las rosas bellas

Morían en sus manos,

Marchitas del abrazo de la escarcha.

       La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces recordé tu rostro bello,

Llevado hasta los cielos por el alba,

Que vino, con apuro,

En esos días grises

Que no avanzaron nunca en el camino.

       La aurora alzó los ojos

Con un bostezo mágico,

Cruzando las orillas

Del mar desconocido,

Y, entonces, la maldije por tu ausencia,

Sabiendo reprocharle las mentiras

Que arranca el desengaño

De su ropaje bello,

Tan claro como el aire que regresa.

 

Soneto XXIX

 

       En la constelación de tus mejillas,

Hermoso carrusel, llama de plata,

Vive una flor, sonrisa que desata

Tu espíritu jovial, sus maravillas.

       Se suman las estrellas y así brillas

En esa noche clara, pues, sensata,

Vano de amor, la luna se dilata

Con luces apagadas y sencillas.

       Y sigue vivaracho tu semblante

Y prende tu sonrisa cariñosa,

Amable a cada rato, a cada instante.

       Es la constelación que te hace hermosa,

La noche clara y bella que, incesante,

Mostró en tu rostro aquella mariposa.

 

Soneto XXX

 

       Las noches de los viernes otoñales

Pasábamos las horas juntamente,

Las brasas encendidas, llama ardiente,

Dormida en las cenizas minerales.

       El viento acariciaba los cristales

Buscando el fuego, cuya luz paciente

Asaba las castañas lentamente,

Detrás de aquellos viejos ventanales.

       La lumbre calentaba las estancias

De la buhardilla vieja que habitaron

Los brillos de los guiños de la abuela.

       El fuego alzó sus mágicas fragancias,

Virutas que, al arder, iluminaron

Las brasas del hollín que, libre, vuela.

 

El mar alborotado

 

       El mar alborotado

Dejó que, ensortijadas,

Corriesen sus espumas,

Bajo el color dorado que encendía

La luz de la alborada silenciosa,

Que vio el carruaje bello

Que te arrastró hacia un cielo luminoso,

Y fueron en mis ojos

Las lágrimas brotando,

Al ver el resplandor de la mañana.

       La muerte se hizo dueña

De la sonrisa alegre de tu rostro,

El oro y la hermosura

Que ardían, a menudo, en tu retrato,

Alegre como el fuego

Que, sobre el horizonte,

El aire iba poblando de colores,

De luces encendidas que cerraban

Los pórticos callados

Del reino que hacen claro las estrellas.

       Por eso, cada día,

Verás que, emocionado,

Irá mi pensamiento

Buscando las caricias de otras veces,

Los besos encendidos de otro tiempo,

Cuando, sin apurarse,

Las horas navegaban los arroyos

Del aire envejecido

Que me hallará forzando

Los remos de una barca hasta encontrarte.

 

Soneto XXXI

 

       Un brillo de emoción y de ternura

Enciende la memoria en las entrañas,

El mar donde, serena, al fin te bañas,

Si no es el arroyuelo que murmura.

       El cielo azul se llena de dulzura,

Naciendo el sol detrás de las montañas,

Y, viva siempre en él, rosas extrañas

Recoges sobre el viento que se apura.

        Si un guiño a tus sonrisas celestiales

Es poco para hablar de tu belleza,

Mis lágrimas serán raros cristales.

       Tu voz en mis adentros aún bosteza

Con el amanecer cuyos puñales

Rindieron hoy tu frágil fortaleza.

 

Los palacios del sueño

 

       Para encontrar tu mirada,

Parda como los castaños,

Cansada ya de los años,

He de encontrar la morada,

La mansión deshabitada

Donde reposa, tranquilo,

El viento, cuyo sigilo

No intentará despertarte,

Temeroso de rozarte,

Un viejo guardián en vilo.

       Y hallaré allí, silencioso,

Un palacio que, ya en ruina,

Duerme la larga rutina

De su sueño caprichoso,

Donde el tiempo, perezoso,

Su curso ve detenido,

Borrando el dulce sonido

De la brisa sosegada

Que dejó, de madrugada,

Su singladura al olvido.

