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“Partitura de la cigarra”, extenso poema que
da nombre al libro de Montejo (Pretextos,
1999) es el canto de la naturaleza misma, canto a través del cual el poeta
expresa los sentimientos del hombre, sus nostalgias, sueños y ambiciones.
Tomando como epicentro la vida y muerte de la cigarra (o chicharra, como
también se le conoce), Montejo aborda una de las grandes frustraciones del
hombre, en todas las épocas: la aparente inaprehensibilidad del tiempo. Y si
decimos aparente es porque sólo a través de la poesía somos capaces de romper
las fronteras inefables que nos sujetan al tiempo. En “Partitura de la cigarra”, el poeta lo logra de manera magistral:
“El tiempo que intercambia la presencia y
la ausencia,/ el canto verde y el silencio de ceniza,/ el tiempo con los ojos
secos de la cigarra/ variando sin variar, noches y días/ ¿Ha de borrarse todo en los caminos?”. He
aquí un tiempo circular, perfecto. Tiempo
en el que frases y palabras que denotan oposición, representan el comienzo y el
final, la serpiente mítica que se muerde la cola, la muerte y el renacer. Así,
la vida no sería vida si no existiera su contraparte: la muerte. Presencia y ausencia, canto verde y canto de
cenizas, noches y días...; el empleo de éstos y otros opuestos le confiere
al poema –y al tiempo- una bruma de continuidad, de sutil movimiento de rueda,
pues el tiempo es uno y todos los tiempos, fundidos y vueltos a fundir en la
mirada del poeta: La maga maestra
del bosque muda su tiempo
verde en tiempo blanco, pero el grito es
idéntico desde hace milenios, se ausenta y
retorna, no cambia. Cual
ave fénix, la cigarra renace de sus cenizas, año tras año, durante la estación
de lluvia. Es entonces cuando el bosque reverdece con sus primeros cantos.
Tiempo, poesía, música y renacimiento; elementos que se retroalimentan,
formando un círculo infinito en el que el bosque –esa otredad que nos desborda-
es reino mágico y purificador; y la cigarra, reina y sierva de aquel país de
árboles que una vez habitamos, y que simboliza (la chicharra) la voz de una
naturaleza herida por la mano destructora del hombre. Voz que es silbo y
primavera tropical. Canto que traspasa el silencio de los tiempos que conoce de
soles y de lunas. La cigarra busca a través de su música no sólo la
trascendencia y supervivencia de su propio ser, sino la del bosque mismo:
morada, refugio, hogar y fortaleza desde donde nos descifra los códigos
secretos de la naturaleza. Pero parece haber allí cierta contradicción, pues a
pesar de que la cigarra canta para demostrarnos su eterna –y frágil-
existencia, el canto mismo lleva consigo el signo de la muerte: murió reventado como la chicharra, dice
un conocido refrán. Este ejemplo lo ilustra como un sol: Lo que escuché
de la cigarra, lo que me dijo con su grito una
vez, con su silencio, lo que sigue
diciéndome a lo lejos, hoy que su
cuerpo se quemó de música. En “Partitura de la cigarra”, el lector percibe
una especie de coro órfico que lo conecta con la espiritualidad áurica que es
esencia del universo y del hombre; partitura cósmica y terrena a la vez. Poesía
es ante todo oído y ritmo. En tal sentido,
el poema que nos ocupa es en sí una gran metáfora donde la musicalidad
penetra (a veces en forma de silencios o de murmullos íntimos, casi inaudibles)
a través de los poros heráldicos de la poesía. El efecto resulta revelador:
descubrimos que, al contrario de la concepción genesiaca sobre nuestro origen,
el ser humano está hecho de palabras (desde siempre y para siempre). “El hombre
es un ser de palabras”, dice Octavio Paz. Somos, por extensión, máscara y circo
de ruidos, sonidos, melodías, lloros, susurros, oleajes, trinos, gritos,
truenos, carcajadas, lamentos, silencios, canto de cigarra... He aquí algunas
imágenes donde la musicalidad es encantamiento y color de los sentidos: “Lo
que su grito fue grabado entre las cosas”; “la nieve sónica cayendo en densas
capas”; “cigarra asida de su grito/ ella y su sombra/ ella y sus sonidos...”;”Cada nota vibrando se fragmenta/ se oye
siempre una cigarra y una cosa” . Ese
canto de muerte y renacimiento de la cigarra no tendría sentido sin la
presencia del paisaje. La voz poética, que desnuda su mirada desde la
naturaleza, o, en todo caso, desde el paisaje, pone de relieve las formas y
colores que, junto al sonido, dan esplendor y pertinencia al poema. Si el
sonido, en todas sus manifestaciones, es la representación física y espiritual
