“LAS CAMPANAS DE LA MUERTE”
EL
CANTO DEL AUTILLO EN LA BUHARDILLA
(Prólogo)
Los troncos de los árboles, ya muertos, les sirven de mansión a los mochuelos
que habitan lo profundo de los bosques. El cárabo es más tímido, si acaso, pues
vuela sigiloso, entre los robles, cazando ratoncillos y batracios. En cambio,
la lechuza y el autillo no temen instalarse en las buhardillas, de las casonas
viejas de la aldea.
El
mes de abril, que suele ser lluvioso, también tiene sus tardes encendidas de
sol y luz, de magia entre los árboles. Mas, al llegar
el brillo del ocaso, se escuchan los autillos en los parques, que llaman al
amor en plena noche. Los más supersticiosos tienen miedo, y dicen que convoca
al aquelarre de brujas en los montes colindantes.
De
niño, en la buhardilla de la abuela, sentí la voz crispada del autillo, su
grito lastimero, para algunos. Jamás pensé que fuera una criatura maligna cuyo
grito desgarrado, volara, amenazante, con la brisa. Tal vez, al ser un niño,
imaginaba que su llamada dulce, vivaracha, tenía el colorido de otros trinos.
Los
niños tienen grandes cualidades para formar su imagen de las cosas, a costa de
ignorar tantos secretos. Y quiso mi inocencia caprichosa pensar que era el
autillo, entre las sombras, como el cuclillo, oculto en la hojarasca. Difícil
es, no en vano, ver cuclillos, por más que en primavera se les oye cantar entre
las densas arboledas.
No
es raro en la niñez ser tan curioso, pues es, en esta edad, cada detalle como
un descubrimiento inesperado. Por eso pregunté a la vieja anciana, de rostro
bello y pelo blanquecino, pendiente del fogón en la
cocina. Y dijo que era el pájaro del agua, criatura singular que, cada noche,
las lluvias prevenía en su llamada.
Y
cuántas veces, siempre fantasioso, tomaba, en la mesilla de mi tío, cuartillas
de papel, y dibujaba siluetas del autillo y la lechuza. Y viendo ya cercanos
esos meses que llegan calurosos, en verano, por la ventana abierta, los
buscaba. Mis ojos exploraban en la sombra los vuelos que rizaban en la nada sus
grandes alas ricas en sigilo.
La
anciana falleció dejando un hueco que no podré llenar en muchos años, y no
podré volver a la buhardilla: sus dueños la arreglaron y vendieron a nuevos
propietarios que no quieren amar el canto viejo del autillo. Mas,
al llegar abril, siempre lo escucho, y anima en mi a ese niño que otras veces
hurgaba en los misterios de la sombra.
El
mundo cambia, y cambian los lugares, y pueblos de otras épocas lejanas se
fueron transformando lentamente. Las villas de los viejos pescadores también
han alterado su apariencia, tomando un aire acaso más urbano. Y es fácil
recordar esas fachadas antiguas y las calles empedradas que fueron dando paso a
otros ambientes.
No
son las mismas ya, tras tantos años, las vistas de rincones apartados donde se
admiran altos edificios. Pero, según nos vamos, caminando, sin prisa, a las
afueras, ese tiempo parece conservarse en el entorno. Los campos, las colinas,
el arroyo, los densos eucaliptos en el monte se pueden contemplar igual que
entonces.
Llegado
junio, en días despejados, es grato deambular cuando oscurece, mirar el sol,
hundido en la distancia. Es bello deleitarse con nostalgias de tiempos que, si
no fueron mejores, tal vez imaginamos más felices. Es la niñez que vuelve, es
el momento de revivir al niño que no existe, pues lo hemos encerrado en lo
profundo.
Y,
tras ponerse el sol, con sus dorados, sentado sobre un banco en San Antonio,
descubro las estrellas en la altura. No hay duda de que es todo un espectáculo,
cuando la brisa baña ese montículo, borrando los rigores de la tarde. Y,
entonces, encendiendo el cigarrillo, regreso por veredas que la luna me deja
adivinar entre la sombra.
En
la estación existe un parque humilde, sereno, con sus sauces melancólicos, que
lloran desde el brillo de la aurora. Allí se escucha el canto del autillo,
quimérico y extraño, casi mágico, y entonces el recuerdo se hace intenso. La
brisa ha refrescado el aire puro, y el grillo, en su concierto interminable, le
da acompañamiento al viejo autillo.
Llamando
a los amores, el reclamo de la rapaz nocturna nos sugiere los sueños de las
noches de la infancia. Poblado de dragones y de gárgolas, el mundo era
tal vez más sugerente, mirado con los ojos de un chicuelo. También el mar,
entonces, era abismo de rémoras, marrajos y piratas y las mansiones eran un
castillo.
Después
se esconderá el viejo mochuelo, y el canto de los cárabos del monte se irá
apagando allá, en lo más profundo. La Fuente de los Ángeles murmura, risueña en
primavera, mientras canta feliz, entre las ramas, un jilguero. La calma llena
el aire, y el paisaje se admira con el alba que despierta con claras llamaradas
de alegría.
Al
fin se pueden ver, en cualquier parte, cuando el hurón se esconde y los
raposos, el pardo de la piel de los tritones. No suelen esconderse en lo
profundo del manantial alegre y vivaracho, donde los capturaban los muchachos.
También, de niño, yo jugué a cazarlos en los abrevaderos de las bestias y en
las corrientes claras de las fuentes.
El
canto del autillo se ha perdido, pero es posible ver, y las urracas, los
cuervos y arrendajos recortan con sus alas cada soplo. El aire se hace amigo
del cuclillo, del raro picachuelo y sus colores, bajo
la vigilancia de la aurora. También acechan, rápido, el cernícalo y, fuerte, el
poderoso ratonero, desde el tendido eléctrico, en los campos.
Pasaron
esos años tan idílicos de casas encantadas, de misterios, de juegos infantiles
en el patio. Y entonces era bello el sol al alba, la lluvia en los cristales y
los charcos formados en la vieja carretera. El universo entero se enseñaba
cuajado de sutiles maravillas en los lugares más insospechados.
El
canto del autillo en la buhardilla, la luz de las estrellas en los cielos y el
ruido de los grillos son promesa. Y el tiempo transcurrido se ha perdido, mas
vuelve a suscitar, en la memoria, vivencias que conserva el alma vieja. Herido
ya el espíritu cansado por una juventud tan agitada, la infancia sigue viva,
sin embargo.