       Y, aunque el viaje será duro,

Hora es ya de la partida,

Llevándote de la vida

A este extraño reino oscuro,

Que alza en la altura ese muro

De sombras y de tristeza

Que, escondiendo la belleza,

Quiere negar el aliento

De la luz que fue alimento

Del sol que se despereza.

       Y gozo serán mis brazos

Tomando de tu cintura

Lo que tu frágil figura

Espera de mis abrazos,

Para desatar los lazos

De la noche que te encierra,

Siendo valor en la guerra,

Que, luchando con empeño,

Quiero arrancarte del sueño

Que de la luz te destierra.

       Y en las noches del camino

Que jamás podrán vencerme,

Sabré luchar, defenderme,

Vencedor de tu destino,

Cuando, al ver el sol vecino,

Cure el dolor de tu herida,

Y te devuelva la vida

Con el hechizo de un beso,

Para emprender el regreso

Del sueño en que estás dormida.

 

Soneto XXXII

 

       Alumbra en su mirar la llama ardiente,

Su brillo, su color más encendido,

Un sol que se aventura, decidido,

En un amanecer resplandeciente.

       Y busca una sonrisa que, inocente,

Dejó volar al aire inadvertido

El ángel de ternura que, vencido,

Un astro es ya lejano, aunque luciente.

       La luz, el oro, el brillo es aderezo

De aquel fanal que irradia, luminoso,

Buscando los amores de su rezo.

       Y es dulce aquel suspiro silencioso,

Y el beso y el sonido del bostezo

Que ardieron con el tiempo perezoso.

 

Soneto XXXIII

 

       La vida se encendía en tus luceros,

Antorchas de cristal, cuya mirada

Los vio nacer, corriente alborotada,

De espumas, de corales y veleros.

       La densa oscuridad de los senderos

Sus pórticos abrió con la alborada,

Dejando que cruzasen su morada,

Alegres, relucientes, los overos.

       Tus ojos, cuyo brillo luminoso

Lució la magia bella de su embrujo,

Hablaron con su fuego más hermoso.

       Y un rápido reflejo se produjo

En tu mirar callado, silencioso,

Tan bello como el oro en su dibujo.

 

Soneto XXXIV

 

       Las luces de un suspiro repentino

Borraron su sonrisa y su fatiga,

La cálida expresión que se prodiga

En un recuerdo dulce y cristalino.

       Dejó de ser camino aquel camino

De acuerdo con la ley que nos obliga,

Y aquella voz que amaba por amiga

Mezclóse a los inciensos del destino.

       Volando, alma de mar, a la deriva,

Su espíritu partió a un lugar tranquilo,

Quién sabe a qué región abandonada.

       Partió la noche, lánguida y esquiva,

Cruzando los pasillos del sigilo

Que halló la luz mostrando la alborada.

 

La yegua soberana

 

       Alzóse irreverente

La yegua soberana

Que corre los espacios encendidos,

Lanzándose, arrojándose a su antojo,

Y, abriendo paso franco

A la mañana nueva,

No halló tus ojos bellos ni tu risa.

       Alzóse irreverente

La yegua soberana

Que corre los espacios encendidos,

Dejándose llevar, hija del viento,

Y, abriendo paso franco

Al alba dulce y cálida,

No halló tus ojos bellos ni tu risa.

       Alzóse irreverente

La yegua soberana

Que corre los espacios encendidos,

Besando los palacios de la noche

Y, abriendo paso franco

Al sol del horizonte,

No halló tus ojos bellos ni tu risa.

 

Soneto XXXV

 

       El cielo despertaba silencioso,

Cansado de dormir, triste y tranquilo,

Dulce y feliz, al tiempo que el sigilo

Dejaba en las estrellas su reposo.

       Un verde transparente y luminoso

Brillaba para el mar, lágrima en vilo,

Luz sin calor, aurora sin estilo,

Que halló su sueño siempre perezoso.

       Un beso que intentaba despertarla

Rozó su piel, helada de los montes,

Al tiempo que asomaba el nuevo día.

       Y en ella resbaló cuando, al tocarla,

Lejano el sol, junto a los horizontes,

Prudente, se ocultaba todavía.

 

Soneto XXXVI

 

       Los labios de la abuela pronunciaron

El vuelo de su risa, que, ligero,

Lleno de amor, cruzaba el cielo entero

Que sus mejillas bellas adornaron.