del tiempo (el tic-tac de un reloj, el latido imperceptible del cosmos en el
silencio de la noche...), el paisaje lo
es del espacio (el verde paradisíaco de la arboleda, su desnudez de mujer amada, la luz de la terredad...). Tiempo y
espacio, binomio sagrado que conjuga la creación humana y la divina. Binomio
donde el poeta, demiurgo y partero de sí mismo, funda territorios de fuego
purificador. Más que el lugar que ocupamos, el espacio es aquello que nos
ocupa. Y el paisaje de “Partitura de la cigarra” nos invade con su eco de
colores y emociones hasta crecer en nosotros con la certidumbre lírica e
interminable de la cigarra; sus árboles, sus nubes, sus ríos y montañas, sus
blancos y sus verdes; la tierra: Está cantando en
el fondo del bosque, en el bosque
secreto que cada quien lleva consigo como
una sombra, desde que nace, está cantando en
un árbol, ella y el eco
que la fija en el viento. Tiempo
y espacio enmarcado por un lugar (el bosque) y una vida- muerte (la de la
cigarra). Espejo en el que la memoria es un espejismo distorsionador de la
mirada. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que espacio y tiempo sean
conceptos marcados por el rechazo mutuo. Muy por el contrario: el uno no podría
existir sin el otro. Pero Montejo no sólo se conforma con mostrarnos la
relación intrínseca (dualidad) entre time
and space. El poeta nos muestra otras realidades, más humanas y por tanto,
herederas de una oposición radical, irreconciliable. Verbigracia: la dualidad
bosque/ciudad. Ambos transcurren en tiempos diferentes. El reloj del bosque
(selva, campo) parece marcar el tiempo con desgana, como si no quisiera, y el minutero es entonces una flecha
embriagadora que cruza los aires con timidez y lentitud milenarias, como
temiendo herir la apacibilidad del día, el verde vegetal y el silencio que lo
respira. Tiempo señalado por el ciclo de las estaciones, el murmullo
precámbrico de los ríos, el movimiento azul de los astros. Su fino oído degusta
con placer de ninfa cada palpitar
levísimo de sus brotes fraganciosos. Más próximo al canto erótico-sensual de la
sirena que del barroquismo místico de Vivaldi, su música gravita como un puerto
anclado en el arrobo de las emociones. En este tiempo de la naturaleza la vida
no tiene edad; en ella se podría morir eternamente. Por
el contrario, el tiempo de la ciudad está marcado por la aceleración de los
sentidos. Tiempo que ha desterrado a Cronos a un prostíbulo sin héroes donde el
verbo amar es odiado en un eterno pluscuamperfecto sin posibilidad de retorno;
lugar en el que él, Cronos, es puro
pretérito de nostalgias: “Está alumbrando
ahora desde una estrella, lejos,/ está dormida fuera de su música,/ soñando que
podemos cantar lo que cantaba,/ ella y su verde silencio compacto,/ ella y el
grito que inventa su quimera,/ lo que canta en nosotros desde su ceniza.”..
Es
un tiempo suicida por naturaleza. Y más aún: homicida. Reloj negador del hombre
y del bosque, su minutero es una espada ciega manchada de sangre, de savia
vegetal: “Busqué la cigarra con un
hacha”.. Es el tiempo de la ciudad alterando la tranquilidad del bosque,
mutilando sus vértebras. Así, la ciudad representa la violencia; el bosque la
armonía, el equilibrio. Una es gris como la espada de Herodes, el otro es verde
como la fertilidad. Concreto y madera. Metal y hueso. TNT y ADN. Nueva York
y Amazonia. Olvido y memoria. Con
respecto al bosque, la ciudad es un ente violador, instrumento del hombre para
exterminar nuestra casa primigenia: el campo. Esto representa un contrasentido,
pues la muerte del bosque es un atentado contra el hombre mismo. Eugenio Montejo es consciente de esta
paradoja histórica, de la que la
humanidad acaso comienza a tener cierta noción a partir de la primera
revolución industrial, si no antes. Por
todo esto, “Partitura de la cigarra” es
el canto del bosque que, mutilado y enfermo, se niega a morir; de allí su
renovación cíclica a través de la cigarra. En tal sentido, la selva
representa la casa violada, el hogar
saqueado, mil veces saqueado y vuelto a saquear. Último rincón del mundo donde
el fuego aún no ha sido robado por Prometeo. Bosque, lugar donde la poesía es
color y es música; dolor, parto, entrega. Orgasmo y grito de la naturaleza.
Partitura secreta que sólo el alma de la cigarra es capaz de descifrar. Selva Nublada, lunes 02 de agosto de 2004 |
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