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No estoy seguro, me parece que fui acólito o monaguillo, si
se prefiere, durante tres años. Desde que hice mi primera comunión con el Pbro.
Aquilino Peña hasta la llegada del párroco que lo reemplazó: Isaac Montaño,
quien cambió a los cuatro acólitos pero dejó al sacristán, un muchacho llamado
Carlos Gacharná, quien me martirizaba con mis miedos
a los sitios encerrados y a la oscuridad. A mí me parecía un viejo de mas de veinticinco años y ahora,
cincuenta años más tarde, me doy cuenta de que nos llevaba (a los acólitos)
unos quince años, nada más. Mientras el sacerdote oficiaba yo me sentía Santo
Domingo Sabio, el niño ejemplar que alcanzó la santidad a pesar de haber dejado
el mundo a la tierna edad de 15 ó 16 años, no estoy
seguro. Durante mi adolescencia inquieta y repleta de interrogantes me decía
que de qué demonios se habían valido para convertir en sagrado a un niño que
nunca cometió pecado y no lo hizo porque nunca tuvo la oportunidad. Según lo
que nos decían en el colegio no dijo mentiras, no hurtó, no tuvo ira; mejor
dicho, un niño lejano a las ideas que uno tiene cuando infante de como debe ser un niño. A los quince años yo pensaba que el
muchachito debió ser el tipo más aburrido de la creación y la imagen de esos
niños mimados que salen en algunas películas y que se convierten en el centro
de los rencores de los chicos de su edad porque todas las madres sueñan con que
sus retoños se comporten igual y a uno le provoca darles un puñetazo bien
colocado y reventarles las narices y ponerlos un ojo morado. Después supe de un
santo que siempre me cayó bien: Don Juan Bosco. Su vida me parece la de un
hombre que si mereció que lo santificaran. Por derecha me enteré de que santo
Domingo fue uno de sus muchachos, uno de los más fieles que estuvo en el Oratorio
de don Bosco en las buenas y en las malas. A mí que no me volvieran a mentar a
su santito. Pero a los nueve años me esforzaba por parecerme a él para darle gusto a las mujeres que me rodeaban y cuidaban con
tanto amor.
Pasé los primeros doce años de mi existencia en el susodicho
pueblito denominado Chipaque donde me insuflaron en
la mente que casi todas las acciones eran susceptibles de convertirse en
pecado, de manera que todos los días me cuidaba de no cometer ninguno para no
tener que confesarme y poder comulgar ( Claro está, después de los siete años).
La hermosa tía Ricarcinda era el juez más benévolo
del mundo y, a pesar de que se conservó soltera durante sus ciento un años de
vida, parecía conocer los secretos del corazón de los niños y perdonaba con
extrema facilidad. Si uno comía o bebía con hambre o sed extremas, era gula; la
menor rabieta era ira; el deseo de poseer riquezas y acumularlas, avaricia;
desear a la mujer del prójimo, lujuria; Etc... jamás
nos explicaron todos los diez mandamientos; el sexto y el noveno estaban
vetados y nos rondaban los malos pensamientos que no encontraban respuestas en
los diccionarios ni en los libros: fornicar y desear la mujer del prójimo nos
parecían los mayores misterios de la cristiandad... y, ni soñar con preguntarle
al cura. Pero, insistían en decir que los pensamientos impuros eran pecaminosos
y uno sin saber que era un pensamiento impuro. Tal vez el "maestro"
Vargas Vila nos inició en ese misterio porque algunos pasajes de sus libros nos
aceleraban el pulso y sentíamos cosquillas en los testículos. Sin embargo, no
eran pensamientos impuros, si acaso lecturas impuras y quizás debido a eso, mas lo de los curas y las monjas, fue que lo condenaron al
INDEX. Estaba en quinto de primaria cuando Vicente Torres, uno de mis amigos
lectores, a su regreso de unas vacaciones en Bogotá llegó con unas revistas
Play Boy donde se veían hermosos cuerpos femeninos
desnudos. Ahí si entendimos con claridad lo de los malos pensamientos que para
nada nos parecían malos y menos perversos.
