|
|
1* 1 En el principio era el Verbo,
y
el verbo estaba con Dios,
y
el verbo era Dios.
2 Él estaba con Dios en el principio.
3 Por el verbo se hizo todo
y
nada llegó a ser sin él.
(San Juan 1, 1-3)
"Fe es creer lo que no vemos porque
Dios lo ha revelado" (Catecismo del Padre Gaspar Astete)
LA INFANCIA Y LA ESCUELA PRIMARIA
"In ilo tempore dicere
Jesu at discipuli sui..."
"En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos..."
escuchaba todos los días durante la Santa misa; no me era permitido denominarla
en otra forma, como la nombraban otros: la misa y, a mis nueve años, no tenía
el ánimo o el valor necesario para contradecir a los adultos. A decir todo con
la verdad me acostumbraron desde la cuna, a pesar de que con una frecuencia
sospechosa descubría a los adultos incurrir en la mentira. Los valores morales
que me han acompañado durante mi ciclo vital fueron inyectados gota a gota.
Primero en el hogar, segundo en el kínder y mis tres años como acólito de la
iglesia de Chipaque, Cundinamarca, República de Colombia, todo el tiempo de la
enseñanza primaria y, tercero, durante los seis años de internado en Zipaquirá,
el mismo departamento y la misma república.
Dios me fue inoculado con la fuerza de la Verdad
Total y la idea me ha bullido en la cabeza toda la vida con infinidad de
interrogantes, a los cuales he tratado de encontrar respuesta por todos los
medios que me ha dado la educación, la cultura, la tecnología y la ciencia.
Sólo la Fe me da una respuesta total pero no me basta. Las inquietudes
permanecen en mi cerebro, después de cincuenta y ocho años que estoy a punto de
cumplir; este es un escrito parecido a un examen de conciencia, un inventario,
una recopilación o lo que se quiera, que un ser humano normal, aproximadamente
normal, hace para ponerse en paz consigo mismo. Es una declaración de
inconformidad por la manera que tienen los adultos de inducir a los niños en
una religión que traen de sus ancestros y que, esperan confiados, sus hijos
transmitan a sus hijos y así sucesivamente, hasta el fin de los siglos, amén.
En largas horas con mi adorable tía Ricarcinda
Ángel escuché la lectura de muchos pasajes de la Sagrada Biblia (También con
mayúsculas y respeto); en realidad, aquellos relatos sagrados que se le
permitían a los menores. Recuerdo que, en los tableros de la entrada del
templo, en mis épocas de acólito de la parroquia Nuestra señora de Fátima,
aparecían unas listas bajo el título de INDEX y eran los libros prohibidos por
la santa Iglesia Católica Apostólica y Romana, "so pena de excomunión para
el contraventor"; para mí esa última palabra me sonaba a inventor y
durante todo el tiempo de la prohibición leí algunos de los libros que aparecían
ahí. La Biblia estaba entre los primeros y mi tía “Rica" en su bondad no
supo explicarme que una de las razones era la alusión al apareamiento porque en
esos años el peor pecado que podía cometer un católico era contra el quinto
mandamiento "No fornicarás". A propósito, en el colegio buscábamos
afanosamente esta y otras palabras como culo, ano, vagina, coito, mierda, etc.
que escuchábamos en algunas conversaciones misteriosas de los adultos y no las
encontrábamos y es que los diccionarios escolares eran editados por una
editorial manejada por sacerdotes y el corrector de pruebas eliminaba antes de
la edición todas las palabras que aludieran directa o indirectamente al sexo.
¿Preguntarle a una persona mayor? Ni en sueños, porque la respuesta podía ser
una bofetada o un coscorrón.
La editorial católica, a cambio, editó un
librito que fue de mis preferidos en los largos y dolorosos años de infancia:
"Cien lecciones de historia sagrada". En este se narraban cien
episodios bíblicos en forma amena y entretenida de manera que mi primer
superhéroe fue Sansón y por derecha admiré al rey David, al sabio rey Salomón,
a Daniel en el foso de los leones, a Gedeón y otros personajes bíblicos. Soñé
con el diluvio universal y el paraíso sin serpiente y sin enfermedades; esto me
atraía sobremanera, a mí que era un niño con todas las enfermedades. Esto no me
lo leía la tía; aprendí a leer a los tres años ayudado por ella y por otra tía,
Graciela, a quien encontré casi cincuenta años después sola y amargada en una
soledad sin hombre tal vez por obedecer el quinto mandamiento. Mi tía abuela
leía los Salmos, los Proverbios, el Eclesiástico y el Eclesiastés y yo pensaba:
"estos libros se parecen a la Urbanidad de Carreño porque dan y dan y dan
consejos y órdenes de lo que no se
debe hacer... "a escondidas yo abría la Biblia para descubrir el porqué
estaba en el INDEX y no hallaba nada extraño; me daba curiosidad eso de que
todos los varones del libro sagrado conocen a sus mujeres y pensaba "pues
claro, si no las conocieran no se habían casado" y reía y encontraba que
Agar parió a Ismael y que tal parió a tal y vaya al diccionario y nada de
parir. Pero esto de conocer y parir no justificaba el veto a la lectura.
Debido al asma yo no podía jugar y compartir con
los niños normales porque me daba el ataque y si no estaba un adulto que me
auxiliara podía morir de asfixia, de manera que me volví un niño solitario que
encontró compañía en los libros de lo que fuera. Mi tía abuela
"Rica", Graciela y mi madre compraron una obra maravillosa que llenó
casi todos los espacios de mi infancia: "El tesoro de la juventud";
en sus veinte tomos creí encontrar las respuestas a mis interrogantes y, en vez
de resolverlos me agrandaron las dudas. En el tesoro encontré una sección de
libros célebres donde encontré, entre muchos: "El conde de
Montecristo", de Alejandro Dumas; "Los miserables", de Víctor
Hugo; "Los tres mosqueteros" y otros que ocupaban puestos destacados
en el listado de los prohibidos. El amor a los libros me hacía blasfemar:
"Si por leer estos libros maravillosos me excomulgan y me echan del seno
de la Iglesia, pues me voy para el infierno". Esto no pasó del pensamiento
porque hubiera ocasionado un terremoto en mi familia, pero me dejó sembrada la
semillita de la duda y, cuando pude, en mis años de juventud, leí las ediciones
completas de la mayoría de los libros y autores censurados por la iglesia
convirtiéndome en un incrédulo convencional. Dependía donde, cuando y con
quienes estuviera me convertía en creyente, escéptico, agnóstico, ateo, libre
pensador o lo que fuera y me reía internamente de mis interlocutores.
Continuará… |
|
|