Mi música lejana y el ayer perdido (2)
Edgar Tarazona Angel


En el internado teníamos un bendito televisor en blanco y negro, bueno, es un decir porque en todo el país estos aparatos eran lo mismo, el color llegó muchos años más tarde; en ese dichoso aparato veíamos todos los días, si el director de internos lo permitía, un programa llamado El Club del Clan, de donde salieron la mayoría de estrellas juveniles de Colombia: Harold Orozco, Oscar Golden, Claudia de Colombia, El Culebro Casanova, y otros que por el momento no recuerdo. Era solo media hora pero los muchachos de la Nueva Ola no lo perdíamos por nada del mundo, los pueblerinos o “campeches”, como les decíamos despreciativamente, no miraban esa “basura” y nos criticaban con bronca, lo que ocurría era que las opiniones tan divididas tenían profesores que se alineaban en cada uno de los bandos y eso evitó que las cosas pasaran a problema mayor. Todos teníamos un problema cómico y era que nos moríamos por la música moderna pero en los paseos y reuniones familiares cantábamos todas las canciones de los viejos porque nos las sabíamos de memoria. En especial todas las del viejo José Alfredo Jiménez y algunas de sus coterráneos Pedro Infante, Jorge Negrete y Antonio Aguilar… vayan viendo.

 

Mi amigo Jorge, además de ser un bailarín consumado, era un melómano de aquí a Cafarnaúm... y cantaba el maldito. Sabía de memoria todas las canciones de los corraleros y ahí por derecha, todas las de la Nueva Ola, tenía como tres cuadernos con las letras y me los prestaba para que yo las copiara, allí me las aprendí y aún recuerdo muchas: La plaga, Cariño malo, El rock de la cárcel, Despeinada, Señor apache y muchas, muchas más. Uno de los cuadernos se me extravió y que problema tan berraco, casi se termina la amistad y me tocó comprarle uno nuevo y pasarle las canciones, agregándole dibujos, que en eso si le ganaba yo.

 

En los largos años del internado una de las distracciones predilectas de los internos los sábados y domingos era el cine; en Zipaquirá había tres salas y no era difícil escoger porque en las tres parecía que se ponían de acuerdo (olvidaba decir que por la época las películas llegaban con meses de atraso a Bogotá, a los pueblos hasta con años de retardo) y pasaban los mismos géneros hasta el cansancio; bueno, el revuelto cinematográfico era un circo completo de géneros y en mi mente juvenil quedaron: Joselito, Rocío Durcal, la indigesta Marisol, Pili y Mili, Todos los mexicanos de la Nueva Ola, Viruta y Capulina, Tin Tan, Cantinflas, Santo el enmascarado de plata, hijuemil películas del oeste americano, muchas filmadas en Italia (Las llamaron películas espagueti o macarroni), comedias de varios países, en especial las italianas con la hermosa Sofía Loren y las otras viejas que nos alteraban los sueños y la inocencia a los adolescentes de la época: Gina Lollobrígida, Silvia Koscina... También hubo muchas lágrimas con Marcelino Pan y vino. Algunos me entenderán cuando les nombre a Isabel Sardi y a Libertad Leblanc.

 

Bueno, con Jorge y otros muchachos de Bogotá, llegó la fiebre de la Nueva Ola que nos llenó de inquietudes a un gran porcentaje de adolescentes de la Escuela Normal Superior para Varones de Zipaquirá (así rezaba el nombre completo), los pequeños radios de transistores hacían su furor por todas partes y, aunque era prohibido tenerlos, nos las ingeniábamos para escuchar las emisoras que transmitían nuestra música, vale decir lo que se dio en llamar música moderna, música de la nueva ola o música del demonio como decían muchos adultos, entre ellos mi madre, y estoy hablando de todos los ritmos que entraron a formar parte de la historia universal de la música y que irrumpieron como una marejada saludable en las cabezas juveniles inquietas; los obedientes y disciplinados continuaron escuchando la eterna música de sus antepasados; yo luchaba entre los sonidos de mi infancia y la estridencia del Twist, El rock´n roll, el bosanova, el surf y otros que llegaron a quedarse y se esfumaron para siempre; de la misma manera, para los muchachos románticos, aparece la balada, que tiene letras sumamente tiernas que hacen suspirar a las niñas pero se aleja mortalmente del bolero de los antepasados.

