Tiempo y espacio de una partitura para una poética sobre la cigarra y el bosque
Leonardo Maicán


 “Partitura de la cigarra”, extenso poema que da nombre al libro de Montejo (Pretextos, 1999) es el canto de la naturaleza misma, canto a través del cual el poeta expresa los sentimientos del hombre, sus nostalgias, sueños y ambiciones. Tomando como epicentro la vida y muerte de la cigarra (o chicharra, como también se le conoce), Montejo aborda una de las grandes frustraciones del hombre, en todas las épocas: la aparente inaprehensibilidad del tiempo. Y si decimos aparente es porque sólo a través de la poesía somos capaces de romper las fronteras inefables que nos sujetan al tiempo. En  “Partitura de la cigarra”, el poeta lo logra de manera magistral: “El tiempo que intercambia la presencia y la ausencia,/ el canto verde y el silencio de ceniza,/ el tiempo con los ojos secos de la cigarra/ variando sin variar, noches  y días/ ¿Ha de borrarse todo en los caminos?”.

He aquí un tiempo circular,  perfecto. Tiempo en el que frases y palabras que denotan oposición, representan el comienzo y el final, la serpiente mítica que se muerde la cola, la muerte y el renacer. Así, la vida no sería vida si no existiera su contraparte: la muerte. Presencia y ausencia, canto verde y canto de cenizas, noches y días...; el empleo de éstos y otros opuestos le confiere al poema –y al tiempo- una bruma de continuidad, de sutil movimiento de rueda, pues el tiempo es uno y todos los tiempos, fundidos y vueltos a fundir en la mirada del poeta:

La maga maestra del bosque

muda su tiempo verde en tiempo blanco,

pero el grito es idéntico desde hace milenios,

se ausenta y retorna, no cambia.

 

Cual ave fénix, la cigarra renace de sus cenizas, año tras año, durante la estación de lluvia. Es entonces cuando el bosque reverdece con sus primeros cantos. Tiempo, poesía, música y renacimiento; elementos que se retroalimentan, formando un círculo infinito en el que el bosque –esa otredad que nos desborda- es reino mágico y purificador; y la cigarra, reina y sierva de aquel país de árboles que una vez habitamos, y que simboliza (la chicharra) la voz de una naturaleza herida por la mano destructora del hombre.  Voz  que es silbo y primavera tropical. Canto que traspasa el silencio de los tiempos que conoce de soles y de lunas. La cigarra busca a través de su música no sólo la trascendencia y supervivencia de su propio ser, sino la del bosque mismo: morada, refugio, hogar y fortaleza desde donde nos descifra los códigos secretos de la naturaleza. Pero parece haber allí cierta contradicción, pues a pesar de que la cigarra canta para demostrarnos su eterna –y frágil- existencia, el canto mismo lleva consigo el signo de la muerte: murió reventado como la chicharra, dice un conocido refrán. Este ejemplo lo ilustra como un sol:

Lo que escuché de la cigarra, lo que me dijo

con su grito una vez, con su silencio,

lo que sigue diciéndome a lo lejos,

hoy que su cuerpo se quemó de  música.

 

En  “Partitura de la cigarra”, el lector percibe una especie de coro órfico que lo conecta con la espiritualidad áurica que es esencia del universo y del hombre; partitura cósmica y terrena a la vez. Poesía es ante todo oído y ritmo. En tal sentido,  el poema que nos ocupa es en sí una gran metáfora donde la musicalidad penetra (a veces en forma de silencios o de murmullos íntimos, casi inaudibles) a través de los poros heráldicos de la poesía. El efecto resulta revelador: descubrimos que, al contrario de la concepción genesiaca sobre nuestro origen, el ser humano está hecho de palabras (desde siempre y para siempre). “El hombre es un ser de palabras”, dice Octavio Paz. Somos, por extensión, máscara y circo de ruidos, sonidos, melodías, lloros, susurros, oleajes, trinos, gritos, truenos, carcajadas, lamentos, silencios, canto de cigarra... He aquí algunas imágenes donde la musicalidad es encantamiento y color de los sentidos:  “Lo que su grito fue grabado entre las cosas”; “la nieve sónica cayendo en densas capas”; “cigarra asida de su grito/ ella y su sombra/  ella y sus sonidos...”;”Cada nota vibrando se fragmenta/ se oye siempre una cigarra y una cosa” .

