Dios y yo (3)
Edgar Tarazona Angel


No estoy seguro, me parece que fui acólito o monaguillo, si se prefiere, durante tres años. Desde que hice mi primera comunión con el Pbro. Aquilino Peña hasta la llegada del párroco que lo reemplazó: Isaac Montaño, quien cambió a los cuatro acólitos pero dejó al sacristán, un muchacho llamado Carlos Gacharná, quien me martirizaba con mis miedos a los sitios encerrados y a la oscuridad. A mí me parecía un viejo de mas de veinticinco años y ahora, cincuenta años más tarde, me doy cuenta de que nos llevaba (a los acólitos) unos quince años, nada más. Mientras el sacerdote oficiaba yo me sentía Santo Domingo Sabio, el niño ejemplar que alcanzó la santidad a pesar de haber dejado el mundo a la tierna edad de 15 ó 16 años, no estoy seguro. Durante mi adolescencia inquieta y repleta de interrogantes me decía que de qué demonios se habían valido para convertir en sagrado a un niño que nunca cometió pecado y no lo hizo porque nunca tuvo la oportunidad. Según lo que nos decían en el colegio no dijo mentiras, no hurtó, no tuvo ira; mejor dicho, un niño lejano a las ideas que uno tiene cuando infante de como debe ser un niño. A los quince años yo pensaba que el muchachito debió ser el tipo más aburrido de la creación y la imagen de esos niños mimados que salen en algunas películas y que se convierten en el centro de los rencores de los chicos de su edad porque todas las madres sueñan con que sus retoños se comporten igual y a uno le provoca darles un puñetazo bien colocado y reventarles las narices y ponerlos un ojo morado. Después supe de un santo que siempre me cayó bien: Don Juan Bosco. Su vida me parece la de un hombre que si mereció que lo santificaran. Por derecha me enteré de que santo Domingo fue uno de sus muchachos, uno de los más fieles que estuvo en el Oratorio de don Bosco en las buenas y en las malas. A mí que no me volvieran a mentar a su santito. Pero a los nueve años me esforzaba por parecerme a él para darle gusto a las mujeres que me rodeaban y cuidaban con tanto amor.

 

Pasé los primeros doce años de mi existencia en el susodicho pueblito denominado Chipaque donde me insuflaron en la mente que casi todas las acciones eran susceptibles de convertirse en pecado, de manera que todos los días me cuidaba de no cometer ninguno para no tener que confesarme y poder comulgar ( Claro está, después de los siete años). La hermosa tía Ricarcinda era el juez más benévolo del mundo y, a pesar de que se conservó soltera durante sus ciento un años de vida, parecía conocer los secretos del corazón de los niños y perdonaba con extrema facilidad. Si uno comía o bebía con hambre o sed extremas, era gula; la menor rabieta era ira; el deseo de poseer riquezas y acumularlas, avaricia; desear a la mujer del prójimo, lujuria; Etc... jamás nos explicaron todos los diez mandamientos; el sexto y el noveno estaban vetados y nos rondaban los malos pensamientos que no encontraban respuestas en los diccionarios ni en los libros: fornicar y desear la mujer del prójimo nos parecían los mayores misterios de la cristiandad... y, ni soñar con preguntarle al cura. Pero, insistían en decir que los pensamientos impuros eran pecaminosos y uno sin saber que era un pensamiento impuro. Tal vez el "maestro" Vargas Vila nos inició en ese misterio porque algunos pasajes de sus libros nos aceleraban el pulso y sentíamos cosquillas en los testículos. Sin embargo, no eran pensamientos impuros, si acaso lecturas impuras y quizás debido a eso, mas lo de los curas y las monjas, fue que lo condenaron al INDEX. Estaba en quinto de primaria cuando Vicente Torres, uno de mis amigos lectores, a su regreso de unas vacaciones en Bogotá llegó con unas revistas Play Boy donde se veían hermosos cuerpos femeninos desnudos. Ahí si entendimos con claridad lo de los malos pensamientos que para nada nos parecían malos y menos perversos.