Hasta los doce años la imagen de Dios que tenía grabada era
la de un ser sumamente poderoso y terrible que estaba en todas partes y conocía
hasta el pensamiento más pequeño de los seres humanos. Me repicaba por dentro
la sentencia: "Teme a la ira de Dios", que acentuaba la imagen de un
Ser Supremo castigador y justiciero que se desquitaba con algunos seres humanos
de los errores de otros. Cada vez que una calamidad enlutaba un territorio del
planeta oía comentar "Eso es castigo de Dios", no importaba de que país se tratara y hablaban de Sodoma y Gomorra y algunos
años más tarde supe a medias la historia. Ese Ser temible me quitaba la paz y
cuando en la Santa Misa hablaba el cura de Jesús y de la paz yo no podía
conciliar que una persona tan amable y apacible como Jesucristo fuera hijo de
ese Señor que se enfurecía y enviaba terremotos, huracanes y otros castigos
sobre la humanidad agobiada y doliente. Mi lía Rica trataba de conciliar mis
ideas, pero yo seguía con las incertidumbres. Para nada ayudaba el Espíritu
Santo que conformaba con los dos anteriores la Santísima Trinidad. En mi mente
infantil no cabían un SER lleno de iras contra los incrédulos, un Cristo que
dio su vida por todos los pecadores y otro Ser Supremo lleno de sabiduría en un
solo dios verdadero. Eso no podía ser verdad. Si a esto se suman las
representaciones pictóricas, las incertidumbres crecían: Un viejito barbuchas
en el centro, su hijo Jesucristo a su derecha y sobre ellos una palomita blanca
echando luces por el pico no se me hacía que se parecieran y menos que
conformaran un solo Ser.
Superman me llenaba de respuestas. Para mí que Dios era un
Superman, pero de otros tiempos y con superpoderes
pero, el de las historietas usaba sus poderes para el bien de la humanidad y el
de la iglesia dependía de su estado de ánimo para emplearlos en cosas buenas o
en castigar por parejo a malos y buenos porque en las catástrofes morían justos
y pecadores. Cuando comenté con mi tía Graciela mi deducción me soltó una
bofetada que me convirtió en católico ferviente sin derecho a contradecir las
verdades y los misterios de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana;
mientras me acariciaba la mejilla, para aliviar el dolor, pensaba: luego, ¿no
es colombiana?; sin atreverme a decirlo en voz audible.
Me sumergía en la lectura y "Las mil y una noches"
me presentaron otro dios llamado Alá; muy parecido al nuestro, pero con mayor
cantidad de mensajeros en el mundo en forma de genios, demonios y otros seres
fantásticos que concedían tres deseos cuando uno frotaba un anillo o una
lámpara. Entonces decidí ser, cuando grande, musulmán, para que Alá y su
profeta Mahoma me concedieran no tres sino todos los deseos que se me vinieran
a la cabeza, volar en alfombras voladoras y conocer países llenos de misterios.
Me cuidé mucho de comentar esta idea con nadie, el recuerdo de la bofetada
anterior me hizo precavido y algo me decía que la amable tía Rica tampoco se
iba a poner alegre con mi resolución. De pronto con mi abuela podía intentar,
pero alargué por años mi decisión de comentar mi deseo de convertirme al Islam.
Sin embargo, continué con la lectura de los cuentos de Scherezada
y soñando con esos paraísos persas.
Desde mi primera comunión tuve un problema personal con los
sacramentos, en especial el de la confesión; no entendía el porqué de la
situación de que un ser humano se arrodillara al lado de otro ser como el en un
sitio tenebroso llamado confesionario y le hiciera un relato minucioso de todas
sus faltas para que, al final, el sacerdote decidiera como hacerle pagar sus
debilidades. Siempre me causó no miedo sino desconfianza este sacramento y como
era indispensable para comulgar decidí no pecar para no tener que confesarme,
lo malo es que los libros vetados por la iglesia me atraían más que los otros y
mis pecados eran repetitivos: Acúsame padre que hice lecturas indebidas. Y el
cura, que destinaba un día especial para los niños del colegio, imponía una
penitencia leve sin averiguar cuales eran dichos
textos y echaba la absolución. A mí me quedaban arrepentimientos de conciencia
y me hacía la promesa de explicarle con pelos y señales cuando se presentara
una ocasión propicia, pero procuraba que esta no llegara; así tranquilizaba mi
conciencia.