Ese canto de muerte y renacimiento de la cigarra no tendría sentido sin la presencia del paisaje. La voz poética, que desnuda su mirada desde la naturaleza, o, en todo caso, desde el paisaje, pone de relieve las formas y colores que, junto al sonido, dan esplendor y pertinencia al poema. Si el sonido, en todas sus manifestaciones, es la representación física y espiritual del tiempo (el tic-tac de un reloj, el latido imperceptible del cosmos en el silencio de la noche...),  el paisaje lo es del espacio (el verde paradisíaco de la arboleda,  su desnudez de mujer amada, la luz de la terredad...). Tiempo y espacio, binomio sagrado que conjuga la creación humana y la divina. Binomio donde el poeta, demiurgo y partero de sí mismo, funda territorios de fuego purificador. Más que el lugar que ocupamos, el espacio es aquello que nos ocupa. Y el paisaje de “Partitura de la cigarra” nos invade con su eco de colores y emociones hasta crecer en nosotros con la certidumbre lírica e interminable de la cigarra; sus árboles, sus nubes, sus ríos y montañas, sus blancos y sus verdes; la tierra:

Está cantando en el fondo del bosque,

en el bosque secreto que cada quien lleva consigo

como una sombra, desde que nace,

está cantando en un árbol,

ella y el eco que la fija en el viento.

 

Tiempo y espacio enmarcado por un lugar (el bosque) y una vida- muerte (la de la cigarra). Espejo en el que la memoria es un espejismo distorsionador de la mirada. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que espacio y tiempo sean conceptos marcados por el rechazo mutuo. Muy por el contrario: el uno no podría existir sin el otro. Pero Montejo no sólo se conforma con mostrarnos la relación intrínseca (dualidad) entre time and space. El poeta nos muestra otras realidades, más humanas y por tanto, herederas de una oposición radical, irreconciliable. Verbigracia: la dualidad bosque/ciudad. Ambos transcurren en tiempos diferentes. El reloj del bosque (selva, campo) parece marcar el tiempo con desgana, como si no quisiera,  y el minutero es entonces una flecha embriagadora que cruza los aires con timidez y lentitud milenarias, como temiendo herir la apacibilidad del día, el verde vegetal y el silencio que lo respira. Tiempo señalado por el ciclo de las estaciones, el murmullo precámbrico de los ríos, el movimiento azul de los astros. Su fino oído degusta con placer de ninfa cada  palpitar levísimo de sus brotes fraganciosos. Más próximo al canto erótico-sensual de la sirena que del barroquismo místico de Vivaldi, su música gravita como un puerto anclado en el arrobo de las emociones. En este tiempo de la naturaleza la vida no tiene edad; en ella se podría morir eternamente.

Por el contrario, el tiempo de la ciudad está marcado por la aceleración de los sentidos. Tiempo que ha desterrado a Cronos a un prostíbulo sin héroes donde el verbo amar es odiado en un eterno pluscuamperfecto sin posibilidad de retorno; lugar en el que él, Cronos, es  puro pretérito de nostalgias: “Está alumbrando ahora desde una estrella, lejos,/ está dormida fuera de su música,/ soñando que podemos cantar lo que cantaba,/ ella y su verde silencio compacto,/ ella y el grito que inventa su quimera,/ lo que canta en nosotros desde su ceniza.”..

Es un tiempo suicida por naturaleza. Y más aún: homicida. Reloj negador del hombre y del bosque, su minutero es una espada ciega manchada de sangre, de savia vegetal: “Busqué la cigarra con un hacha”.. Es el tiempo de la ciudad alterando la tranquilidad del bosque, mutilando sus vértebras. Así, la ciudad representa la violencia; el bosque la armonía, el equilibrio. Una es gris como la espada de Herodes, el otro es verde como la fertilidad. Concreto y madera. Metal y hueso. TNT y ADN. Nueva York y  Amazonia. Olvido y memoria.

Con respecto al bosque, la ciudad es un ente violador, instrumento del hombre para exterminar nuestra casa primigenia: el campo. Esto representa un contrasentido, pues la muerte del bosque es un atentado contra el hombre  mismo. Eugenio Montejo es consciente de esta paradoja histórica,  de la que la humanidad acaso comienza a tener cierta noción a partir de la primera revolución industrial, si  no antes. Por todo esto,  “Partitura de la cigarra” es el canto del bosque que, mutilado y enfermo, se niega a morir; de allí su renovación cíclica a través de la cigarra. En tal sentido, la selva representa  la casa violada, el hogar saqueado, mil veces saqueado y vuelto a saquear. Último rincón del mundo donde el fuego aún no ha sido robado por Prometeo. Bosque, lugar donde la poesía es color y es música; dolor, parto, entrega. Orgasmo y grito de la naturaleza. Partitura secreta que sólo el alma de la cigarra es capaz de descifrar.

 

Selva Nublada, lunes 02 de agosto de 2004