Con la música llegaron las películas interpretadas por los mismos ídolos juveniles, en especial The king Elvis y su desmesurados movimientos que hacían escandalizar a los viejos y que a nosotros nos encantaban; recuerdo que lo apodaron “Pelvis” Presley a causa del vaivén de sus caderas. De pronto se me apareció el hada madrina, pues si era medio tarado para la cumbia y otros ritmos normales, pues iba a bailar estos ritmos modernos en los cuales no era necesario abrazar a la pareja y llevar el mismo paso; uno salía a desbaratarse como Dios manda, o mejor, como manda el diablo y listo, dicho y hecho.

 

Los fines de semana con mi hermano Néstor, que me llevaba la idea en todo, comenzamos a ensayar pasos cuando no había nadie en la casa y, si señor, en las fiestas me lucia tirando paso de Twist; lo malo es que en toda la noche ponían dos o tres disquitos de este ritmo, como para verme, y listo, el resto de la jornada seguía viendo bailar a los demás… que tristeza tan tenaz. Mientras bailaban y gozaban de lo lindo yo sacaba mi radiecito de pilas, sintonizado permanentemente en Radio 15, la emisora de los Cocacolos (así nos decían a los chicos rebeldes que nos vestíamos distinto y una de las diferencias era el consumo de Coca Cola que, además, patrocinaba todos los eventos juveniles de música moderna. Olvidaba nombrar a James Dean, un icono de la juventud rebelde que con sus tres películas pasó a la inmortalidad, a decir verdad yo solo vi “Rebelde sin causa” y, a partir de ese día comencé a dejarme el copete, a usar solo Jeans, cinturones anchos con hebilla y un caminadito como de gorila reumático; así caminábamos todos los que estábamos convencidos de ser diferentes sin darnos

 

En algún año de la llamada época de los sesentas apareció en nuestra televisión un programa que se presentaba como JUVENTUD MODERNA y ocupaba dos horas de las tardes sabatinas, de cuatro a seis de la tarde en el canal de mayor sintonía y, por supuesto, todos los loquitos jóvenes o en trance de creérselo, nos acomodábamos frente a la pantalla para deleitarnos con el desfile de cantantes y grupos de rock de esa época, entre cantante y cantante y entre grupo y grupo salían a “bailar” unas chicas más despistadas que yo pero mostraban piernas, en una época en que la minifalda estaba haciendo su aparición tímida en Europa, y eso bastaba para hacer aullar de la dicha a los grupos de púberes que babeábamos frente a las pantallas.

 

Con el tiempo el programa comenzó a incluir figuras internacionales y nos dimos el gustazo de ver a los mejicanos y argentinos que nos regalaban sus canciones a través de las emisoras y los acetatos (para los jóvenes que me lean, este era el material con el cual se fabricaban los discos LP, long play, o LD, larga duración). Por dicho escenario vimos desfilar a todos los que dos años antes habían comenzado sus carreras musicales, los grupos que iban surgiendo y los cantantes consagrados que visitaban el país.

 

Los sesentas no fueron años fáciles para nosotros, los diferentes. los mechudos de Liverpool habían impuesto entre los jóvenes rebeldes el peinado con capul o flequillo como lo llaman en otras latitudes; comparado con las largas melenas de los setentas y los ochentas, pues nada que ver. Era un corte de cabello un poco largo y creo que sobran las explicaciones porque estoy seguro que a todo lo largo y lo ancho del planeta tierra todos los habitantes han escuchado hablar de los Beatles, en la época Jhon Lenon se atrevió a decir que ellos eran más populares que Jesucristo y su afirmación armó un mierdero histórico: el problema real era que no estaba tan desenfocado, sus discos se vendían por millones y movilizaban a millones de personas en todo el mundo jóvenes y no tan jóvenes; además, con el pesar de muchísimas personas de todos los colores y sabores los greñudos ingleses partieron la historia de la música y, en determinado momento, la reina Isabel II de Inglaterra los nombró caballeros de la Corona. Muchos años después su música sigue sonando y resonando y mi cabeza de llena de añoranzas y pienso, en qué preciso límite mi cabeza deja de aceptar los acordes del rock y me molesta el retumbar de la batería y los gritos de los peludos. Los pocos que al principio usamos el pelo un poco largo nos sometimos a la burla y a las agresiones verbales y físicas de los “normales”, pasó mucho tiempo antes de que nos aceptaran.