En el colegio San Pío X hice la primaria en siete años: dos
de preescolar y cinco más de preparación para el bachillerato. La clase que me
martirizaba la vida era la de "Educación religiosa y moral". Debíamos
aprender de memoria el Catecismo del padre Gaspar Astete
S. J. Y para al frente de la clase a contestar el interrogatorio de la
profesora. La señorita Bernarda, hermana del padre Peña, era rígida y castigaba
a los infractores con palmetazos en las manos. Me tocó en suerte mi tía Rica
pero nunca tuve inconvenientes en aprender el librito porque siempre he gozado
de una memoria buena. Par no olvidarlos, escribiré una lista de lo que más
preguntaban en los concursos de Religión: Los diez mandamientos, Los siete
sacramentos, Las obras de misericordia, Las bienaventuranzas, Los dones del
espíritu Santo, Las postrimerías del hombre, Las virtudes teologales, Los
enemigos del hombre, Las 100 lecciones de Historia Sagrada y otros temas no
menos importantes. Pero, siempre el pero, mis favoritos eran Los siete pecados
capitales, los aprendíamos de memoria pero nadie los explicaba y ¡Ay! Del niño
que preguntara, sobretodo La lujuria y, por descontado, era el pecado que más
dejaba curiosidades en nuestras cabecitas inquietas. Estaba lejos de saber que
en la secundaria el suplicio sería mayor. Un profesob
español, cuyo nombre quedó en el olvido, de apellido Urueña,
nos castigó aprendiendo de memoria el "Catecismo superior de la doctrina
cristiana", del padre Rafael Farías; no me atrevo a escribir S. J. porque
de pronto incurro en una herejía si lo cambio de Comunidad y no recuerdo si era
o no de la comunidad de San Ignacio de Loyola.
El demonio fue otra constante terrible durante mis primeros
años. Mas tarde, en la adolescencia, caí en la trampa
de revolver creencias, de mezclar religión y paganismo, de meterme de cabeza en
filosofías, pseudo ciencias, lecturas exóticas y
manifestaciones de rechazo a todo lo establecido por el prurito de llevar la
contraria a los adultos. De nuevo leí hasta el cansancio todo lo que cayó en
mis manos. Los seis años de internado en la Escuela Normal para varones me
dieron la oportunidad, durante las eternas tardes de los sábados de castigo
para leer algunos libros de los maestros rusos, en especial Dovstoyevsky
que se introdujo en mi cerebro con "Crimen y castigo"; de allí en
adelante se incrementaron mis complejos de culpa que vine a exorcizar en la
universidad, cuando me encarreté con el Psicoanálisis
del viejo Sigmund Freud y me dije, parafraseando al genio: "El pecado no
existe, todas las fallas humanas que causan remordimiento sólo son complejos de
culpa", de ahí a decidir que si no sentía ningún remordimiento, entonces
no había pecado, era un paso... y yo lo di, entonces recuperé la paz y con ella
el sueño. Como manejaba la culpa, dormía como un santo varón al final de un día
de haber trasgredido por lo menos tres mandamientos de la Ley de Dios.
Por lo general salto de un pensamiento a otro. No sé si está
mal, pero así me van saliendo las ideas. Mi abuelita y la muchacha del servicio
eran poseedoras de unos demonios que me quitaban el sueño por sus
características tan espantosas. Mi tía Rica tenía unos demonios que yo manejaba
con facilidad; era suficiente mi buen comportamiento para que se mantuvieran en
lo profundo de los infiernos y no salieran a molestar a nadie; mientras los de
las primeras, andaban por todas partes esperando la oportunidad de hacer daño,
a mí, en especial, y podían sacarme de la cama a media noche y llevarme a
rastras hasta la puerta del cementerio; y no lo contaban para asustarme, ellas
mismas estaban convencidas de que si fallaban ante Dios estos espíritus del mal
vendrían por ellas en noches oscuras. Indistintamente utilizaban los nombres
de: Satán, Demonio, Satanás, Lucifer, Mandinga, El
Patas y otras que aparecerán en el transcurrir del relato.
Como a mediados de la escuela secundaria nos encontramos
(Dos amigos y yo) con la extraña belleza y satanismo de los malditos franceses.
En la misma forma que leí los del INDEX, leía ahora a Mallarmé,
Rimbaud, Valery, Apollinaire
y otros que, aunque no malditos, estaban vetados por los profesores de
literatura y, por supuesto, por el maestro de religión que casi se infarta
cuando le preguntamos "Profesor, usted que opina
de...? No he podido comprender como se sataniza con tanta facilidad a una
persona o a un grupo artístico o literario por la simple razón de exponer ideas
que no concuerdan con las de la mayoría. Con los años aumenté mis dudas con
relación a todo y moriré lleno de ellas porque las lecturas sólo contribuyeron
a aumentar los interrogantes y, cuando un pensador, filósofo, profeta o lo que
fuera, me despejaba unas incógnitas, me sembraba la semilla de la duda con
respecto a otras "verdades" incontestables. En algún momento decidí,
de una vez por todas, que si era conveniente o necesario creer, lo haría por un
Dios personal que llenara mis expectativas y necesidades. Desde entonces me
acompaña y me da la fuerza, la tranquilidad y la serenidad que no pude lograr
con las creencias de grupo. |
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