2010 © José Ramón Muñiz Álvarez
PRIMERA
PARTE:
“Arqueros del alba”
Para María Dolores
Menéndez López
Soneto
I
El viento helado que rozó el cabello,
Llenándolo
de escarcha y de blancura,
No
osó matar su hechizo, su ternura,
Sus
luces, sus bellezas, su destello:
Manchado de granizo fue más bello,
Más
puro que la nieve cuando, pura,
Desciende
de los cielos, de la altura,
Tan
diáfano que el sol luce en su cuello.
Hiriéronla los años, la carrera,
El
rápido correr hacia el vacío,
Más
no perdió la luz de su alegría.
Sus risas, floración de primavera,
Fluyeron
como, rápida en el río,
El
agua en su correr, helada y fría.
Soneto
II
Un ángel vi de niño en la mirada
De
aquella anciana dulce y cariñosa,
Más
bella que la aurora perezosa
Cuando
apagó su voz de madrugada.
En su cabello blanco la nevada
Hirió
el color luciente de la rosa,
Y
el pardo de sus ojos hizo hermosa
De
su mirar la luz, alma hechizada.
De niño vi en su rostro la dulzura
De
aquella vieja a la que, agradecido,
Besaba
con amor en la mejilla.
Su voz hablaba llena de ternura,
Amable
siempre, en tono suspendido,
Mostrando,
con amor, su alma sencilla.
Soneto
III
La orilla alborotó un mar coralino
Y
el cielo asaltó, puro y despejado,
Aquel
caballo raudo que, embrujado,
Pincel
se hizo del aire cristalino.
Y hallaste, al avanzar en el camino,
Crepúsculos
sin voz, un mar dorado,
Y
pudo descansar, ya fatigado,
Tu
aliento, firme ayer, hoy peregrino.
La noche vino larga y duradera
Con
el amanecer, robando el día,
Su
luz, su brillo, toda la hermosura:
Mi pecho será luz, y, dondequiera,
Habrá de
iluminarte cuando, fría,
Te
aceche, sin pudor, la noche oscura.
Soneto
IV
No oiréis correr de nuevo el arroyuelo
Que,
alegre, se lanzaba a su caída,
Ni
al dulce ruiseñor, cuya venida
La
bóveda alumbró del alto cielo.
Dolores era hermosa como el vuelo
Que
alcanza las antorchas de la vida,
Luciente
como el alba que, encendida,
Cuajaba
en sus cabellos el deshielo.
Mi espíritu poblaron las malezas
Dejándome
en las sombras misteriosas
Que
llenan hoy mis versos de tristezas.
Sus ojos son estrellas luminosas,
Sus
luces, altas torres, fortalezas,
Alegres
sus sonrisas perezosas
Soneto
V
A cambio de tus besos silenciosos
Un
reino he de entregar, tierra olvidada,
Aire
sin voz, llegando a la morada
De
todos los misterios y reposos.
Los guiños de tus ojos cariñosos
Allí
me encontrarán, alma cansada,
Lleno
de amor, de entrega fatigada
De
anhelos y de esfuerzos dolorosos.
Habré llegado a ti desde la vida
Para
volverte vida entre mis brazos,
Y
habremos de emprender el largo viaje.
Del sueño volverás del que, dormida,
Pretenden
despertarte mis abrazos,
Que
abrieron a tu amor tanto coraje.
La
aurora de la muerte
Los prados humedecidos
Que,
besados por la helada,
Con
la misma madrugada
Yacían
adormecidos,
Escucharon
los gemidos
Llegados
del firmamento,
Que,
rozados del aliento
De
la aurora blanquecina,
Apartaron
la neblina,
Densa
en las alas del viento.
Y aquella mancha de plata
Que
el sol trajo en su carruaje
Iluminaba
el paisaje,
Mezclando
al blanco escarlata,
Que,
aunque tímida, sensata,
De
agotarse temerosa,
Rasgó
la caricia hermosa
Al
rayar en la mañana,
Como
caricia temprana,
Llena
de luz, olorosa.
El arroyo, sin apuro,
Aún
su cauce empobrecido,
Murmuraba
su sonido
Al
cruzar el valle oscuro,
Siguiendo
el curso seguro
Que,
en su descenso tranquilo,
Avanzaba
con sigilo
Entre
las cómplices sombras,
Regando
secas alfombras,
Buscando
mayor asilo.
De las aguas transparentes,
Su
curso lento, sencillo,
Se
saciaba el cervatillo
Que
bebió de las corrientes,
Reflejándose
en las fuentes
Donde
las juncias brotaban,
Y
en las alturas hallaban
La
copia de su hermosura,
El
sosiego y la frescura
En
las nubes que flotaban.
Y entonces te despertaron
De
aquel sueño perezoso,
Con
el beso más gozoso
Que
jamás imaginaron,
Los
colores que llegaron
A
las alturas de un cielo
Que
alcanzaste, alzando el vuelo,
Al
nacer de la mañana,
Donde
la llama temprana
La
escarcha halló sobre el suelo.
Soneto
VI
Heraldo de bondad fue su semblante,
Más
puro que la luz de la alborada,
La
gracia de su rostro, la mirada,
Sincera
siempre, bella a cada instante.
En ella la ternura era constante,
Más
clara que el granizo y la nevada,
Hermosa
como el sol, jamás nublada
La
frente cuyo rostro hizo brillante.
Más pura fue su piel que la azucena
Que
brota en primavera por los prados,
Más
cándida y más bella, siempre buena.
Recuerdo que sus párpados cansados
Tendían
a cerrarse, aunque sin pena,
Buscando
sueños siempre reposados.
Soneto
VII
Un mar navegarás donde, brumosos,
Negando
al sol la luz, llama escarlata,
Los
vientos, sombra gris, noche insensata,
El
cielo cerrarán avariciosos.
Después de los umbrales cavernosos
Del
sueño que en la noche se dilata,
Tus
ojos se abrirán, perla de plata,
Buscando
los paisajes luminosos.
Y todo mostrará su luz dorada,
El
cielo, el sol, el mar y las orillas,
Para
escuchar tu voz, ayer callada.
Risueñas nuevamente tus mejillas
La
brisa sentirán más que hechizada,
La
leña dando al alba y sus astillas.
Soneto
VIII
El despertar más dulce y placentero
Cubrió
su rostro cuando, de mañana,
Cruzaba,
aventurero, su ventana
El
sol del mediodía pendenciero.
