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Mientras
caminaba por la inmensa ciudad desconocida tenía en mente una dirección soñada;
sin referencia de sitio o de placa numérica, “es un almacén de artesanías con
todo lo que usted quiera comprar para llevar de recuerdo cuando regrese a su
tierra”, me dijeron en varias oportunidades cuando pregunté por este rincón
imaginado. Bueno, los sueños muchas veces pueden volverse realidades, pensé y
continué mi peregrinar por las calles laberínticas desconocidas en busca de un
oasis que podía no existir sino en mi cabeza. Varias
personas que se cruzaron conmigo sonrieron al notar que iba hablando solo; en
realidad no hablaba, cantaba canciones de José Alfredo, de Javier y de Pedro,
tres de los grandes. Melodías y letras que desde la cuna se grabaron en mi
mente y que ahora repetía al caminar por la metrópoli más grande del planeta.
Decenas de manos se extendieron a mi paso para mendigar una moneda; mujeres con
niños en brazos trataron de conseguir mi caridad; niños con ancestro indígena
marcado en sus rasgos me ofrecieron guiarme a donde quisiera ir, sin límites de
apetencias: “Gringo –dijeron confundidos por mi cabello claro- ¿tú querer ganya?, nosotros llevarte, ¿querer fuqui-
fuqui?, jajaja, nosotros saber dónde encontrar
viejas…; hombres jóvenes con una cara indudable de drogadictos y vendedores de
droga al menudeo, me secreteaban cosas al oído, no les entendí las palabras
pero si las intenciones. Aquí y allá, en diferentes manos se quedaron todas las
monedas que llevaba en el bolsillo. Observé
por milésima vez la foto de la tienda que había llegado a mi correo, sin
ninguna seña particular; sólo decía en alguna parte ARTESANIAS y nada más; pero
se adivinaba una variedad extraordinaria de artículos típicos manufacturados: tejidos,
cerámicas, pirograbados, adornos, móviles, muñecos de felpa y de los otros,
reproducciones de cuadros famosos y pinturas de artistas locales, imágenes de
muchos santos y destacándose sobre todo el conjunto abigarrado la imagen de
Nuestra Señora de Guadalupe. Cuando
el diablo quiere perder a su víctima se encarga de mandarle íncubos o súcubos
para despertarle los bajos instintos. Pero cuando Dios, o como se llame el
Poder Supremo de uno, quiere salvarlo, se las ingenia para llevarlo a su
destino. En una de tantas plazas encontré un niño tocando violín como los
ángeles; valía la pena escucharlo y, por supuesto, lo hice. Estaba
interpretando uno de los caprichos de Paganini con una facilidad increíble para
sus escasos años y la dificultad técnica de la pieza. Al terminar pasó una
gorra de beisbolista donde cayeron algunas monedas de su improvisado público.
Como había regalado ya todas las monedas que llevaba conmigo eché un billete de
cinco dólares, el de más baja denominación que llevaba conmigo en ese momento.
El chamaco me miró con los ojos abiertos y, también confundido, me dijo:
“míster, no tengo para darle cambio”. A
pesar de su negativa para aceptar la invitación de un extraño nos sentamos a
tomar gaseosa y me contó sus sueños de volar. Lo que hacía era a escondidas de
sus padres para reunir dinero y viajar a Europa a estudiar en uno de los
grandes y famosos conservatorios del Viejo Continente. Charla que va y
confidencia que viene, resulté preguntándole por la tiendita que buscaba. Me
miró con los ojos agrandados por el asombro porque precisamente era la tiendita
de su madre quien, a propósito, debía estar desesperada por su tardanza. Ya me
consideraba su amigo y caminamos unas diez calles hasta el local que tenía yo
como destino. No
tenía necesidad de entrar. Desde la entrada supe que su interior era idéntico a
la imagen mental, más clara que la foto; cada figura, cada cuadro, cada muñeco,
cada imagen estaba colocada en el sitio y en la posición que yo le había
asignado en la imaginación. La dueña no estaba pero
una anciana muy bella, de cabellos blancos y manos de seda me atendió como sólo
una madre puede hacerlo. Después de empacar mi compra me regaló una hojita de
papel con un poema. “Es el recuerdo de esta tiendita”, me dijo. Cada persona
que entra, aunque no compre, se lleva un poema de mi hija y, todos vuelven. A
solas leí y releí el poema; era un soneto y no sé porqué,
me pareció que algo de mi estaba reflejado en esos versos. La autora no me
conocía, nada sabía de mí. Pero después de la coincidencia afortunada de
encontrar al niño cómo no iba a creer en otras coincidencias tan afortunadas.
Claro que volví varias veces mientras permanecí en el país azteca y cada visita
era premiado con un poema. Sólo me queda un pesar en el alma; viajé de regreso
a mi país sin conocer a la poetisa. Por esas cosas del destino que me hicieron
encontrar la tiendita, que bauticé “de los versos” también el mismo hado me
impidió conocer a esta dama que escribía cosas tan bellas para regalar a los
afortunados visitantes de su almacén. Ahora, en la distancia, sólo me queda
agradecerle esas diez páginas que conservo y desear a su niño que cumpla sus
sueños de convertirse en un virtuoso del violín. |
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