 

Crecí metido dentro de mi famoso sancocho musical pero como joven rebelde obediente escuchaba y compraba la música moderna (Aquí hay un salto de varios años en el tiempo y ya estoy trabajando como profesor y no dependo económicamente de nadie).

 

Aprendí a bailar a las malas durante mis dos primeros años de trabajo pero seguía siendo desmañado y torpe y la timidez ya no era tan acentuada. Las fiestas se animan con Los Hispanos, Los Graduados, Black Star y los de siempre: las orquestas venezolanas y Lucho y Pacho. Muchos conjuntos han desfilado por mis oídos y demasiados cantantes; en algún momento me confundo y se me revuelven los de los sesentas con los de los setentas, pero no tanto. El recuerdo más impresionante de los años setenta es el enorme, desmesurado y desmadrado concierto de Woodstock; seiscientos mil muchachos y chicas desbaratados reunidos en un solo lugar durante varios días con el único fin de escuchar rock y darse en la cabeza con marihuana, la droga del momento, puesta a la moda por los Beatles y The Rolling Stones con el jetón Mike Jagger a la cabeza (a propósito, cuarenta años más tarde sigue realizando conciertos, haciendo música y protagonizando escándalos, es el abuelo del rock en el mundo). Amor y paz, Si al amor, no a la guerra, Paz, hermano, eran algunos de los lemas de los hippie, nombre genérico de los rebeldes de los ochentas, que rechazaban en principio todas las guerras y en particular el gran conflicto armado en Vietnam, donde los EEUU sufrieron la más aparatosa humillación bélica de su historia.

 

Para los que desconocen los hechos históricos, tranquilos, no los voy a aburrir con historia, les recuerdo que los llevo de paseo por mi vida musical, de manera que la “otra historia” no la toco. Como una manera de protestar, y demostrar inconformidad con el sistema, el movimiento hippie adopta características muy particulares que los hacen inconfundibles: el cabello largo, ahora si, desgreñado, por lo general una balaca, ropa de talla más grande, sandalias, barba para los varones, desaliño total para las mujeres, una forma de hablar como si tuvieran sueño permanente intercalando palabras raras y metiendo a toda hora: hermano, paz, brother, amor, fresco, loco, la mona, I love you, kiss me, etc. Y poco baño y mucho rock.

 

De pronto los grupos y los cantantes se dan silvestres, por todas partes se escucha la diabólica música y yo me divierto con el desconcierto de los que no la aceptan, escucho Pink Floyd, The animals, The mammas and the pappas, Led Zeppelín, The pistols, Joe Cocker y sus perros rabiosos e ingleses, Sony and Cher (esta cuchita sigue vigente pero ahora canta sola; como solistas nacen unos monstruos que hacen historia: Jimmy Hendrix, según algunos el mejor guitarrista de la historia del rock, Carlos Santana, Janis Joplin, Alice Cooper, Erik Clampton...

 

Algunos grupos que surgen como a finales de los años ochenta pasaron por mis oídos y no se quedaron; de pronto me equivoque pero su ritmo, su armonía o su armazón musical total no coinciden con lo que yo entiendo por la música bien hecha; es el caso concreto de KISS, Metallika, Black Sabath y otros; escucharlos me produce taquicardia y dolor de cabeza; o, talvez me falta el componente mágico que hace que los oyentes de estos grupos, en su mayoría, sientan las vibraciones infernales de sus instrumentos: marihuana, cocaína, pepas, hongos, LSD (que falla, este es uno de los legados de los ochentas, el ácido de los viajes interplanetarios). Olvidé sin quererlo a un grupo genial, excelente, alemán por más señas y que me llevaba a la guerra (Gods of war), al combate a la música lejana de los conflictos humanos, al lanzamiento de cohetes (Rocket), puro sonido...Deff Leppard.

 