Robábale los sueños su lucero,
Valiente
y atrevido, pues, lozana,
La
luz la despertaba, con desgana,
Besándola,
al llevarle aquel platero.
Después iluminaba el cuarto oscuro
Corriendo
la cortina, que, luciente,
Dejaba
gala al oro y su belleza.
Alzábase del lecho y, sin apuro,
Serenos,
de su boca, lentamente,
Brotaban
los bostezos con pereza
Soneto
IX
Dejaste transcurrir la hora temprana,
Palacio
que en el sueño se escondía,
Y
vio volar la luz la brisa fría,
Después
de bien corrida la mañana.
Manchada por la luz, halló lozana
La
risa que en tu rostro se encendía,
Tan
clara como el sol al mediodía,
Que
el cielo hizo del aire soberana.
Montó, en un cielo lleno de belleza,
La
noche su corcel de madrugada,
Las
crines sujetando con firmeza.
Mas no encontró más luz en tu mirada
Que
aquel amanecer vuelto en tristeza,
Que
el prado halló cubierto por la helada.
Soneto
X
No vueles, ruiseñor, hacia los cielos
Que
se hacen más azules en verano,
Ni
escapes, golondrina, de mi mano,
Llevada
por la brisa y sus desvelos.
No corras, herrerillo, aunque tus vuelos
Te
dejen alcanzar lo más lejano,
Ni
escales, carbonero, el aire en vano
De
donde caen las nieves y los hielos.
No partas, ave blanca, si tu nido
Lo
tienes junto a mí, donde la tierra
Se
alegra de tu voz y tu sonido.
Amor serán los bosques y la sierra,
Los
árboles y el prado que, dormido,
Se
olvida de la helada que lo encierra.
El
alba despertaba
El alba despertaba
Sobre
las sombras tristes,
Y,
oyendo su bostezo,
Corrieron
lentamente a las alturas
Las
llamas de aquel sol que se encendía
Con
paso lento, débil y cansado,
Al
tiempo que los mares,
Rozados
por la brisa,
Dejaban
que las olas se escapasen
Como
un caballo blanco por la sierra.
El alba despertaba
Sobre
las sombras tristes,
Y,
oyendo su bostezo,
Temblaron
los rosales que la escarcha
Rasgaba
sin pudor, cuando, inclemente,
Su
hielo sobre el pétalo, lo hería
Con
un cuchillo fino,
Acaso
cristalino,
Veloz,
cada mañana de diciembre,
Como
un caballo blanco por la sierra.
El alba despertaba
Sobre
las sombras tristes,
Y,
oyendo su bostezo,
De
nuevo salpicaron los arroyos
Los
prados, las orillas, los alisos
Desnudos
de las hojas de sus ramas
Que,
en tardes otoñales,
Perdieron
sin remedio,
Llevándolas
las brisas invisibles
Como
un caballo blanco por la sierra.
El alba despertaba
Sobre
las sombras tristes,
Y,
oyendo su bostezo,
La
luna y las estrellas retiraron
Su
luz hermosa, débil y cansada,
Al
tiempo que la noche se escondía,
Volando
hacia otros reinos,
Fugaz
como las horas
Que
corren como el viento, como el aire,
Como
un caballo blanco por la sierra.
Soneto
XI
La luz sobre las sombras se deshizo
Un
viernes de noviembre donde, bella,
En
el fogón ardía una centella
Que
alzó la magia rara del hechizo.
La lluvia dejó paso al invernizo
Susurro
de los vientos, su querella,
Cansados
de quejarse, pues aquella
Más
dura sonó en boca del granizo.
Las lluvias y los vientos sacudieron
Con
toda su dureza los tejados,
Luciendo,
firmes, su perseverancia.
Las brasas, sin embargo, resistieron
A
los chubascos, viendo preparados
Viruta,
carbón, leña en abundancia.
Soneto
XII
Sus manos delicadas, temblorosas,
Ya
débiles, estaban siempre frías,
Mas no sus ojos, cuyas alegrías
Lucieron
en el fuego de dos rosas.
Sus piernas caminaban temerosas
De
algún tropiezo, pero ciertos días
Andaba
con soltura si, en las mías,
Sus
manos se apoyaban jubilosas.
Y, júbilo febril, me dio el hechizo
Que
pueden dar los ángeles del cielo,
Hasta
que su sonrisa se deshizo.
La luz del sol cortaba el blanco hielo
Que
el prado hirió, con nieves y granizo,
Pincel
de la mañana sobre el suelo.
Soneto
XIII
El sol buscó un crepúsculo callado
Detrás
de las montañas y cordales,
Las
luces, las estrellas celestiales
Que
al orto dan, desde su principado.
El oro fue en los mares reflejado
Y
el vuelo alzaste, yendo a los cristales,
Del
alba, cuyos brillos celestiales
Ardieron
en un cielo despejado.
El árbol deshojado de tu risa
Las
noches desnudaron sin apuro,
Las
horas, las auroras y la brisa.
Desnuda pudo verte el aire puro,
Errante
voladora tu sonrisa
Donde
cayó, a la noche, un sol oscuro.
El
brillo incandescente
Dejad que nazca,
En
la lejanía,
El
brillo incandescente
Que
llena de colores las alturas,
Y
que, rompiendo las sombras,
Corran
los campos azulados del firmamento,
Siempre
a sus anchas,
Los
corceles de la mañana.
Mas no venga la muerte en su galope.
Corriente sobre corriente,
Abrazarán
las aguas de los mares.
Corriente sobre corriente,
Las
de los lagos y arroyos.
Corriente sobre corriente,
Las
de los montes, las de los valles.
Y, pronunciando su claridad atrevida,
Arrancarán
la noche de un zarpazo,
Hiriendo
el cielo con sus relinchos,
Con
su alegría repentina,
Llenando
de bullicio
Las
horas que se desperezan.
Mas no venga la muerte en su galope.
Corriente sobre corriente,
Alcanzarán
los reinos que bostezan,
Los
de las sierras dormidas,
Los
del estanque, los de las playas.
Y, pronunciando su claridad atrevida,
Derrotarán
las huestes de la noche,
Borrando,
a su paso, las estrellas,
Dejando
al aire las crines
Lucientes
como el oro
Que
vuelve a despertarnos.
Mas no venga la muerte en su galope.
