Dios y yo (2)
Edgar Tarazona Angel


Hasta los nueve años leí los veinte tomos de "El tesoro de la juventud" con avidez. Me agradaban en especial las secciones: "Narraciones interesantes", "Los libros célebres", "Hombres y mujeres que hicieron historia", "Juegos y pasatiempos", El libro de la poesía", y "Los dos grandes reinos de la naturaleza". Las demás secciones me atraían sin apasionarme. Además, mi padre, cada vez que bajaba al pueblo desde la capital, me llevaba revistas de historietas y ediciones resumidas de "Las mil y una noches" que me hicieron volar por los cielos de los escritores célebres y los superhéroes del momento. Después de Sansón llegaron los ficticios que trascendieron hasta este siglo XXI: Superman, Batman, Marvila, Aquaman, Flecha verde, Linterna verde. Otros no sobrevivieron, pero quedaron arraigados en mi memoria: Tarzan, Atom, Santo, el enmascarado de plata, Tomajauk, y todos los vaqueros que, no sólo estuvieron en los cuadernillos mensuales, sino que llegaron a la pantalla con sus disparos y puñetazos en los saloons del oeste norteamericano. Para mí eran un regalo de Dios, del cual oía hablar todos los días y, por tradición debía creer en Él, ese Señor Dios era mi amigo y todas las cosas buenas que me ocurrían venían de sus divinas manos. Pero, me preguntaba: ¿El asma y todas mis dolencias de donde salen?, preguntaba y nadie me daba una respuesta que me convenciera.

 

Me agradaban los libros de Alejandro Dumas, y en mi mente de niño me martirizaba una inquietud: este hombre recibió la inteligencia de Dios para escribir obras tan interesantes, ¿ Porqué la iglesia prohíbe la lectura de unas obras de un hijo de Dios? Y leí: "Los tres mosqueteros", "Veinte años después", "El vizconde de Bragelone", "La mano del muerto", "El terror prusiano", "Los cuarenta y cinco", la interesantísima "El conde de Montecristo" y no encontré nada que justificara la prohibición; aun sigue siendo uno de mis pecados favoritos. Entonces me pasé a Julio Verne y lo leí con apetito voraz; no tenia el encanto del veto que acompañaba a su paisano francés, pero era extraordinario. Siempre a escondidas leí los tomos de Santo, "El enmascarado de plata", que salían cada mes y que me llevaba mi padre, hasta que mi madre descubrió que estaban en la lista del anatema y corrió la voz a todas las madres del pueblo; esto hizo que su lectura se volviera la más atractiva para niños y púberes, tenía el encanto de lo vedado.

 

A los siete años me prepararon para mi primera comunión y acepté el sacramento con el corazón fervoroso, pero, como anterior a este está el de la confesión, yo temblaba pensando como le diría al sacerdote que por mi vista habían transcurrido miles de renglones de novelas vedadas por la iglesia para los fieles católicos. Me consolaba pensando que como no tenía sobre mi alma el sacramento de la comunión, por tanto, no me podían excomulgar. El sacerdote, (Que también era rector del colegio parroquial San Pío X), confesó por orden alfabético. Para mi fortuna, cuando llegó a la letra T de mi apellido, estaba amodorrado y somnoliento, de manera que escuchó entre sueños mis pecados, eso sumado a que los dije en voz susurrante, pues, creo, a lo mejor no comprendió la grandiosidad de mis faltas, me condenó a rezar un padrenuestro y cinco avemarías y me echó la bendición del perdón. La tradición religiosa de mi familia pesaba demasiado en mi alma, de manera que dejé muchos meses sin leer a los excomulgados y me remordía la conciencia pensando que había engañado al sacerdote al no manifestar mis faltas como debía. Estos complejos de culpa me acompañaron en el transcurrir de mi existencia como cuatro décadas.

 

De pronto apareció en mi universo de lecturas el peor de todos los escritores vetados: José María Vargas Vila, llamado "El Divino"; el villano número uno de la lista. En algunos casos vetaban unas obras, pero permitían la lectura de otras; en el caso de Vargas Vila toda su obra estaba estigmatizada, toda. Eso la hizo más atractiva para mí y toda la caterva de muchachos ávidos de emociones, porque no era solamente la lectura de las obras sino el peligro de que a uno lo descubrieran leyendo o le encontraran uno de los libros difamados debajo del colchón u otro escondrijo. Con este escritor si deduje con facilidad la causa de su anatema; en todos sus libros maltrata a los curas, las monjas, los lugares sagrados y todo lo que tenga la mínima relación con la Santa Madre Iglesia. Lo leíamos temblando al pensar en los castigos. Agreguemos el ingrediente erótico, anulado de nuestras vidas, eso lo hacía más odioso y odiado. Nos hacían crecer en un mundo asexuado en el cual cualquier referencia a los órganos sexuales y a lo que se podía hacer con ellos era motivo de castigos, por lo general crueles, para que no volviera a ocurrir. A pesar de los miedos los lectores soterrados, que no éramos muchos ("Cotorra, mis primos Oscar y Miguel y dos o tres que se quedaron en la lejanía, intercambiábamos los libros manoseados y comentarios sobre ellos: Laura o las violetas, Ibis, Los césares de la decadencia, Flor del fango... etc.