       Las rosas de la aurora despojaron

Su rayo caprichoso, su lucero,

Las sombras que tuvieron prisionero

Un sol de cuyo sueño levantaron.

       Un alboroto mágico encontraron

Su cándido mirar, su voz y el fuero

Escrito en el cordal que dibujaron.

       Al ave quiso libre el halconero

Por las colinas que en su boca alzaron

Sus gracias y el cariño más sincero.

 

Mansiones del alba

 

       No encontrarás la hermosura

De los cielos hechizados

Cuando enseñen sus bordados

Luminosos en la altura.

No verás la noche oscura,

Si en silencio se convierte.

Será el beso de la muerte

Lo que sientas a deshora,

Cuando la luz de la aurora

Sobre los mares despierte.

       No hallarás la luz del día

En un horizonte hermoso

Cuando luzca, luminoso,

El sol en la lejanía.

No encontrarás la alegría

De la mañana que nace.

Será triste el desenlace

Que traerá la madrugada,

Justo cuando la alborada

Sus negras sombras deshace.

       Y estarás sola y perdida

Cuando el hielo te apuñale,

Cuando la noche te iguale

Y huya, cobarde, la vida.

Sentirás, aunque dormida,

Que se te escapa el aliento.

Y, callado, el firmamento

Verá temblar las estrellas

Cuando sus luces más bellas

Vuelva en oro ceniciento.

       Luego un sol enamorado

Lucirá con elegancia,

Derramando su abundancia

Sobre un mar apaciguado.

Su luz habrá despertado

Los más cálidos colores.

Después vendrán los albores,

Y, en los cielos, su belleza

Anunciará la tristeza

Que mengua sus resplandores.

       Y cruzará la mañana

Las alturas espaciosas,

Haciéndolas luminosas

Con su sonrisa lozana.

Y, agotándose temprana,

Traerá la nieve su hechizo.

Y nieve será, y granizo

Que correrá por el suelo,

Y mis ojos en el cielo

Un rayo serán huidizo.

       Y buscarán tu ternura,

Preguntándole a la brisa

Por tu mágica sonrisa,

Por tu gracia y tu dulzura.

Y vendrá la noche oscura

Y sus sombras apagadas,

Y no faltarán veladas

Para buscar en el cielo

Los colores de tu pelo,

Al tornar las alboradas.

       Déjate pues al sosiego

Y duerme un sueño tranquilo

Mientras llega, con sigilo,

La muerte, su beso ciego.

Ríndete al sueño que luego

Se volverá silencioso.

Busca ese mar en reposo

Donde no corren las horas

Y, esperando otras auroras,

Protege el sueño gozoso.

 

Soneto XXXVII

 

     Las horas desnudó con su reflejo,

Las sombras, las cenizas en la altura,

Abriendo las cortinas, sombra oscura,

El brillo de un relámpago bermejo.

       Las puertas derribó, mostró el espejo

Luciente que, bordado de hermosura,

Las brumas arrancó de la espesura,

Dejando que corriera el oro viejo.

       Rompió la aurora y descubrió la helada

Con una antorcha ardiente, aquella flecha

Que ardió dando más luz a la alborada.

       Y el sueño derramó la senda estrecha

Que, abierta al oro, dio la puñalada,

Callando de la muerte la sospecha.

 

Soneto XXXVIII

 

       El tiempo silencioso nos la enseña

Al lado del fogón, donde, apartada,

Alegre a veces, otras fatigada,

Solía colocar la blanca leña.

       La suelo recordar siempre risueña,

Más bella que la luz de la alborada,

Hermosa como el oro, delicada,

Estrella de bondad, alma que sueña.

       La suya era una casa acogedora,

Humilde pero digna, aunque, sencilla,

Su vida no gustara ningún lujo.

       También recuerdo, a veces, que la aurora

Solía iluminarla en la buhardilla

Y despertar su voz con su dibujo.

 

Soneto XXXIX

 

       Mis labios, al rozarla, percibieron

La escarcha de su piel, hilo de plata,

El hielo que, en diciembre, se desata

Sobre los bosques que se adormecieron.

       Mis labios, al rozarla, no quisieron,

Huyendo la ventura tan ingrata,

Saber que fue puñal la luz que mata,

Si, al cabo, resignados, comprendieron.