Dejad que nazca,
En
la lejanía,
El
brillo incandescente
Que
llena de colores las alturas,
Y
que, rompiendo las sombras,
Corran
los campos azulados del firmamento,
Siempre
a sus anchas,
Los
corceles de la mañana.
Soneto
XIV
La sombra que borró su rostro bello
Volviéndolo
cenizas en la nada
Negar
quiere mi voz, cuando, callada,
Se
rinde al alumbrarla en un destello.
La nieve que fue antorcha en su cabello
Haciéndolo
más claro, a la alborada,
Recuerdo
pudo ser, donde, apagada,
Revive,
al recordarla en todo aquello.
Hirió su voz sin lucha el sinsentido
Que
arranca de los pechos el aliento
Que
ceden, quejumbrosos, su sonido.
La muerte arrebató su sentimiento,
Y
el hielo sus rosales hizo olvido,
Hiriéndola
con fuerza el raudo viento.
Soneto
XV
Prendieron las antorchas su belleza,
Las
luces, el color y la hermosura,
Las
llamas de una súbita ternura
Que
ardió sobre su frágil fortaleza.
Voló un suspiro al aire y, sin torpeza,
Cruzó
el silencio triste, y su figura,
Serena,
fue buscando otra postura,
Librando
en su bostezo la pereza.
Sus ojos se entreabrieron y miraron
Con
dulce claridad, nunca con prisa,
Gozando
de la siesta y su reposo.
Las llamas de una estrella dibujaron
La
bella mariposa de su risa
En
su semblante dulce y cariñoso.
Soneto
XVI
La espuma que rizaba tu cabeza
Manchaba
los cabellos blanquecinos,
Hermosos
como mares coralinos
Que
dejan en la costa su pereza.
Tu rostro fue bandera de nobleza,
Los
ojos vivarachos, peregrinos,
Atentos
a los brillos cristalinos
Del
aire que enseñaba su pureza.
Halló en tu pecho un rico posadero
La
luz de tu cariño y tu ternura,
Nacida
de tu voz, raro lucero.
Jamás bebió tu voz de la amargura
Ni
el brillo ardió en tus ojos sin esmero,
Mas
tu cabello heló la nieve pura.
Soneto
XVII
De nuevo alejará las sombras muertas
La
alcoba de la noche mortecina,
Las
sábanas oscuras, la cortina
Que
ve las horas tristes y desiertas.
Las luces de otro sol verán abiertas
Los
pórticos que aún cubre la neblina,
Y
lenta, temerosa, peregrina,
La
aurora cruzará sus anchas puertas.
Un cielo despejado traerá el día
Por
donde vuela libre el aire sano,
Extraño
mensajero de alegría.
Vendrá la luz del reino más lejano,
Más
no te encontrará en la brisa fría
Ni
el sol verá el bostezo más temprano.
Soneto
XVIII
No escondas la mirada luminosa
Que
alcanza, vivaracha, la alegría,
Que
el brillo que se enciende cada día
Envidia
tu alborada generosa.
Enséñanos tus ojos y, graciosa,
Irrádianos
de luz donde, sombría,
Renace
con tristeza, helada y fría,
La
aurora que despierta perezosa.
Y muéstrate feliz, que tu sonrisa
Compite
con la luz de las estrellas
Que
guarda el cielo al alba siempre aprisa.
No escondas tus miradas si son bellas,
Enséñanos
tu luz clara, imprecisa,
Y
olvida, si las tienes, las querellas.
La
lluvia de diciembre
Mirad, tras los cristales,
La
lluvia de diciembre,
Que
vuelve, sin apuro,
Manchando
las mañanas,
Las
tardes y las noches con su beso
Amargo,
silencioso y peregrino,
Sereno
y apagado
Como
una pincelada que las sombras
Dejaron
en un lienzo
Callado
como el sueño del arroyo.
Mirad, tras los cristales,
La
lluvia de diciembre,
Que
vuelve, sin apuro,
Dejando
atrás el brillo
Del
fuego del crepúsculo temprano,
Sereno,
resignado, sentencioso,
Cansado
de agotarse,
Ahogado
entre las trenzas de la noche,
Cuyas
estrellas saben
Del
curso rumoroso del arroyo.
Mirad, tras los cristales,
La
lluvia de diciembre,
Que
vuelve, sin apuro,
Los
recuerdos tristes
De
cómo la sonrisa de la abuela
Se
fue apagando, casi sin saberlo,
Porque
la edad la pudo,
Porque
los años fatigosos derrotaron
Su
vida malherida
Por
el cansancio amargo del camino.
Soneto
XIX
Existe un sueño intenso y tan profundo
Que
sueña en él aquel que, adormecido,
Sumerge
su conciencia y, abatido,
Exhala
su suspiro más rotundo.
El cielo alcanzó el oro en un segundo,
Un
reino de colores que, encendido,
De
músicas se llena y de sonido,
El
ánimo mudando en vagabundo.
Allí reposas hoy, triste el aliento,
La
vida y la esperanza en lo lejano,
También
la luz, el oro ceniciento.
Dejando sólo un eco del verano,
Cayó
del árbol, al correr del viento,
El
fruto generoso del manzano.
Soneto
XX
Fue el fruto silencioso del manzano
De
aquel color, al tiempo que dormía,
La
luz que despertó la brisa fría
De
aquel diciembre gris pero lozano.
La luz del sol nacía en lo lejano
Y
el verde de los mares presumía
De
verse tan hermoso, pues el día,
Madrugador,
alzóse aún más temprano.
La lumbre se apagaba en tu mirada,
Rendida
ya a la sombra, que, al acecho,
Borrar
quiso su hoguera resignada.
Así calló tu voz, cedió tu pecho,
Dejó
de respirar y, derrotada,
Un
féretro de rosas fue tu lecho.
Cruza
las nubes valiente
Vuela, mi amor, a la altura
Y
conquista el ancho cielo,
Que,
alcanzado de tu vuelo,
Se
rendirá a tu hermosura.
Abre
las alas y apura
La
brevedad de tu viaje.
No
temas, ve con coraje
Donde
habitan las estrellas,
Brillos
vagos y centellas
Que
alumbran hoy el paisaje.
Cruza las nubes, valiente,
Y,
en las lejanas mansiones,
Corona
sus torreones,
Vuelve
estandarte tu frente.
Antes
que verte doliente,
Álzate,
bella, en el viento.
Se
llama en el firmamento
Y
en el aire primavera,
Aunque
diciembre quisiera
Quebrar
tu voz y tu aliento.
