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Franz Kafka nos ayuda a
comprender las obsesiones que determinaron el rumbo de su vida a través de sus
escritos. Si ha habido algún autor que haya sabido plasmar el concepto de dificultad, ha sido él. De su obra siempre se recuerda “La
metamorfosis”, escrita en su primera etapa, y publicada en vida. Sus otras
grandes creaciones, de las que se destaca “El
proceso”, “El castillo” y “América”, nos han llegado gracias a su
amigo Max Brod, ya que Kafka, en su última voluntad, pidió que se destruyeran
todos sus escritos. Su niñez transcurrió en una familia modesta, en la
que murieron sus dos hermanos varones (también tenía tres hermanas pequeñas). Su
padre nunca le entendió ni le apoyó en su amor desmedido por la literatura,
herramienta o excusa (que la literatura es lo único que realmente le interesaba)
que incluso empleó para romper sus compromisos matrimoniales. Estuvo a punto de
casarse en varias oportunidades, pero no dio nunca el paso, y de hecho la mayor
parte de su vida la pasó en compañía de su familia. Empezó a estudiar Química,
pero finalmente se doctoró en Derecho, y compaginó su trabajo en una compañía
de seguros con su actividad, desarrollada por las noches, como escritor. En sus
diarios se puede comprobar la dificultad que tenía para poder atender las dos
ocupaciones, y a eso tenemos que añadir una salud delicada que le acabó
quitando prematuramente la vida. La existencia de Kafka
fue un martirio, una tortura constante, reflejada a la perfección en su obra, de
la que se ha resaltado más el estilo en sí, que el propio contenido, y no
porque este desmerezca en absoluto. Murió de tuberculosis el 3 de Junio de
1924, y sus restos descansan en el cementerio de Straschnitz. “El proceso” fue escrito entre la segunda mitad de 1914 y Enero
de 1915. Se inicia con un hecho singular, Josef
K, empleado de banca, es detenido sin motivo aparente. En principio el hecho
parece una anécdota debido a un error, y él así se lo toma, convencido de su
inocencia. K. queda en una supuesta libertad, pero sabe que se ha iniciado un
proceso contra él que puede tener resultados en cualquier momento. La cosa se complica porque el sistema judicial que
nos describe Kafka prácticamente impide cualquier
tipo de defensa. Cualquiera que lea la novela y choque después con alguna
situación relacionada con la burocracia, que sea lenta, compleja y le
desespere, será muy difícil que no se acuerde del libro. K. trata de
defenderse, pero tiene un problema fundamental, que marca el desarrollo de la
obra, y es que no
sabe de qué es acusado. En su afán por tratar de entender conoce a gente
relacionada de alguna manera con el tribunal, siempre con los funcionarios más
bajos, pues es imposible llegar a los estamentos más altos. Ellos, que parecen
todos conocer a la perfección el sistema, le hacen ver la dificultad del mismo,
y sobre todo la imposibilidad de conseguir lo único que K. quiere, que es la
absolución total, sin culpa alguna. El tribunal descrito en la obra nunca
reconoce la inocencia total, y no sólo eso, sino que es sobornable, y apenas
lee los incontables memoriales que exige de la defensa, y en la que hay que
describir la vida entera del defendido, ya que éste no sabe de qué se le culpa.
El tribunal está por todos lados, pero no se le ve. Según transcurre la obra, muchos de cuyos pasajes
parecen extraídos de un sueño, K. parece comenzar a dudar de si mismo. Su
relación con los demás es difícil, y en ella se mezcla esa dificultad con una
aparente soltura con las mujeres, que prácticamente se entregan todas a él nada
más conocerle. Sin embargo con los hombres parece tener problemas: el
subdirector del banco aprovecha la distracción en la que le sumerge el proceso para
tratar de apartarle en el trabajo, el abogado Huld
(en alemán “favor”, “benevolencia”) que le defiende, gracias a la mediación de
su tío, no consigue ningún resultado aparente, pero no entiende que K. se los
exija a medio plazo. Sólo parece querer ayudarle de verdad el pintor Titorelli, encargado de hacer retratos de los abogados,
aunque tampoco es un personaje que de una imagen seria, sino más bien
excéntrica y grotesca. Todo ello hace que K. parezca siempre perdido, mientras
que los demás le dan consejos y parecen comprenderlo todo con facilidad. Otro personaje de la obra, la señorita Bürstner, que aparece sólo al principio y al final, parece
representar a Felice Bauer,
con la que estuvo comprometido en ese momento de su vida. Finalmente, K. está convencido de que es culpable,
pero no trasciende de qué, quizá de no saberse relacionar, y prácticamente
ayuda a sus verdugos, unos funcionarios analfabetos que no saben casi ni
hablar, en la víspera de su treinta y un cumpleaños, a que acaben con él de la
peor manera, con un cuchillo carnicero, en las afueras de la ciudad. Podemos concluir que de alguna manera Josef K es Franz Kafka, porque los sentimientos de culpabilidad son los
mismos, y la dificultad para sobrevivir a la sociedad que le martiriza también
coinciden. Y que en este libro el adjetivo “kafkiano”,
referido a una situación absurda pero posible, compleja, infernal y onírica, en la que siempre sale
todo mal, se paladea en cada página. |
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