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Un personaje que llenó de fantasías a
millones de niños y adolescentes en América latina se llamó Santo, “El
enmascarado de plata”;
mejicano por más señas; hijo legítimo de la
imaginación de José G. Cruz. Todos los seguidores de este enigmático luchador vivíamos
convencidos de que este último nombre correspondía al luchador y nos
enfrascábamos en discusiones interminables para dilucidar el significado de la
G mayúscula entre el José y el Cruz.
Cuando descubrimos el significado una
pequeña desilusión empaño por una temporada nuestros sueños. Guadalupe, ¡Qué
clase de nombre era ese para un machote como el Santo! Ese Era nombre de una
Virgen, no de un héroe.
Santo, “El enmascarado de plata”, cuantas
horas diurnas y nocturnas de nuestras vidas llenó con sus hazañas, el luchador
invencible, adalid de los pobres y de los humildes, que en muchas aventuras se
enfrentó a las fuerzas oscuras de ultratumba y siempre resultó vencedor. Es que
la imaginación de don Guadalupe llevó a su personaje por todas las regiones del
planeta tierra, al espacio exterior y a los planos astrales de ultratumba y el
más allá. Se adivina en el escritor una pasión voraz por la Divina Comedia de
Dante porque por allí anduvo el héroe, realizando el mismo recorrido del poeta
y enfrentando en el infierno a todos los demonios salidos de la pluma del gran
poeta italiano. Recorrió todos los círculos infernales, visitó el purgatorio y
llegó hasta el cielo donde los esperaba su eterna amada KIRA, una especie de
hada milagrosa que tenía poder sobre la vida y la muerte y que, en varias
ocasiones, resucitó a su amado para que continuara haciendo el bien en este
mundo. Ella había muerto y su espíritu se aparecía al luchador cuando sus
fuerzas físicas, mentales o morales declinaban y estaba a punto de morir o de
darse por vencido. Es más, si mis recuerdos no fallan en una oportunidad lo
resucitó; el alma de Santo había salido de su cuerpo y se elevaba al reino de
los cielos, la morada natural de los santos, cuando aparece KIRA y lo regresa a
su cuerpo mortal, con la promesa de reencontrarse en el paraíso, ¡Qué tal!
Santo luchó y venció a todos los villanos
creados por la inteligencia humana: la criatura de Frankenstein, El conde
Drácula, El hombre lobo, El monje loco, La llorona, El jinete sin cabeza, en una
lista inagotable de hazañas sin precedentes que nos hacían vivir sus proezas y,
sin proponérselo, nos metían en la Literatura Universal, de la manera más
chambona, si ustedes lo creen, pero no había niño que desconociera
los principales personajes de la mitología y la literatura fantástica y la
ciencia ficción, según don José G Cruz.
Al principio sus aventuras venían en un
pequeño libro mensual, totalmente ilustrado con fotografías en sepia que hacían
las historias más dramáticas, en realidad eran una historieta que, en lugar de
dibujos tenía fotos y fotomontajes. Cada tomo de unas 120 páginas, nos llevaba
a los límites de la emoción y el pánico y, cuando el caso se iba a resolver…
aparecía la palabra continuará. Como la publicación era mensual, pueden imaginarse
la tortura de nuestras mentes de doce años durante un mes. Si alguno de
nuestros padres no subía a la capital, todos nos jodíamos. El más afortunado
era yo; mi padre no vivía con nosotros y venía cuando el complejo de culpa lo
acosaba y llegaba cargado de regalos para todos y de amor para mi madre. A mí
siempre me traía libros infantiles, comics y revistas, pero, todas pasaban a
segundo lugar cuando vislumbraba en el paquete el libro de Santo, El
enmascarado de plata.
A mí me salvó Santo de la soledad de niño.
Tímido y enfermo, eso hacía de mí un infante poco agradable para los otros de
mi edad; me soportaban porque yo tenía la más grande colección de cuentos y
revistas infantiles con esos héroes que hoy el cine y la TV se han encargado de
magnificar pero, sobre todos estaba nuestro luchador mejicano, más querido por
nosotros porque estaba más cercano a nuestra idiosincrasia; Superman, Tarzán,
El llanero Solitario, El Charrito de Oro, Flash, Aquaman… quedaban relegados a
otro día, después de leer y releer el tomo del mes.