No te apartes del camino
Cuando
vayas a la altura,
Mientras,
lleno de amargura,
Ves
nuestro llanto vecino.
En
el aire peregrino
Serás
un gorrión pequeño.
Regálate,
pues, al sueño,
Cuando,
gala a tu belleza,
Quiere
ser oro y pureza,
El
sol que tomas por dueño.
Soneto
XXI
Rindió el bastión sus torres y su muro,
Sus
piedras y su fuerza, y, generoso,
El
cielo se hizo claro y espacioso,
Soltando
sus corceles sin apuro.
La sombra desmintió su velo oscuro
Dejando
que bullera, luminoso,
Un
sol febril, acaso temeroso
Del
hielo de la noche, el aire puro.
El mar halló el pincel que, con el día,
Manchaba
con sus fuegos el paisaje,
Llenándolos
de luz y de belleza.
Cansada de esperar, tu voz dormía,
El
alma presta, lista para el viaje,
Helado
el pecho, viva la tristeza
Soneto
XXII
Recuerdo tu mirar, que, perezoso,
A
veces quejumbroso de la vida,
Los
párpados cerraba, si, dormida,
Buscabas
un descanso más gozoso.
Sentada en la butaca, con reposo,
Solías
ver las horas, su partida,
Corriendo
a la aventura, y, aburrida,
Salvabas
un bostezo generoso.
El sueño era en tus carnes un consuelo
Que
siempre tus plegarias suplicaron
Aquellas
tardes grises y otoñales.
Soñabas, y tus sueños eran cielo,
Descanso
a los dolores que segaron
Sonrisas,
otras veces, con sus males.
Soneto
XXIII
Dejaste este rincón cuando la aurora
Lucía
sus mayores hermosuras,
Sus
luces y sus galas, donde, oscuras,
Las
sombras la supieron vencedora.
Llegaba la mañana que, sonora,
Los
pájaros halló en las espesuras,
Alegres
de encontrarte en las alturas,
Un
ángel resignado que no llora.
Luciérnaga que brilla sin apuro
El
tiempo que se escapa traicionero,
Los
cielos liberó del viejo muro.
Será llorar tu falta al mundo entero
Buscar
consuelo, como el aire puro,
Allí
donde se apaga tu lucero.
Soneto
XXIV
Despierta en el recuerdo de tu aliento,
Tu
voz resuena, brilla la mirada,
Canción
de amor que llena la alborada
Y
el cielo corre, alada como el viento.
Testigo de la luz de aquel momento
Que
pudo ver tu llama ilusionada,
La
tarde luminosa derramada
Hallé
en tu voz, tu amor, tu sentimiento.
Partió, sin avisar, hacia otros mares,
Acaso
temeroso, fugitivo,
Tu
espíritu, buscando otros lugares.
Pudiera izar la vela estando vivo,
Como
un aventurero a los altares,
Mi
aliento hacia tu voz, volando esquivo.
Soneto
XXV
No pierdas en el reino de lo oscuro
La
gracia de los besos pronunciados,
Que
fueron con cariño regalados
Para
aliviar tu rostro limpio y puro.
La sombra del ocaso será un muro
Que
no podrán cruzar cuando, callados,
Los
diga tristes, débiles, cansados,
Viajeros
en el alba con apuro.
En mí retengo todos los momentos
Que
no repetirá, al correr, la historia,
Tesoro
de mis horas y mis días.
Tu ausencia cobra un mar de sentimientos,
Mas no te borrará de la memoria
Ni
en penas ni en dolor ni en alegrías.
Las
campanas de la muerte.
Dejad que, suave y sereno,
Roce
su mejilla hermosa
El
aire que la desposa
Besando
su rostro bueno,
Aunque
la llene el veneno
Que
le ha arrancado la vida,
Que
la lanzó a esta partida
La
edad, su sueño pesado,
El
tiempo que, fatigado,
Abrazó
la despedida.
Dejad que, bello y tranquilo,
Duerma
su semblante hermoso,
Que
disfrute del reposo
Que,
silencioso, vigilo,
Porque
se va con sigilo
Aunque
quiera retenerla,
Que
no puede detenerla
La
luz que, tras los cordales,
Ve
las galas matinales
Que
pudieron defenderla.
Dejad que, afligido el pecho,
Descanse
el aliento herido
Del
dolor que ha consumido
Su
impotencia y su despecho,
Porque,
la sombra al acecho,
No
cabe esperar que acierte
Los
designios de la suerte
El
silencio que bosteza,
Si
marchitan la belleza
Las
campanas de la muerte.
Dejad que, blanca y callada,
Alcance
la aurora bella
La
altura de aquella estrella
Que
admira la madrugada,
Que
ya la noche cansada
Ve
el despertar de los cielos
Pues
nieve derrite y hielos,
El
granizo blanquecino,
Bullicioso
en el camino
Que
alborotan los riachuelos.
Dejad que, tierna y ligera,
Tome
su mano la brisa,
Y,
en el aire, su sonrisa
Vuele
libre donde quiera,
Que
otro palacio la espera
Después
de ese largo viaje
Que
hoy emprende en un carruaje
Digno
de llevarla encima,
A
otro lugar, otra cima,
Otro
reino, otro paisaje.
Soneto
XXVI
Más triste, en el azul del firmamento,
Volar
podrá su risa, cuando, en vilo,
La
luz de la alborada enseñe el filo
De
su puñal callado y ceniciento.
Los años correrán sobre el aliento
Helado
que escapó al aire tranquilo,
Buscando
hallar en él un nuevo asilo,
Palacio
levantado para el viento.
Será encontrar su rostro en una estrella
Al
tiempo que la noche helada y fría
Retira
su corcel de madrugada.
Y la recordaré, siempre tan bella,
Amable,
cariñosa cada día,
Paciente
en la vejez, tal vez cansada.
Soneto
XXVII
Halló de madrugada aquel aliento
Al
deshojar las flores de la vida,
El
aire malherido que, dormida,
Borró
en tu rostro todo el sufrimiento.
Un cielo azul, un nuevo firmamento
Dejó
volar tus alas, y, perdida,
El
cielo se hizo grande, pues, vencida,
Tu
voz esparció en él la luz del viento.
La luz del sol rayó la lejanía,
Gorrión
dorado, rápido estandarte
Que
bellos horizontes encendía.
Fue cruel la madrugada con besarte
Cuando
el azul del cielo descubría
Un
sol que iluminaba cada parte.