       Mis labios, al rozarla, se asustaron

Temiendo que ya hubiera sucedido,

Sabiéndolo en la muerte que besaron.

      Y fue al rozar aquel ángel dormido

Cuando, cobardes, necias, lo negaron

Mis lágrimas, palabra del olvido.

 

Soneto XL

 

       Los sueños son secretos misteriosos

Que nacen como el árbol y marchitan,

Que corren, que se mueven, que se agitan

En los salones viejos y espaciosos.

       Llegaste a los castillos silenciosos

Del alma solitaria donde habitan,

Y, alegres unos, en su alcoba gritan,

Y, tristes otros, callan perezosos.

       Estás junto a los sueños, en mansiones

Extrañas y es extraña la morada

Y el polvo sobre sus habitaciones.

       Los ves en esa alcoba desolada

Que llena con su polvo corazones

Cansados de su voz deshabitada.

 

Soneto XLI

 

       Será el recuerdo bello de tus manos

Como un cristal vencido y tembloroso,

Tu voz como un bostezo perezoso,

Tus ojos como un sol, y más lozanos.

       Las nieves cubrirán montes y llanos

Cuando el invierno llegue, silencioso,

Y copie tu cabello luminoso

Con tus pinceles suaves y tempranos.

       Después se deshará, con el deshielo,

El fuego que bordó, con alegría,

La nieve que hizo blancos los follajes.

       Será, al llegar el alba, blanco el cielo

Y escarcha de la aurora, si es que, fría,

Madruga, estrella azul, en sus paisajes.

 

Soneto XLII

 

       Descansa en ese sueño silencioso

Su espíritu, su voz y su alegría,

Cubierta por la nieve, siempre fría,

En la región del viento quejumbroso.

       No mostrará su rostro luminoso,

Esclava de la noche, aunque podría,

En el desierto gris, la luz del día,

Por no turbar su sueño, su reposo.

       Podrán regar las flores encendidas

Las lágrimas que brotan de mi pena,

Besando el blanco mármol de los sueños.

       Descansan hoy sus horas encendidas,

A veces lirio, a veces azucena,

Oyendo allá mis versos halagüeños.

 

Soneto XLIII

 

       Quisiera, aunque fugaz, alzar un beso

Al cielo en que levantas la morada,

Y verte, estrella azul, de madrugada,

Junto a un amanecer claro y travieso.

       El tiempo retener, tenerlo preso

En la mansión que prende la alborada,

Será sólo ilusión desengañada

Del llanto y del dolor que te confieso.

       El alma, deshaciéndose la vida,

Pretende ir hacia ti para adorarte

Donde la luz se esconde dolorida.

       Mis manos no podrán acariciarte

Junto a la sombra negra que, escondida,

Negar pudo el derecho de besarte.

 

Soneto XLIV

 

       No fue justa la vida con el brillo

Luciente de sus ojos y su risa,

Su voz, llevada al aire por la brisa,

Su frente, verso bello, alto castillo.

       El suyo era el semblante más sencillo,

Humilde como el alba que, imprecisa,

Alumbra, estrella triste, en la cornisa

Donde, al ocaso, el vuelo alzó el autillo.

       Las lluvias son torrentes sobre el prado

Y, lento, se oye un eco silencioso:

La noche del Erebo se ha cerrado.

       No fue justa la vida con su hermoso

Semblante, ayer alegre y animado,

Al regalar sus horas al reposo.

 

Soneto XLV

 

       Luchando contra el viento y el granizo,

Relámpago de luz a la alborada,

Brotaba en el jardín de tu mirada,

Risueño, como siempre, aquel hechizo.

       La luz de aquel crepúsculo rojizo

Ardió sobre los campos y, callada,

La noche llegó, triste y apagada,

Y el blanco de los cielos se deshizo.

       Después de derrotar la lluvia fría,

Abriendo las cortinas la andadura, 

Tu risa se hizo brillo de alegría.

       Y un ángel coronó con su hermosura

La llama juvenil que se encendía,

Bebiendo la emoción de tu ternura.

 

2005 © José Ramón Muñiz Álvarez

“Las campanas de la muerte”

Primera parte: "Los arqueros del alba"

Todos los derechos reservados por el autor.