Mi música lejana y el ayer perdido (3)
Edgar Tarazona Angel


Estoy en mis diecinueve años, con trabajo y dinero en el bolsillo y demasiadas ganas por gastarlo. Como la abundancia no fue la constante en el hogar paterno, aunque no nos faltó nada, el deseo por las cosas superfluas me ahogaba pero, al mismo tiempo, me frenaba una cierta sospecha de que las buenas épocas no duran, de manera que deseaba tener toda la música del mundo y, al mismo tiempo, no gastarme inútilmente la plata, la respuesta llegó por boca de uno de mis pocos amigos: Rodrigo Tibaquirá López, de una familia bien pobre y con quien había estudiado toda la secundaria: “ Como a usted no le gusta mucho la música de moda, pues compre discos en realización...” Esa era, por el mismo precio de un LP de moda que estuviera sonando en las emisoras y en todas las casas yo podía comprar cinco, seis y hasta más discos añejos; en especial de música clásica, que tristeza, a lo largo de toda mi existencia descubrí que la música que menos se vende y se encuentra más barata es la de los grandes maestros.

 

Cuando la época de mi entrada en el mundo de los adultos, o sea cuando entré a trabajar a los dieciocho años, con poder adquisitivo pero sin mayoría de edad, en esos años se alcanzaba a los veintiún años, me metí de lleno a jugar billar hasta altas horas de la noche con nicotina hasta los calzoncillos, tiza azul por todas partes, los ojos rojos a causa del humo y la cabeza en otro mundo pos causa de las letras sentimentales de las canciones que molía ( y muelen) todas las máquinas de poner discos en estos sitios. Llegaba a mi habitación, me enjuagaba la boca y me desquitaba de las tristezas que llevaba en la cabeza a causa de los boleros, los tangos y las rancheras con los pocos discos clásicos de mi colección: La quinta y la novena sinfonías de Beethoven, los vals de Strauss; la 40 y 41 de Mozart y una mezcolanza que pretendía ser clásica de un señor Waldo de los Ríos que utilizaban las familias que pretendían presumir de cultas; poco a poco iba agregando acetatos a mi discoteca. Durante mi infancia en Chipaque, durante las ferias y fiestas, salía de la mano de mi abuela o de la sirvienta de la casa llamada Carmen, una indígena chibcha cien por cien, y me entraban mensajes desesperados por todos los poros de madres que se quedan solas porque los hijos marchan a la guerra y se los matan: “ eran cinco hermanos/ ella era una santa... eran cinco héroes..” que dieron la vida por la patria; un a pobreza extrema: “Mantelito blanco/ de la humilde mesa” y unas lejanías las hijuemadres para olvidar a las ingratas: “mil kilómetros he caminado buscando el olvido de un cruel sentimiento...”. En algunos toldos no eran tristezas sino bala física la que tronaba por los parlantes: “Sonaron cuatro balazos, a las dos de la mañana/ lo fui a matar en tus brazos/sabía que allí lo encontraba...” pero al tipo lo pescan y lo meten a la guandoca: “Escaleras de la cárcel, escalón por escalón/ unos suben y otros bajan a ver su resolución...” y la prisión era bien incómoda: “ de piedra a de ser la cama/ de piedra la cabecera...” y en este revuelto tan desmadrado las letras y, de pronto, los mensajes se fueron metiendo en mi psiquis y me acompañaron muchísimos años; aun hoy salgo a caminar y si suena una canción en algún sitio de mi recorrido se me disparan los mecanismos de la añoranza y, mentalmente, empiezo a cantar trozos de canciones, “ yo soy el aventurero, la vida me importa poco/ cuando una mujer me gusta, me gusta a pesar de todo...”.

