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No
sé por qué a este escritor siempre le tuve un poco de manía, y eso que estuvo
casado con mi admiradísima Carmen Martín Gaite, pero
resultaba demasiado serio en la foto del libro de literatura del colegio, y las
aventuras de Alfanhui fueron para mí lo más tedioso
del libro escolar de lecturas. Tal vez a Alfanhui le
pase como a Alicia, la del espejo, personajes que los pedagógos
se empeñan en introducir en los libros escolares y que, como luego se descubre,
sólo se disfrutan de adultos. Además
de mi monomanía, como no conocía demasiado de este escritor, no me sentó
demasiado bien que propusieran en el taller de la biblioteca la lectura de El jarama. Buf, pensé, El jarama, ¡qué
bien!, un libro dónde no pasa nada y al final uno se ahoga. Porque los
libros escolares tienen la suficiente mala leche para amargarte una futura
lectura para cuando seas mayor, te lo resumen, te ponen dos dibujos, y ya es
como si hubieras leído el libro, total, ya sabes el final. En
El jarama
lo menos importante es conocer el final, o que pase o no pase nada. En las 16
horas que transcurren a lo largo de la novela, no pasa nada, o pasa todo, pasa la vida, así, como siempre, de soslayo. Entre las
risas de los jóvenes junto al río, entre las rumbas veraniegas de domingo,
entre las conversaciones de bar, los vasos de vino y las fichas del dominó. Y
así, una novela constituida por un monumental diálogo de casi 400 páginas, en
las que se refleja el habla coloquial de una forma tan fiel que no necesitas
que te apunten quién habla en cada momento, se convierte en poesía. A
pesar de la reticencia inicial y de la resistencia de las primeras páginas, el Jarama absorbe. Y
ahora sí que me alegro de haber leído esta novela. Y de que el pasado 23 de
abril concedieran el Premio Cervantes a este señor
serio. Y de que la vida siga pasando junto al Jarama,
ahora igual que hace 50 años. |
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