Soneto
XXVIII
La luz del sol fue bella en tu mirada,
Haciendo
sus antorchas más sencillas,
Mirándose
en tus ojos, si es que brillas
Más
pura que el granizo y la nevada.
Hermosas sobre el mar, a la alborada,
Las
luces enseñaron las orillas,
Un
ángel que, besando tus mejillas,
Tu
rostro arrebató de madrugada.
Calláronse los labios, que, gozosos,
Ardieron
con la brisa un breve instante
Para
apagarse luego, silenciosos.
Fue hechizo de coral, raro brillante,
Puñal
de plata y oro luminosos,
Luciendo
su belleza en tu semblante.
Los
ruiseñores
No veréis el arroyuelo
Que,
apurando su camino,
Corre
alegre y peregrino,
Después
de ver el deshielo,
Si,
libres los pies del suelo,
Salta
al abismo y, valiente,
Deja
volar su corriente
Al
lanzarse en la cascada,
Desde
la roca elevada
Que
cabalga, transparente.
No hallaréis los ruiseñores
Que,
en la callada espesura,
Cantan,
con tierna dulzura,
Su
reclamo y sus amores,
Desde
que ven los albores
Dibujarse
en lo lejano,
Cuando
los valles, el llano,
Los
cordales y la sierra,
Sienten
que vive la tierra
Y
el sol se enciende lozano.
Hoy nos falta la belleza
De
su aliento fatigado,
De
su mirar animado,
Sus
bostezos, su pereza,
Al
dejarnos con tristeza,
Pues
ella, llena de vida,
Como
una aurora encendida
Que
hubiera robado al cielo,
Era
luz, era consuelo,
Rosa
del tiempo vencida.
La
aurora alzó los ojos
La aurora alzó los ojos
Con
un bostezo mágico,
Cruzando
las orillas
Del
mar desconocido,
Y,
entonces recordé aquel sol cobarde
Que
supo ser jinete en sus corceles,
Cuando
las rosas bellas
Morían
en sus manos,
Marchitas
del abrazo de la escarcha.
La aurora alzó los ojos
Con
un bostezo mágico,
Cruzando
las orillas
Del
mar desconocido,
Y,
entonces recordé tu rostro bello,
Llevado
hasta los cielos por el alba,
Que
vino, con apuro,
En
esos días grises
Que
no avanzaron nunca en el camino.
La aurora alzó los ojos
Con
un bostezo mágico,
Cruzando
las orillas
Del
mar desconocido,
Y,
entonces, la maldije por tu ausencia,
Sabiendo
reprocharle las mentiras
Que
arranca el desengaño
De
su ropaje bello,
Tan
claro como el aire que regresa.
Soneto
XXIX
En la constelación de tus mejillas,
Hermoso
carrusel, llama de plata,
Vive
una flor, sonrisa que desata
Tu
espíritu jovial, sus maravillas.
Se suman las estrellas y así brillas
En
esa noche clara, pues, sensata,
Vano
de amor, la luna se dilata
Con
luces apagadas y sencillas.
Y sigue vivaracho tu semblante
Y
prende tu sonrisa cariñosa,
Amable
a cada rato, a cada instante.
Es la constelación que te hace hermosa,
La
noche clara y bella que, incesante,
Mostró
en tu rostro aquella mariposa.
Soneto
XXX
Las noches de los viernes otoñales
Pasábamos
las horas juntamente,
Las
brasas encendidas, llama ardiente,
Dormida
en las cenizas minerales.
El viento acariciaba los cristales
Buscando
el fuego, cuya luz paciente
Asaba
las castañas lentamente,
Detrás
de aquellos viejos ventanales.
La lumbre calentaba las estancias
De
la buhardilla vieja que habitaron
Los
brillos de los guiños de la abuela.
El fuego alzó sus mágicas fragancias,
Virutas
que, al arder, iluminaron
Las
brasas del hollín que, libre, vuela.
El
mar alborotado
El mar alborotado
Dejó
que, ensortijadas,
Corriesen
sus espumas,
Bajo
el color dorado que encendía
La
luz de la alborada silenciosa,
Que
vio el carruaje bello
Que
te arrastró hacia un cielo luminoso,
Y
fueron en mis ojos
Las
lágrimas brotando,
Al
ver el resplandor de la mañana.
La muerte se hizo dueña
De
la sonrisa alegre de tu rostro,
El
oro y la hermosura
Que
ardían, a menudo, en tu retrato,
Alegre
como el fuego
Que,
sobre el horizonte,
El
aire iba poblando de colores,
De
luces encendidas que cerraban
Los
pórticos callados
Del
reino que hacen claro las estrellas.
Por eso, cada día,
Verás
que, emocionado,
Irá
mi pensamiento
Buscando
las caricias de otras veces,
Los
besos encendidos de otro tiempo,
Cuando,
sin apurarse,
Las
horas navegaban los arroyos
Del
aire envejecido
Que
me hallará forzando
Los
remos de una barca hasta encontrarte.
Soneto
XXXI
Un brillo de emoción y de ternura
Enciende
la memoria en las entrañas,
El
mar donde, serena, al fin te bañas,
Si
no es el arroyuelo que murmura.
El cielo azul se llena de dulzura,
Naciendo
el sol detrás de las montañas,
Y,
viva siempre en él, rosas extrañas
Recoges
sobre el viento que se apura.
Si un guiño a tus sonrisas celestiales
Es
poco para hablar de tu belleza,
Mis
lágrimas serán raros cristales.
Tu voz en mis adentros aún bosteza
Con
el amanecer cuyos puñales
Rindieron
hoy tu frágil fortaleza.
Los
palacios del sueño
Para encontrar tu mirada,
Parda
como los castaños,
Cansada
ya de los años,
He
de encontrar la morada,
La
mansión deshabitada
Donde
reposa, tranquilo,
El
viento, cuyo sigilo
No
intentará despertarte,
Temeroso
de rozarte,
Un
viejo guardián en vilo.
Y hallaré allí, silencioso,
Un
palacio que, ya en ruina,
Duerme
la larga rutina
De
su sueño caprichoso,
Donde
el tiempo, perezoso,
Su
curso ve detenido,
Borrando
el dulce sonido
De
la brisa sosegada
Que
dejó, de madrugada,
Su
singladura al olvido.
Y, aunque el viaje será duro,
Hora
es ya de la partida,
Llevándote
de la vida
A
este extraño reino oscuro,
Que
alza en la altura ese muro
De
sombras y de tristeza
Que,
escondiendo la belleza,
Quiere
negar el aliento
De
la luz que fue alimento
Del
sol que se despereza.