 

Pero no es solo la música arrabalera la que me llena de nostalgias, también los boleros, las baladas, la música bailable y, por supuesto, el rock. Es inevitable que deje de traer al presente esas malditas letras sentimentales que acompañaron mares de lágrimas propias, de mis amigotes del momento y de las niñas del grupo que frecuentaba; “ toda una vida/ me estaría contigo/ no me importa en que forma, ni donde ni como/ pero junto a ti...”; y esas declaraciones rotundas de amor eterno cuando sale ese chorro de pasión contenida: “solamente una vez, amé en la vida/ solamente una vez, y nada más...” pero, los sentimientos se me revuelcan cuando viene la traición melódica y las acusaciones de infidelidad con los propios amigos que uno lleva a su casa y le joden la vida: “de mi propia mano lo llevé a mi casa y le dije a ella que era amigo mío...”, no joda, y el maldito se la cuadra y le vuelve mierda la vida al pobre tipo y ahí no queda el cuento porque meses, o años, no sé, otro saca una canción contando que no, que ella había sido primero su novia pero el otro se la había quitado y cuando la vio el alma se le llenó de recuerdos y como ella dio papaya pues les sobró la ropa y como la casa estaba sola...pues a la camita.

 

Todo ayuda a que mi cabeza se llene de sonidos de todas las clases y géneros. Antes y ahora los señores conductores de los carros de servicio público lo primero que hacen es instalar severo equipo de sonido, vale güevo (colombianismo para decir que les importa un carajo lo que piensen los demás) que el maldito motor no funcione bien o que los frenos fallen, lo importante es que no falte la música que, para ellos es un ruidaje el malparido que lleva a los pasajeros muy cerquita del infierno. Los conductores están convencidos de que su gusto musical es compartido por los sufridos usuarios del transporte público y colocan su emisora preferida, el casete o (ahora) el CD que les agrada a un volumen del putas para que todos “gocen” durante el tiempo que dure el recorrido. Por supuesto, la mayoría de chóferes provienes de familias de escasos recursos y poca formación musical, de manera que sus gusto corresponde a lo que imponen las emisoras que escucharon durante su infancia y adolescencia y les quedó marcado para siempre. Al principio discutía con ellos para que cambiaran la emisora o el casete pero ahora hago de cuenta que voy en una máquina del tiempo y me devuelvo cuarenta o más años al pasado cuando las ferias y fiestas de mi niñez porque, con algunas modificaciones, las letras dicen lo mismo y la música simplemente agregó instrumentos electrónicos y listo; bueno, además está ese fenómeno de moda que llaman remasterizar música que no se qué demonios significa pero entiendo que es algo así como actualizar la música para convertirla en sonidos acordes con el gusto del momento. Cuando el susodicho equipo está nuevo o bien cuidado soporta uno la tortura; lo jodido es cuando el desdichado equipo suena como los condenados en el puto infierno y lo que se escucha parece grabado en varios lugares y luego mezclado: un taller de latonería en plena labor, una balacera entre bandas de maleantes, una gritería histérica en cualquier presentación de un concierto popular, rugidos de la selva, gritos de locutor deportivo, una señora histérica en plena cantaleta al marido y... muy lejos para el oído, algunos compases identificables de uno de los corridos prohibidos que habla de una cruz de marihuana, una tumba en el monte y los liones (sic) de mi manada...

 

En algún momento, entre los dieciocho y los veinte años, adquirí los rudimentos del baile y, aunque no podía lucirme en una pista como hacían muchos de mis conocidos, me defendía con la chica que me aceptaba un baile y ya no las pisaba. Primer problema superado a medias pero, ¿cómo diablos lograban la mayoría de mis amigos entablar conversación con todas las chicas que bailaban?; yo intentaba una conversación y empezaban a sudarme las manos, perdía el paso, me ruborizaba y terminaba en un enredo de los infiernos, de manera que bailaba y cerraba el hocico...punto. Como siempre, alguien trataba de auxiliarme pero nada, yo armaba unos enredos del carajo, poco a poco me fui enterando de que a una chica común y corriente de dieciséis años o poco más, le importan un soberano culo los autores clásicos de lo que sea: música, teatro, literatura, escultura, etc., etc,etc... y les encanta que les digan que tienen bonitos ojos y que donde estudias y que si tienes novio y cual es tu signo zodiacal...¿Si, de veras?, que casualidad, yo también soy Tauro ( aunque sea pura mierda), ji ji ji... yo ya te había visto, que no, que si... ja ja ja y, pensaba yo, ¿esta güevonada es el secreto para tenerlas embobadas?, me jodí, en serio, me jodí, yo intentaba esas conversaciones insulsas pero ni mierda, me aburría de lo lindo y buscaba otras soluciones más contundentes, encontrarme con otra clase de personas y en otros ambientes.

