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En otro artículo hablé de la música como una máquina del tiempo que nos
transporta a lugares y situaciones vividas en un pasado cercano o remoto; hace
unos días el olor de una comida me hizo entrar al restaurante y comer lo que había
estimulado las papilas del gusto y me remonté, en pensamiento, a varios lugares
de mi infancia lejana, mi juventud y mi edad adulta.
Así como cambian las personas y los lugares, también cambian los sabores.
Hay sabores que ya no existen y otros nuevos logrados con salsas y sustancias
extranjeras inexistentes en el pasado. Los productos agrícolas eran regados con
agua relativamente limpia, ahora, en muchas partes, las huertas se riegan con
aguas negras (por ejemplo, en las granjas vecinas del río Bogotá); pero hay
muchos pueblos que toman el agua para sus sementeras directamente del río o
quebrada que bajan de las montañas sin contaminar y, por supuesto, el sabor de
estas verduras y productos de la tierra es diferente, así como era en el
pasado.
Cuando en la mayoría de las casas había estufas de carbón y de leña, con
parrillas de hierro para asar la carne, el sabor que dejaban estos alimentos no
tiene nada que ver con lo que se prepara hoy en día en estufas de gas o
eléctricas.
Y ni se diga lo que se cocinaba en ollas de barro en fogones de tres
piedras alimentados con leña traída directamente del campo por leñadores que
pasaban por las calles ofreciendo esos atados de ramas secas. El chocolate, las
arepas, los cocidos, las sopas y, en general todo, tenía un sabor particular
que ya no se consigue en ninguna parte… bueno, si, en algunos hogares
campesinos que siguen con la tradición y preparan esas gallinas de campo que al
abrirlas tienen cuatro o cinco huevos, que sus huesos son duros de roer y su
carne de un tono rosado muy diferente de las blancuras de las aves criadas en
galpón con nutrientes de fábrica. Estas aves de campo, que por fortuna todavía
existen, se alimentan de lo que encuentran escarbando, mas
el maíz que les regalan sus dueños, y los huevos ni se diga, decir huevos de
campo es nombrar un regalo de la naturaleza con mucho sabor.
Recuerdo el sabor de las frutas que robábamos en los huertos ajenos y que
sabían más sabroso que las de nuestra propia casa. No es que el tiempo pasado
sea mejor, es que todo cambia y no siempre para mejorar. Muchas delicias han
desaparecido y ahora se encuentran otros sabores deliciosos, pero con olor
extranjero. El pan de antes, amasado a pura mano y con mucho amor sabia como a
hogar y a ma. dre. Lo digo por mis tías abuelas que
dejaron cátedra de buenos productos de panadería en Chipaque, Cundinamarca:
bizcochuelo, torta de leche, almojábanas, pandeyucas y otras delicias.
En las tiendas y sin mucha higiene, colgaban salchichones, chorizos, génovas y bofe, este último pariente pobre de lo que hoy
llaman charcutería y era simplemente el pulmón de las reses cortado en
rebanadas y puesto a secar con sal, no había negocio de venta de cerveza y
trago sin el respectivo bofe, manjar predilecto de los borrachos; nunca me gustó
porque pensaba, y aun lo hago, que por las noches los ratones, cucarachas y
otros bichos lo mordían y hasta se meaban encima, pero nunca se supo de nadie
que muriera por consumirlo.
Para terminar quiero nombrar la fritanga, en
especial la de algunos pueblos de Cundinamarca como Chipaque y Cáqueza que aun
sobrevive con toda la tradición. Eso si era fritanga, sabrosa, abundante y
barata. No sigo porque me dio hambre. Los invito a consumir platos del pasado
como ajiaco, mazamorra, mute, cocido boyacense, pepitoria, mondongo y otros que
se me fueron de la memoria. |
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