Y gozo serán mis brazos
Tomando
de tu cintura
Lo
que tu frágil figura
Espera
de mis abrazos,
Para
desatar los lazos
De
la noche que te encierra,
Siendo
valor en la guerra,
Que,
luchando con empeño,
Quiero
arrancarte del sueño
Que
de la luz te destierra.
Y en las noches del camino
Que
jamás podrán vencerme,
Sabré
luchar, defenderme,
Vencedor
de tu destino,
Cuando,
al ver el sol vecino,
Cure
el dolor de tu herida,
Y
te devuelva la vida
Con
el hechizo de un beso,
Para
emprender el regreso
Del
sueño en que estás dormida.
Soneto
XXXII
Alumbra en su mirar la llama ardiente,
Su
brillo, su color más encendido,
Un
sol que se aventura, decidido,
En
un amanecer resplandeciente.
Y busca una sonrisa que, inocente,
Dejó
volar al aire inadvertido
El
ángel de ternura que, vencido,
Un
astro es ya lejano, aunque luciente.
La luz, el oro, el brillo es aderezo
De
aquel fanal que irradia, luminoso,
Buscando
los amores de su rezo.
Y es dulce aquel suspiro silencioso,
Y
el beso y el sonido del bostezo
Que
ardieron con el tiempo perezoso.
Soneto
XXXIII
La vida se encendía en tus luceros,
Antorchas
de cristal, cuya mirada
Los
vio nacer, corriente alborotada,
De
espumas, de corales y veleros.
La densa oscuridad de los senderos
Sus
pórticos abrió con la alborada,
Dejando
que cruzasen su morada,
Alegres,
relucientes, los overos.
Tus ojos, cuyo brillo luminoso
Lució
la magia bella de su embrujo,
Hablaron
con su fuego más hermoso.
Y un rápido reflejo se produjo
En
tu mirar callado, silencioso,
Tan
bello como el oro en su dibujo.
Soneto
XXXIV
Las luces de un suspiro repentino
Borraron
su sonrisa y su fatiga,
La
cálida expresión que se prodiga
En
un recuerdo dulce y cristalino.
Dejó de ser camino aquel camino
De
acuerdo con la ley que nos obliga,
Y
aquella voz que amaba por amiga
Mezclóse a los inciensos del
destino.
Volando, alma de mar, a la deriva,
Su
espíritu partió a un lugar tranquilo,
Quién
sabe a qué región abandonada.
Partió la noche, lánguida y esquiva,
Cruzando
los pasillos del sigilo
Que
halló la luz mostrando la alborada.
La
yegua soberana
Alzóse irreverente
La
yegua soberana
Que
corre los espacios encendidos,
Lanzándose,
arrojándose a su antojo,
Y,
abriendo paso franco
A
la mañana nueva,
No
halló tus ojos bellos ni tu risa.
Alzóse irreverente
La
yegua soberana
Que
corre los espacios encendidos,
Dejándose
llevar, hija del viento,
Y,
abriendo paso franco
Al
alba dulce y cálida,
No
halló tus ojos bellos ni tu risa.
Alzóse irreverente
La
yegua soberana
Que
corre los espacios encendidos,
Besando
los palacios de la noche
Y,
abriendo paso franco
Al
sol del horizonte,
No
halló tus ojos bellos ni tu risa.
Soneto
XXXV
El cielo despertaba silencioso,
Cansado
de dormir, triste y tranquilo,
Dulce
y feliz, al tiempo que el sigilo
Dejaba
en las estrellas su reposo.
Un verde transparente y luminoso
Brillaba
para el mar, lágrima en vilo,
Luz
sin calor, aurora sin estilo,
Que
halló su sueño siempre perezoso.
Un beso que intentaba despertarla
Rozó
su piel, helada de los montes,
Al
tiempo que asomaba el nuevo día.
Y en ella resbaló cuando, al tocarla,
Lejano
el sol, junto a los horizontes,
Prudente,
se ocultaba todavía.
Soneto
XXXVI
Los labios de la abuela pronunciaron
El
vuelo de su risa, que, ligero,
Lleno
de amor, cruzaba el cielo entero
Que
sus mejillas bellas adornaron.
Las rosas de la aurora despojaron
Su
rayo caprichoso, su lucero,
Las
sombras que tuvieron prisionero
Un
sol de cuyo sueño levantaron.
Un alboroto mágico encontraron
Su
cándido mirar, su voz y el fuero
Escrito
en el cordal que dibujaron.
Al ave quiso libre el halconero
Por
las colinas que en su boca alzaron
Sus
gracias y el cariño más sincero.
Mansiones
del alba
No encontrarás la hermosura
De
los cielos hechizados
Cuando
enseñen sus bordados
Luminosos
en la altura.
No
verás la noche oscura,
Si
en silencio se convierte.
Será
el beso de la muerte
Lo
que sientas a deshora,
Cuando
la luz de la aurora
Sobre
los mares despierte.
No hallarás la luz del día
En
un horizonte hermoso
Cuando
luzca, luminoso,
El
sol en la lejanía.
No
encontrarás la alegría
De
la mañana que nace.
Será
triste el desenlace
Que
traerá la madrugada,
Justo
cuando la alborada
Sus
negras sombras deshace.
Y estarás sola y perdida
Cuando
el hielo te apuñale,
Cuando
la noche te iguale
Y
huya, cobarde, la vida.
Sentirás,
aunque dormida,
Que
se te escapa el aliento.
Y,
callado, el firmamento
Verá
temblar las estrellas
Cuando
sus luces más bellas
Vuelva
en oro ceniciento.
Luego un sol enamorado
Lucirá
con elegancia,
Derramando
su abundancia
Sobre
un mar apaciguado.
Su
luz habrá despertado
Los
más cálidos colores.
Después
vendrán los albores,
Y,
en los cielos, su belleza
Anunciará
la tristeza
Que
mengua sus resplandores.
Y cruzará la mañana
Las
alturas espaciosas,
Haciéndolas
luminosas
Con
su sonrisa lozana.
Y,
agotándose temprana,
Traerá
la nieve su hechizo.
Y
nieve será, y granizo
Que
correrá por el suelo,
Y
mis ojos en el cielo
Un
rayo serán huidizo.
Y buscarán tu ternura,
Preguntándole
a la brisa
Por
tu mágica sonrisa,
Por
tu gracia y tu dulzura.