Por razones de trabajo me desplazaba a Bogotá D.E. por largas temporadas y allí me enrolé en un grupo que compartía a medias mi música; a ratos les gustaba el rock de la época (años 60´s) pero, en las fiestas, se repetía el ritual de las conversaciones insulsas y la misma música popular del momento, las chicas eran más liberadas pero vacías y yo sufría como un vegetariano en un asado; alguna de ellas me inició en lo del noviazgo y tal pero me dejó muy pronto. Como yo era el único que trabajaba, descubrí que me invitaban a todas las fiestas, sin faltar, porque era el mayor contribuyente para los comestibles y bebestibles... entre los muchachos yo era el mejor “partido” pero el más tonto, según los parámetros que manejaban en ese maldito entorno. Yo me refugiaba cada vez más en el billar y en la música de cantina, fumaba como un preso y comencé a tomar cerveza para calmarme los nervios, en mi pequeño apartamento escuchaba mis discos, cada vez más numerosos y en un revuelto de géneros que ni les cuento. De pronto apareció La Sonora Matancera con todos los instrumentos y yo me sentía en la gloria, de manera que revolvía Lucho Bermúdez, Sonora Matancera, Beatles y Beethoven en una sola noche, que tal. Un revuelto indigesto pero a mí me sentaba bien.

 

Algunas veces me dedicaba a los intérpretes y revolvía Javier Solís, Enrique Guzmán, Cesar Costa, Leo Dan, Leonardo Fabio, Roberto Carlos “Estas enamorada/ muy enamorada de un amigo mío/ pero tú no sabes que yo a ti te quiero/ mucho, mucho más...”, y “Jamás podré olvidar, la noche en que te besé/ esas son cosas que pasan y/es el tiempo que después dirá...”, “Ahí viene la plaga, le gusta bailar/ y cuando está rocanroleando/ es la dueña del lugar/ vamos con el cura que yo me quiero casar/ no es que seas tan bonita/ si no que sabes bailar/ ahí viene la plaga” y terminaba con José Alfredo Jiménez: “Amanecí otra vez entre tus brazos/ y desperté llorando de alegría/ me cobijé la cara con tus manos/ para seguirte amando, todavía”.

 

En el trabajo la situación era diferente, en la pequeña ciudad que me correspondió como primer sitio de trabajo y donde transcurrieron casi treinta y seis años de mi vida, la mayoría de los profesores del gobierno éramos jóvenes, con intereses parecidos en cuanto a propósitos de vida y aspiraciones pero hasta ahí llegaban las similitudes; la mayoría eran muchachos de provincia con todos los resabios del recién llegado a la ciudad capital; en cierta forma yo me salvé porque salimos del pueblo de las ferias y fiestas y los altavoces en la iglesia parroquial a una pequeña ciudad de provincia, cercana a la capital, con defectos y virtudes muy similares a los de la gran ciudad. Mis colegas provenían de todos los puntos de la geografía nacional y traían consigo las costumbres de sus regiones, incluida la música, y cada uno se consideraba el poseedor de la verdad: la mejor comida, la gente más alegre, los más hospitalarios, los más amables... y estaban dispuestos a echar bala y agarrarse a trompadas con el que fuera para demostrarlo, ¡Qué ternura!

