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Todos los días sacaban al niño hemipléjico
en su silla de ruedas al parque cercano, para que respirara aire puro y se
distrajera mirando los juegos de otros niños; algunos se acercaban curiosos y
le hacían preguntas para saber de su incapacidad y luego escapaban corriendo a
seguir jugando.
Sólo había un ser que lo acompañaba desde
lejos con mirada triste, un perrito callejero que no se acercaba casi nunca
porque la enfermera de turno lo espantaba con un grito y, algunas veces con una
patada, pero cuando la mujer se alejaba, a comprar un refresco o una golosina,
el animalito corría a donde el chico moviendo la cola y se diría que sonriendo
feliz porque sabía que las caricias no se hacían esperar.
El estado del niño se fue agravando y el
animal se entristecía por la ausencia, como en algunas ocasiones había seguido
a la enfermera, que empujaba la silla, conocía la dirección de la vivienda,
entonces buscó la casa y se asomó por las ventanas hasta descubrir la alcoba
donde reposaba su pequeño amigo; con la pata tocó el vidrio y su amigo sonrió
al verlo, con un gesto triste, sin poder levantarse, sólo volteó un poco el
cuerpo.
El animal también estaba muy débil porque
no había comido nada en los días de ausencia de su amiguito, sobrevivía bebiendo
agua sucia de los charcos ocasionales. Como la noche estaba muy cálida, la
madre del pequeño abrió la ventana para que entrara el aire fresco y ventilara
la habitación. Como sucede a veces, olvidó cerrarla antes de apagar la luz. Muy
silencioso el canino trepó con dificultad al borde y entró en la habitación
donde el niño respiraba con dificultad, a pesar del tanque de oxígeno.
El animalito se paró en las patas traseras
y lamió la cara del enfermo que abrió los ojos y sonrió; fue como una señal
para el perro que trepó a su lado y como pudieron se acomodaron muy juntos. El
día siguiente la familia encontró a su enfermo con cara de felicidad abrazado a
un perro callejero.
Los dos se habían marchado a la eternidad. |
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