Y
vendrá la noche oscura
Y
sus sombras apagadas,
Y
no faltarán veladas
Para
buscar en el cielo
Los
colores de tu pelo,
Al
tornar las alboradas.
Déjate pues al sosiego
Y
duerme un sueño tranquilo
Mientras
llega, con sigilo,
La
muerte, su beso ciego.
Ríndete
al sueño que luego
Se
volverá silencioso.
Busca
ese mar en reposo
Donde
no corren las horas
Y,
esperando otras auroras,
Protege
el sueño gozoso.
Soneto
XXXVII
Las horas desnudó con su reflejo,
Las
sombras, las cenizas en la altura,
Abriendo
las cortinas, sombra oscura,
El
brillo de un relámpago bermejo.
Las puertas derribó, mostró el espejo
Luciente
que, bordado de hermosura,
Las
brumas arrancó de la espesura,
Dejando
que corriera el oro viejo.
Rompió la aurora y descubrió la helada
Con
una antorcha ardiente, aquella flecha
Que
ardió dando más luz a la alborada.
Y el sueño derramó la senda estrecha
Que,
abierta al oro, dio la puñalada,
Callando
de la muerte la sospecha.
Soneto
XXXVIII
El tiempo silencioso nos la enseña
Al
lado del fogón, donde, apartada,
Alegre
a veces, otras fatigada,
Solía
colocar la blanca leña.
La suelo recordar siempre risueña,
Más
bella que la luz de la alborada,
Hermosa
como el oro, delicada,
Estrella
de bondad, alma que sueña.
La suya era una casa acogedora,
Humilde
pero digna, aunque, sencilla,
Su
vida no gustara ningún lujo.
También recuerdo, a veces, que la aurora
Solía
iluminarla en la buhardilla
Y
despertar su voz con su dibujo.
Soneto
XXXIX
Mis labios, al rozarla, percibieron
La
escarcha de su piel, hilo de plata,
El
hielo que, en diciembre, se desata
Sobre
los bosques que se adormecieron.
Mis labios, al rozarla, no quisieron,
Huyendo
la ventura tan ingrata,
Saber
que fue puñal la luz que mata,
Si,
al cabo, resignados, comprendieron.
Mis labios, al rozarla, se asustaron
Temiendo
que ya hubiera sucedido,
Sabiéndolo
en la muerte que besaron.
Y fue al rozar aquel ángel dormido
Cuando,
cobardes, necias, lo negaron
Mis
lágrimas, palabra del olvido.
Soneto
XL
Los sueños son secretos misteriosos
Que
nacen como el árbol y marchitan,
Que
corren, que se mueven, que se agitan
En
los salones viejos y espaciosos.
Llegaste a los castillos silenciosos
Del
alma solitaria donde habitan,
Y,
alegres unos, en su alcoba gritan,
Y,
tristes otros, callan perezosos.
Estás junto a los sueños, en mansiones
Extrañas
y es extraña la morada
Y
el polvo sobre sus habitaciones.
Los ves en esa alcoba desolada
Que
llena con su polvo corazones
Cansados
de su voz deshabitada.
Soneto
XLI
Será el recuerdo bello de tus manos
Como
un cristal vencido y tembloroso,
Tu
voz como un bostezo perezoso,
Tus
ojos como un sol, y más lozanos.
Las nieves cubrirán montes y llanos
Cuando
el invierno llegue, silencioso,
Y
copie tu cabello luminoso
Con
tus pinceles suaves y tempranos.
Después se deshará, con el deshielo,
El
fuego que bordó, con alegría,
La
nieve que hizo blancos los follajes.
Será, al llegar el alba, blanco el
cielo
Y
escarcha de la aurora, si es que, fría,
Madruga,
estrella azul, en sus paisajes.
Soneto
XLII
Descansa en ese sueño silencioso
Su
espíritu, su voz y su alegría,
Cubierta
por la nieve, siempre fría,
En
la región del viento quejumbroso.
No mostrará su rostro luminoso,
Esclava
de la noche, aunque podría,
En
el desierto gris, la luz del día,
Por
no turbar su sueño, su reposo.
Podrán regar las flores encendidas
Las
lágrimas que brotan de mi pena,
Besando
el blanco mármol de los sueños.
Descansan hoy sus horas encendidas,
A
veces lirio, a veces azucena,
Oyendo
allá mis versos halagüeños.
Soneto
XLIII
Quisiera, aunque fugaz, alzar un beso
Al
cielo en que levantas la morada,
Y
verte, estrella azul, de madrugada,
Junto
a un amanecer claro y travieso.
El tiempo retener, tenerlo preso
En
la mansión que prende la alborada,
Será
sólo ilusión desengañada
Del
llanto y del dolor que te confieso.
El alma, deshaciéndose la vida,
Pretende
ir hacia ti para adorarte
Donde
la luz se esconde dolorida.
Mis manos no podrán acariciarte
Junto
a la sombra negra que, escondida,
Negar
pudo el derecho de besarte.
Soneto
XLIV
No fue justa la vida con el brillo
Luciente
de sus ojos y su risa,
Su
voz, llevada al aire por la brisa,
Su
frente, verso bello, alto castillo.
El suyo era el semblante más sencillo,
Humilde
como el alba que, imprecisa,
Alumbra,
estrella triste, en la cornisa
Donde,
al ocaso, el vuelo alzó el autillo.
Las lluvias son torrentes sobre el prado
Y,
lento, se oye un eco silencioso:
La
noche del Erebo se ha cerrado.
No fue justa la vida con su hermoso
Semblante,
ayer alegre y animado,
Al
regalar sus horas al reposo.
Soneto
XLV
Luchando contra el viento y el granizo,
Relámpago
de luz a la alborada,
Brotaba
en el jardín de tu mirada,
Risueño,
como siempre, aquel hechizo.
La luz de aquel crepúsculo rojizo
Ardió
sobre los campos y, callada,
La
noche llegó, triste y apagada,
Y
el blanco de los cielos se deshizo.
Después de derrotar la lluvia fría,
Abriendo
las cortinas la andadura,
Tu
risa se hizo brillo de alegría.
Y un ángel coronó con su hermosura
La
llama juvenil que se encendía,
Bebiendo
la emoción de tu ternura.
2005
© José Ramón Muñiz Álvarez
“Las
campanas de la muerte”
Primera
parte: "Los arqueros del alba"
Todos
los derechos reservados por el autor.
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