 

Hasta los doce años la imagen de Dios que tenía grabada era la de un ser sumamente poderoso y terrible que estaba en todas partes y conocía hasta el pensamiento más pequeño de los seres humanos. Me repicaba por dentro la sentencia: "Teme a la ira de Dios", que acentuaba la imagen de un Ser Supremo castigador y justiciero que se desquitaba con algunos seres humanos de los errores de otros. Cada vez que una calamidad enlutaba un territorio del planeta oía comentar "Eso es castigo de Dios", no importaba de que país se tratara y hablaban de Sodoma y Gomorra y algunos años más tarde supe a medias la historia. Ese Ser temible me quitaba la paz y cuando en la Santa Misa hablaba el cura de Jesús y de la paz yo no podía conciliar que una persona tan amable y apacible como Jesucristo fuera hijo de ese Señor que se enfurecía y enviaba terremotos, huracanes y otros castigos sobre la humanidad agobiada y doliente. Mi lía Rica trataba de conciliar mis ideas, pero yo seguía con las incertidumbres. Para nada ayudaba el Espíritu Santo que conformaba con los dos anteriores la Santísima Trinidad. En mi mente infantil no cabían un SER lleno de iras contra los incrédulos, un Cristo que dio su vida por todos los pecadores y otro Ser Supremo lleno de sabiduría en un solo dios verdadero. Eso no podía ser verdad. Si a esto se suman las representaciones pictóricas, las incertidumbres crecían: Un viejito barbuchas en el centro, su hijo Jesucristo a su derecha y sobre ellos una palomita blanca echando luces por el pico no se me hacía que se parecieran y menos que conformaran un solo Ser.

 

Superman me llenaba de respuestas. Para mí que Dios era un Superman, pero de otros tiempos y con superpoderes pero, el de las historietas usaba sus poderes para el bien de la humanidad y el de la iglesia dependía de su estado de ánimo para emplearlos en cosas buenas o en castigar por parejo a malos y buenos porque en las catástrofes morían justos y pecadores. Cuando comenté con mi tía Graciela mi deducción me soltó una bofetada que me convirtió en católico ferviente sin derecho a contradecir las verdades y los misterios de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana; mientras me acariciaba la mejilla, para aliviar el dolor, pensaba: luego, ¿no es colombiana?; sin atreverme a decirlo en voz audible.

 

Me sumergía en la lectura y "Las mil y una noches" me presentaron otro dios llamado Alá; muy parecido al nuestro, pero con mayor cantidad de mensajeros en el mundo en forma de genios, demonios y otros seres fantásticos que concedían tres deseos cuando uno frotaba un anillo o una lámpara. Entonces decidí ser, cuando grande, musulmán, para que Alá y su profeta Mahoma me concedieran no tres sino todos los deseos que se me vinieran a la cabeza, volar en alfombras voladoras y conocer países llenos de misterios. Me cuidé mucho de comentar esta idea con nadie, el recuerdo de la bofetada anterior me hizo precavido y algo me decía que la amable tía Rica tampoco se iba a poner alegre con mi resolución. De pronto con mi abuela podía intentar, pero alargué por años mi decisión de comentar mi deseo de convertirme al Islam. Sin embargo, continué con la lectura de los cuentos de Scherezada y soñando con esos paraísos persas.

Desde mi primera comunión tuve un problema personal con los sacramentos, en especial el de la confesión; no entendía el porqué de la situación de que un ser humano se arrodillara al lado de otro ser como el en un sitio tenebroso llamado confesionario y le hiciera un relato minucioso de todas sus faltas para que, al final, el sacerdote decidiera como hacerle pagar sus debilidades. Siempre me causó no miedo sino desconfianza este sacramento y como era indispensable para comulgar decidí no pecar para no tener que confesarme, lo malo es que los libros vetados por la iglesia me atraían más que los otros y mis pecados eran repetitivos: Acúsame padre que hice lecturas indebidas. Y el cura, que destinaba un día especial para los niños del colegio, imponía una penitencia leve sin averiguar cuales eran dichos textos y echaba la absolución. A mí me quedaban arrepentimientos de conciencia y me hacía la promesa de explicarle con pelos y señales cuando se presentara una ocasión propicia, pero procuraba que esta no llegara; así tranquilizaba mi conciencia.