 

En algún baile para celebrar el Día del Maestro, se demostró la realidad de sus amenazas, como era una fiesta de toda la zona escolar, que incluía como quince escuelas y colegios, en el gran salón donde se hacía la celebración a medida que íbamos llegando nos agrupábamos con los conocidos de la propia escuela o con los conocidos de otra; trago va, trago viene, todo al ritmo de la música bailable; empiezan los coqueteos y las charlas, y yo mirando, como el que no quiere la cosa; vi a los llaneros mirando en forma retadora a los tolimenses y a los santandereanos (grupos humanos que tienen o tenían fama de ser los más peleadores de Colombia) y, por cualquier cosa, creo que una de las profesoras no quiso bailar con un tolimense y salió a la pista con un santandereano... quien dijo que no, carajo, se armó el mierdero y cada uno trató de ser el de la región más amable: los malditos iban armados y sacaron los revólveres y dispararon al aire, afortunadamente, todos corrimos y tumbamos mesas y botellas y se formo uno de los mierderos más formidables que recuerdo; yo terminé detrás de una mesa abrazado con una profesora que no conocía y que temblaba muerta de miedo, mirada va, mirada viene y, como en las películas, ella me vio como su salvador y me premió con un beso, casi me muero del gusto y ahora en la lejanía la recuerdo como la más bonita de Fontibón, a la que le caían todos los galanes del magisterio, del pueblo y de sus alrededores; su nombre era Jenny Cecilia T. S. y no había deseado recordarla porque su añoranza me lastima; ese primer beso desencadenó un romance que me marcó a mi; la bendita era veterana en las lides amorosas y jugó con mis sentimientos como las perdularias y percantas de los tangos; es curioso pero nunca quise matarla como dicen los tangos, más bien le agradezco haberme quitado la venda de los ojos.

 

Creí haber alcanzado el cielo y, como era un muchacho inexperto, caí rendido a sus pies para el sacrificio; ella siguió actuando como era pero yo no sabía qué hacer y me forjé unas ilusiones de aquí a la luna que acabaron como debían terminar: ella, la reina, con su orgullo a salvo y yo, con mi corazón ingenuo vuelto mierda y refugiado en los cafetines donde jugaba billar y escuchaba esa música de traiciones, puñaladas, infidelidades y malparideces que parecía retratar mi triste realidad. Jamás volví a una puta fiesta de maestros. Bueno, si, a una como treinta años después y ni fu ni fa, nada que recordar. De esta si no tengo malos recuerdos porque mis amigas del momento eran mujeres hechas y derechas y las fiestas de maestros dejaron de ser parroquiales para convertirse en acontecimientos multitudinarios con dos orquestas de renombre nacional y en lugar donde se congregaban cinco o seis mil personas.

 

Casi nunca coincidí en gustos musicales con mi entorno, a no ser en las fiestas en las cuales comencé a bailar lo que fuera y no me sentía incómodo si lo que sonaba no me agradaba, el asunto era bailar y disfrutar y yo trataba de hacerlo, siempre y cuando el licor no se me adelantara y me trastrocara los planes. Digo esto debido a que en mi soledad de los billares y llevado por los mensajes subliminales en algún momento fumaba y tomaba como uno de los protagonistas de las historias truculentas de los discos de las cantinas: “Esta noche me emborracho bien, me mamo bien mamao...”, cantaba Gardel y decía que tomaba y obligaba y José Alfredo tomaba con el cantinero y después armaban una pelea la hijuemadre y “ Llegó borracho el borracho/ pidiendo cinco tequilas/ y le dijo el cantinero, se acabaron las bebidas/ si quieres echarte un trago/ vámonos pa´otra cantina...”, de manera que mi mente de muchacho estaba llena de imágenes que no correspondían con la realidad y, mientras mis amigos y amigas se gozaban la fiesta, yo montaba en mi imaginación unas películas de campeonato con galanes traicionados (uno era yo) mujeres que se van con otro pero al final la pagan, hombres que lloran sentados frente a una botella pero no le dan gusto a la ingrata de que los vea, mujeres que mal pagan y, ahora caigo en la cuenta, casi todas las canciones de mi época eran machistas al límite y hoy las mujeres se desquitan, a veces, en letras cantadas por hombres y las relaciones de pareja son un mierdero del infierno.

 

Siento que este relato ha sido una descarga de energía negativa y merece una continuación que ignoro cuando la haré si la hago. Mientras eso llega… muchos de mis demonios personales se marcharon para los profundos infiernos.