 

Mi abuelita, ese recuerdo tierno que llevo en la memoria, era una señora de origen campesino sin maldad en el corazón, que se encontró en algún recoveco del camino de la vida a mi abuelo, el hombre la engatusó, le hizo un muchacho y levantó vuelo; después regresó sobre sus pasos para darle el apellido y jamás convivió con ella. La viejita me amaba con amor desbordado y me llenaba la cabeza de miedos; a los muertos, a los aparecidos, a los fantasmas y endriagos que habían sido su educación cuando niña allá en su campo natal. Me los transmitió completitos, sin faltar una coma. A mi padre jamás pudo convencerlo de nada, de manera que lo hizo conmigo, su primer nieto. La abuela tenía un altar con todos los santos que lograba reunir y gastaba en velas y veladoras los pocos centavos que lograba reunir; a veces algo quedaba para mí. Me convencí desde los tres o cuatro años de que Dios no podía ser un solo ser porque el Ser Supremo de mi tía Ricarcinda era bueno, amable, maravilloso, bondadoso y con todas las cualidades llevadas más allá de los limites humanos. El Dios de mi abuelita era un revuelto bastante raro donde se reunían la bondad con la ira, el amor con la venganza, el ayuno con la gula y todo por el estilo. Mi nana me narraba unas historias con bandoleros que luchaban por un Dios criminal que los mandaba a matar liberales en los campos de batalla y eran godos, pero pensaba yo, mi tía Rica y mi madre son conservadoras buenas y mi abuela desbarataba mis raciocinios diciendo que los malos eran los godos, y mi madre era conservadora. En mi pueblo godos y conservadores eran lo mismo; liberales y cachiporros significaban igual. O sea, ¿Cada partido político tenía su propio Dios? Si esto era cierto, entonces un dios era bueno y el otro malo y me quedaba temblando pensando a cual de los dos unirme si las mujeres que me cuidaban y remediaban mis malestares tenían sus propios dioses.

 

También los hombres tenían sus propias ideas acerca de la divinidad que me llenaban de inquietudes: ¿Porqué, si el dios de los conservadores era uno y el de los liberales otro, las mujeres y los varones de cada bando no se parecían en las prácticas de sus creencias? Me explico, en las ceremonias religiosas las mujeres y los niños asistían devotamente y participaban según su devoción, mientras, los hombres se quedaban en el atrio del templo charlando, fumando, echando chistes y quemando el tiempo menos en comunicarse con Dios; si el ser supremo era el mismo ¿Porqué las actitudes de unos y otras eran tan distintas? Bueno, y en época de conflictos políticos los liberales no eran bien recibidos en ningún templo, es más, yo escuchaba hablar de los liberales masones y ateos y quedaba más loco que antes. Mi padre era liberal y lo mismo mi abuela; él, poco de ceremonias religiosas, pero se echaba la bendición e invocaba a Dios a cada paso; ella, rezaba a todas horas y tenía su propio altar con todas las imágenes que encontraba y santo que no le cumpliera, santo castigado de cara contra la pared. Mi madre, conservadora, lo mismo que la tía Ricarcinda y toda su familia, oraban con fervor casi fanático, a un Dios al que había que temer y rendirle adoración reverencial. Cada vez me enredaba más y más y en mi mente infantil penetraban con mayor fuerza, a veces, los pensamientos de los escritores prohibidos que los sermones del padre Aquilino Peña Martínez, las lecturas de mi tía abuela, de mi abuelita paterna y de toda mi parentela católica, apostólica y romana.

 

Mi madre ocupó espacios pequeñísimos durante mis primeros años. La pobre soportó a mi padre que, gracias a Dios, según ella, bajaba al pueblo desde la capital esporádicamente y la mayor parte del tiempo lo dedicaba a los compinches. Creo que a mi santa madre le dedicaba las noches porque se encargó de embarazarla once veces. El primer parto dio a luz una niña que murió a los pocos días; en el segundo intento llegué yo con todos los males del mundo y como mi madre estaba en La Vega, un pueblo de clima cálido, allí me correspondió aterrizar en este planeta. Más me demoré en pegar mi primer berrido que en enfermarme, de manera que me bautizaron de inmediato; salí alérgico a la leche materna y a todas las leches animales, de manera que no gocé la delicia de la ubre y el calor maternos, a los tres meses me entregaron a mi tía Rica y a mi abuelita Amalia y rumbo a Chipaque. Después fueron llegando el resto de mis hermanos con diferencias de año y medio entre uno y otro. Por estas y otras razones, entre las cuales estuvo el trabajo, mi madre no me dedicó demasiado tiempo. Ahora, viejos los dos, me dice que yo fui el más juicioso de los diez sobrevivientes y como pasaba el tiempo leyendo, ella se desentendió de mí para dedicarle su atención a los hijos rebeldes, desordenados, malcriados e indisciplinados.

 

Santo, el enmascarado de plata hacía el mismo recorrido que Dante Alighieri en "La Divina Comedia" (en los tomos mensuales que nos llegaban de México) y de su mano conocí el infierno, el cielo y el purgatorio llenándome de terrores que me acompañaron cuatro décadas. Con él combatí a Drácula, Frankenstein, El hombre lobo, El caballero sin cabeza, y cuantos monstruos salieron de las mentes calenturientas o alucinadas de algunos seres humanos. Santo, el luchador de los sueños asombrados de millares de niños en el mundo hispano parlante era una realidad para mí y, estoy seguro, para otros niños que no podíamos separar la ficción de la realidad. En varios episodios murió y resucito de la mano de Yira, su gran amor, que llegaba desde el más allá para devolverle el soplo vital y decirle que en el futuro se reunirían en el cielo de los justos, le daba un beso y se evaporaba. Para mí morir y resucitar eran algo tan sencillo como dormir y despertar y ese Dios que me infundieron desde la cuna, que no permitía que Santo pereciera, de igual forma me sacaría de las garras de la muerte cuando un ataque de asma me sacara de este mundo.

 

Continuará…