Por lo menos en mi pueblo Santo era nuestro
héroe sin discusión. Venía en los tomos mensuales, en revistas de ese tipo
comic (También con fotomontajes) que también terminaban con la consabida continuará,
pero lo que más lo agrandaba en nuestras mentes era que existía en carne y
hueso. Supimos que era un luchador mejicano, campeón del mundo en su categoría,
invicto; pues claro, dijimos, ¿quién puede derrotar a Santo? Muy bobos si
piensan que existe alguien que le pueda ganar, decíamos. Y si a todo esto se
agregan las decenas de películas que filmó, el cuadro de idolatría queda
completo. No me consta; pero hubo chicos de mi edad que comentaron que, en su
casa, al lado de todos los santos del altar familiar, reposaba una foto de El
enmascarado de plata; quien sabe, nunca lo vi, pero estoy seguro que en más de
una casa le rezaban… por si acaso. Mi abuela, tan rezandera, le tenía bronca a
ese empelotado que parecía un demonio. Cuando anunciaban la presentación de
Santo en las ciudades más importantes del país se alborotaba todo el mundo, y
no era para menos, venía el ídolo de multitudes. Nuestros luchadores se
contentaban con presentaciones en coliseos de barriada y teatros de pueblo; El
enmascarado de plata llenaba la Plaza de toros La Santamaría y con eso le digo
todo; más o menos doce mil fanáticos llenaban este escenario todos los días que
se presentara el Santo, sin contar los que se quedaban en las afueras del
coliseo y los miles (en esa época no abundaban los radio-transmisores) que
escuchaban las incidencias de las diferentes peleas y resultaban trenzados en
llaves y contra llaves con sus compañeros de audiencia. Es que no
todos sabían de lucha libre y los neófitos que cometían el error de preguntar
acerca de la doble Nelson, la quebradora, el martillo, la patada voladora y
otras maravillas que pronunciaban los locutores en vivo y en directo recibían
una lección práctica de los conocedores y terminaban magullados en el piso.
El clímax llegaba y todos los radioescuchas
conteníamos la respiración… la pelea estaba pactada máscara contra máscara y el
Médico asesino tenía dominado al Santo con un trinquete triple contra la lona
del ring o amarrado entre las cuerdas o semi inconsciente en el piso mientras
el réferi contaba los fatídicos tres segundos golpeando el piso con la palma de
la mano, en el último nano segundo el Santo se desenredaba o revivía y golpeaba
al enemigo de turno mientras el público presente y el ausente estallaba en
gritos de alegría y aplausos; en algunos pueblos como el mío, los más
afiebrados por la lucha echaban al aire cohetes de carnaval que llenaban la
noche de estrellas fugaces y si el cura no estaba el sacristán, reconocido
aficionado a la lucha libre, repicaba las campanas despertando a los no
aficionados a este “deporte”. Es que este asunto de la máscara fue una
incógnita que jamás supe como terminó. Todo el mundo, y cuando digo todo el
mundo es literal, quería conocer el rostro del invencible Santo, el defensor de
los pobres, de los humildes, de las mujeres indefensas y de la religión
católica. Cuando dejé de leer sus aventuras seguía siendo un misterio.
Santo fue el mayor promotor de la devoción
a la Virgen de Guadalupe, la patrona de México y de América, cada vez que se
veía en una encrucijada sin salida aparente se encomendaba a Nuestra Señora y
Kira reforzaba su devoción, por supuesto, entre ambas sacaban al luchador de
los peores contratiempos, hasta del infierno de La Divina Comedia de Dante
Alighieri. Nuestra Señora de Guadalupe jamás le falló… y Kira tampoco, así
quien no podía ser héroe, pensaba yo, pero no lo decía porque una vez que se me
escapó, la cabeza no me alcanzó para tantos coscorrones. Kira era la amada de
Santa, su amada inmortal, aparecía y desaparecía esporádicamente en los tomos
mensuales. En las revistas semanales no aparecía (que yo recuerde) y en las
películas nunca; en las luchas de verdad no creo que le iluminara las llaves
que debía aplicar a sus contrarios. La Virgen y Kira, nunca supimos si El
enmascarado de plata tenía madre terrenal; el padre fue José G. Cruz y la mamá
la cabeza de este (supongo) porque nunca se preocupó por darle una familia o
afectos terrenales, a pesar que mujer que salvaba, dama que se le derretía en
los brazos y Santo la rechazaba caballerosamente.