 

En el colegio San Pío X hice la primaria en siete años: dos de preescolar y cinco más de preparación para el bachillerato. La clase que me martirizaba la vida era la de "Educación religiosa y moral". Debíamos aprender de memoria el Catecismo del padre Gaspar Astete S. J. Y para al frente de la clase a contestar el interrogatorio de la profesora. La señorita Bernarda, hermana del padre Peña, era rígida y castigaba a los infractores con palmetazos en las manos. Me tocó en suerte mi tía Rica pero nunca tuve inconvenientes en aprender el librito porque siempre he gozado de una memoria buena. Par no olvidarlos, escribiré una lista de lo que más preguntaban en los concursos de Religión: Los diez mandamientos, Los siete sacramentos, Las obras de misericordia, Las bienaventuranzas, Los dones del espíritu Santo, Las postrimerías del hombre, Las virtudes teologales, Los enemigos del hombre, Las 100 lecciones de Historia Sagrada y otros temas no menos importantes. Pero, siempre el pero, mis favoritos eran Los siete pecados capitales, los aprendíamos de memoria pero nadie los explicaba y ¡Ay! Del niño que preguntara, sobretodo La lujuria y, por descontado, era el pecado que más dejaba curiosidades en nuestras cabecitas inquietas. Estaba lejos de saber que en la secundaria el suplicio sería mayor. Un profesob español, cuyo nombre quedó en el olvido, de apellido Urueña, nos castigó aprendiendo de memoria el "Catecismo superior de la doctrina cristiana", del padre Rafael Farías; no me atrevo a escribir S. J. porque de pronto incurro en una herejía si lo cambio de Comunidad y no recuerdo si era o no de la comunidad de San Ignacio de Loyola.

 

El demonio fue otra constante terrible durante mis primeros años. Mas tarde, en la adolescencia, caí en la trampa de revolver creencias, de mezclar religión y paganismo, de meterme de cabeza en filosofías, pseudo ciencias, lecturas exóticas y manifestaciones de rechazo a todo lo establecido por el prurito de llevar la contraria a los adultos. De nuevo leí hasta el cansancio todo lo que cayó en mis manos. Los seis años de internado en la Escuela Normal para varones me dieron la oportunidad, durante las eternas tardes de los sábados de castigo para leer algunos libros de los maestros rusos, en especial Dovstoyevsky que se introdujo en mi cerebro con "Crimen y castigo"; de allí en adelante se incrementaron mis complejos de culpa que vine a exorcizar en la universidad, cuando me encarreté con el Psicoanálisis del viejo Sigmund Freud y me dije, parafraseando al genio: "El pecado no existe, todas las fallas humanas que causan remordimiento sólo son complejos de culpa", de ahí a decidir que si no sentía ningún remordimiento, entonces no había pecado, era un paso... y yo lo di, entonces recuperé la paz y con ella el sueño. Como manejaba la culpa, dormía como un santo varón al final de un día de haber trasgredido por lo menos tres mandamientos de la Ley de Dios.

 

Por lo general salto de un pensamiento a otro. No sé si está mal, pero así me van saliendo las ideas. Mi abuelita y la muchacha del servicio eran poseedoras de unos demonios que me quitaban el sueño por sus características tan espantosas. Mi tía Rica tenía unos demonios que yo manejaba con facilidad; era suficiente mi buen comportamiento para que se mantuvieran en lo profundo de los infiernos y no salieran a molestar a nadie; mientras los de las primeras, andaban por todas partes esperando la oportunidad de hacer daño, a mí, en especial, y podían sacarme de la cama a media noche y llevarme a rastras hasta la puerta del cementerio; y no lo contaban para asustarme, ellas mismas estaban convencidas de que si fallaban ante Dios estos espíritus del mal vendrían por ellas en noches oscuras. Indistintamente utilizaban los nombres de: Satán, Demonio, Satanás, Lucifer, Mandinga, El Patas y otras que aparecerán en el transcurrir del relato.

 

Como a mediados de la escuela secundaria nos encontramos (Dos amigos y yo) con la extraña belleza y satanismo de los malditos franceses. En la misma forma que leí los del INDEX, leía ahora a Mallarmé, Rimbaud, Valery, Apollinaire y otros que, aunque no malditos, estaban vetados por los profesores de literatura y, por supuesto, por el maestro de religión que casi se infarta cuando le preguntamos "Profesor, usted que opina de...? No he podido comprender como se sataniza con tanta facilidad a una persona o a un grupo artístico o literario por la simple razón de exponer ideas que no concuerdan con las de la mayoría. Con los años aumenté mis dudas con relación a todo y moriré lleno de ellas porque las lecturas sólo contribuyeron a aumentar los interrogantes y, cuando un pensador, filósofo, profeta o lo que fuera, me despejaba unas incógnitas, me sembraba la semilla de la duda con respecto a otras "verdades" incontestables. En algún momento decidí, de una vez por todas, que si era conveniente o necesario creer, lo haría por un Dios personal que llenara mis expectativas y necesidades. Desde entonces me acompaña y me da la fuerza, la tranquilidad y la serenidad que no pude lograr con las creencias de grupo.