No sé en qué año, a qué hora, en que semana de cual mes y en que minuto una música llena de connotaciones del África negra y lejana se metió en mi cuerpo y, cosa curiosa, aprendí a bailarla, bastante bien, dicen; al comienzo fue la Sonora Matancera, La sonora Ponceña y otros grupos de Cuba, de Puerto rico: Héctor Lavoe, Jhonny Ventura, El Trío Matamoros, Alfredito Linares, Willy Colón, el panameño Rubén Blades, Los hermanos Rodríguez, La Fania All Stars, el venezolano Cuco Valoy, El Gran Combo de Puerto Rico... no joda, el sonido bestial, las descargas de adrenalina y todo el cuerpo en tensión, los pies marcando el ritmo y el corazón a toda mierda; aquí se toma la pareja por ratitos, se pegan los cuerpos y se alejan, se entrelazan, se tararean las canciones: “ Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar...”, iba a un baile y me importaba un soberano culo lo que pensaba la gente, entrecerraba los ojos y mi cuerpo se volvía parte de la canción y el tiempo pasado se quedaba entre los muertos y yo no me explicaba cómo había podido dejar pasar tanto tiempo sin el placer de la danza, la vieja Celia Cruz, Richie Rey, Rey Ruiz, Rubén Blades y aparecen en Colombia los excelentes Niche y Guayacán... y el alma en el quinto cielo, bendito sea el Dios de la música.

 

Me dejé llevar por el entusiasmo y pegué un brinco como de veinticinco años, que carajo, esto es mío y puedo escribirlo en el orden que se me venga en gana, gracias...En mis primeros años de trabajo (empecé en 1967) me aficioné al billar y en todos los sitios o cantinas se escuchaba la misma música: boleros, tangos, valses arrabaleros, música mejicana y otra música que después se ubicaría en dos géneros que se denominaron carrilera y despecho; en otros sectores de la patria música guasca y en Boyacá la pegajosa música carranguera con el genial Jorge Veloza. Cuando llegaron mis primeros despechos amorosos los cantantes de mis infortunios fueron Oscar Agudelo, Olimpo Cárdenas, Carlos Gardel, los Panchos, Julio Jaramillo, María Luisa Landin, Leo Marini, Daniel Santos y otros que irán saliendo a la hoja en la medida de mis necesidades narrativas. El dolor de la traición se hacía cómplice de la letra: “Ódiame por piedad yo te lo pido/ ódiame sin medida ni clemencia...” “Si hasta en mi propia cara, coqueteabas mi vida, que será a mis espaldas y yo preso por ti” decía Javier Solis, y afloraba la arrogancia de lo que uno quiso decirle a la ingrata y no se lo dijo: “No me amenaces, no me amenaces/ si ya estás decidida a dejar mi cariño/ pos agarra tu rumbo y vete...” roncaba José Alfredo y entre tacada y tacada de las tres bolas sobre el paño verde me sonaba los mocos y los ojos se me humedecían dañándome la siguiente jugada.

 

La música de cafetín llenó mi parte emocional de una cantidad exorbitante de sentimientos negativos: todas las relaciones que cantan en la música popular tienen unos conflictos pasionales de todos los demonios; la traición, la infidelidad y el engaño son normales en las relaciones de pareja; la venganza hace parte del amor y el desengaño por la infidelidad no se deben perder: “ Que hiciste de mi vida/ qué fue de tu pasión/ dejaste una herida, aquí en mi corazón...”, además, el licor es la solución inmediata para todos los males del corazón: “ Eche amigo, no más échela y llene/ hasta el borde la copa de champán/ que esta noche es de farra y alegría/ y el dolor de mi pena quiero ahogar...”. Todas las mujeres eran traidoras, según las letras de las canciones, y no valía la pena amarlas al derecho, siempre debía uno guardarse el beneficio de la duda para conservar la salud mental.

 

Para mi fortuna, en mi pequeño apartamento tenía un tocadiscos donde escuchaba “la otra música”, que era otro de mis sancochos sonoros: de Beethoven tenía la Quinta, la Novena y el concierto No 3, El emperador; Valses de Chopin, Conciertos brandemburgueses de Bach, Las Estaciones de Vivaldi, muchos valses de Strauss, un LP de Leonardo Fabio, discos compactos de Roberto Carlos, Leo Dan y otros cantantes juveniles; Música de The king Elvis y The Beatles; boleros de Los Panchos, Nat King Cole y otro poco que no recuerdo. Los discos compactos eran unos acetatos en miniatura (un poco más grandes que un CD actual con una canción por cada lada y en 45RPM); cada grupo o cantante que recién comenzaba los lanzaba al mercado como prueba, si la venta era exitosa, la casa disquera se arriesgaba a grabar un LP. Hijuemadre, casi se me olvida, algún día me causó curiosidad y compre un LD de Los Yetis, un grupo antioqueño de rock, con Juan Nicolás Estela a la cabeza que tenían la música de los Beatles pero en versión español y a mí me gustaban los malditos aunque a muchos no les pareciera.

 

Continuará…