Si el personaje fuera actual, ya le habrían
inventado una homosexualidad galopante y varios amantes gays pero en la época
nuestras mentes no daban para tanto y las señoras con maridos infieles lo
ponían como ejemplo de fidelidad y lealtad más allá de la muerte. Había un problema
que planteó sin querer el señor José G. Cruz: las aventuras que se
desarrollaban en los tomos no corrían paralelas a las de las revistas semanales
y menos con las películas; entonces, en las mentalidades pueblerinas (que por
esos años 50s y 60s eran las de todos los habitantes del continente, con todo
respeto), no cabía una explicación lógica. ¿Cómo iba a estar Santo luchando
contra el Hombre lobo en el tomo del mes, contra mafiosos mejicanos en las
revistas, y voleando patada y puño en las arenas de América, todo al mismo
tiempo? Aparecieron entonces varias hipótesis para explicar esa ubicuidad: que
el luchador más famoso de esa época tenía varios dobles idénticos a él, que en
realidad eran trillizos idénticos, que uno era el luchador y otro el héroe… es
que nos costaba separar la realidad de la ficción.
Hay que reconocerle al creador de Santo la
capacidad súper creativa; El enmascarado de plata recorrió todos los caminos de
la historia y la literatura, José G. Cruz lo metió por todos los laberintos
posibles; lo recuerdo en Egipto en la época de la construcción de las
pirámides, en la Revolución Francesa, La revolución Mexicana; con
hombres prehistóricos luchando contra dinosaurios (un anacronismo que ha hecho
carrera, no solo con este escritor sino en cine y series de TV), acompañando a
Ulises en la Odisea, peleando en el Circo Romano durante el reinado de Nerón,
en todos los conflictos bélicos de importancia. Pero también, y no me cansaré
de recordarlo, metido en la Divina Comedia, Los tres Mosqueteros, Frankenstein,
Drácula y cuanta historia fantástica escribieron los escritores del mundo sobre
temas fantásticos: José G. Cruz metió a su enmascarado en los libros de Julio
Verne, H. G. Wells y otros menos conocidos; con toda la colección de villanos
de la realidad y la literatura: traficantes, ladrones, falsificadores, tahúres,
estafadores, en fin, toda la fauna delincuencial.
Por si todo lo anterior fuera insuficiente
Santo, El enmascarado de plata era el campeón indiscutible de lucha libre en su
categoría (los niños no sabíamos de categorías, estábamos convencidos que Santo
le podía dar en la jeta a todos los luchadores del planeta), recorrió invicto
los ring de todos los países de habla hispana, apostaba su máscara contra otra
máscara, contra el pelo o la barba de su contendor, por el cinturón de su
categoría, solo o en compañía, siempre triunfante y creciendo cada día en
nuestras mentes que lo endiosaron. ¿Hasta dónde es verdad lo de sus triunfos
como luchador? tal vez en la misma medida en que es realidad la lucha libre,
una farsa bien orquestada. Pero eso no nubla su recuerdo en la mente de los
millones de personas que fuimos sus admiradores en esa época dorada. Lo más
curioso de esta remembranza es que no me gusta la lucha libre, menos los
luchadores, esos torneos que pasan ahora por TV no me motivan.
Yo fui aficionado a Santo, el enmascarado
de plata; veía películas de lucha libre sólo porque actuaba Santo, escuchaba
relatos en directo de peleas en diferentes coliseos de mi país porque luchaba
Santo, por nada más. Con Dios y el demonio, Santo forma una trilogía en mis
recuerdos infantiles inolvidables. |
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