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Se entiende que la literatura infantil es toda aquella producción
literaria dirigida a niños y jóvenes. Benedetto Croce considera que “calificar
como infantil a la literatura dirigida a la infancia, produce el efecto de una
limitación, que conlleva la idea de una parcialización o segregación... "
Con esto quiere decir que, para que un libro sea un buen libro para
niños, tiene que ser un buen libro, esencialmente, y reunir las condiciones de
todas las obras literarias de calidad. Sin embargo, es necesario que una vez
reunidas todas esas condiciones generales para ser literatura, se requiere
agregar ciertos requisitos específicos que le exige su contenido o el sector a
quien va dirigida esa literatura.
En la actualidad se suele hablar de literatura para niños, como una
forma de clarificar el tema y de evitar las posibles confusiones que generaría
la común denominación, según se le acostumbra a entender como una expresión
literaria pueril, poco seria, limitada o producida por niños.
De todas maneras, entendemos la literatura infantil como una
expresión artística de calidad literaria dirigida a niños y jóvenes con el
objeto de divertirlos, conmoverlos, orientarlos, enseñarles, mostrarles otras formas
de pensar y sentir, estimularles la creatividad, animarlos a soñar y vislumbrar
otros universos a través del juego maravilloso que permite vivir la alquimia de
la palabra.
Hemos sido alimentados de generación en generación con la ilusión
del paraíso. Para unos, alcanzable; para otros, imposible. Desde posiciones
diversas apreciamos el valor o la naturaleza de la libertad. La literatura, esa
gran partera de sueños, jamás se retira del espacio donde crecemos en esa
búsqueda. En la mayoría de los casos, inconsciente, y convencidos de que el
color del vestido que usa esa niña es el mismo de la felicidad. No hemos podido
comprobarlo, ciertamente, pero estamos seguros de que cada nota, cada voz, cada
fonema, cada palabra, cada imagen, evocación o símbolo que nos permite
vivenciar la lengua, tiene algo de extraño y natural que nos exige pensar en la
literatura.
Somos niños, desde antes de nacer, hasta la muerte. Nos
impresionamos y asombramos siempre ante lo inesperado, lo fortuito o lo
maravilloso, con la misma impetuosidad con que experimentamos esas sensaciones
en épocas más crudas.
¿Quién no quisiera ver en su madre o en su padre la imagen de una
mujer o un hombre joven, casi inmortal? ¿Quién vacilaría en pensar en la
posibilidad casi olímpica de retroceder el tiempo para alisar la piel, atrasar
los calendarios o impedir las muertes o sucesos dolorosos?
Cuando niños, el imaginario obra como un ingeniero rediseñando el
mundo, alterando paisajes, manipulando la vida y la muerte de acuerdo con el
vaivén de los afectos. Cuando adultos, el imaginario, entonces, ante
situaciones adversas, reconstruye el tiempo y nos ubica en el plano de la
infancia para soñar en el mundo con otras estaciones.
Ese es el juego de la literatura. Un juego que le apuesta al
tiempo, a pesar de las edades, a pesar de la experiencia. Y la literatura
infantil, como género especial dentro de este universo artístico de la lengua,
no es ajena a ese juego en el que, sin quererlo o sin creerlo, compite el
adulto con su propia capacidad de imaginar.
El mundo moderno, tildado de caótico, crítico, confuso y muchas
veces de loco, realmente es un mundo contrario a lo que nos ha querido mostrar
la misma realidad. La lectura de obras literarias para cualquier edad y sentida
desde la perspectiva del hábito, permite realizar apreciaciones aparentemente
contradictorias. Es posible que la impresión que nos arroja este mundo
“enloquecido” opere como una suerte de magia cuya misión es la de obnubilar con
sus colores y su ruido a los seres banales, rutinarios, ritualistas de la vida,
que caminan al ocaso mirando sólo la punta de sus zapatos.
Es necesario que el lenguaje tome partida en este proceso de
selección del pensamiento. Cuando aparece en la historia de la humanidad, la
escritura, aparece un instrumento que ampliará los horizontes comunicativos.
Pero lo más importante es que con esta otra niña, amable y locuaz, amiga de la
libertad, y de la opresión, aparece también el sortilegio de la razón para
nutrir con otros colores y aromas el paraíso de la fantasía, adormecido en los
tiempos de la preescritura.
La literatura surge entonces como una herramienta del lenguaje para
ampliar el horizonte de los sueños de la humanidad. Con ella hemos crecido. La
lectura de sus signos y sus símbolos nos ha permitido soñar la aventura del
tiempo a través de la historia del pensamiento. La misma que nos ha contado
quiénes éramos, quiénes fuimos, dónde estuvimos, qué hicimos. La literatura nos
ha dicho verdades, nos ha inventado otras, pero nunca nos engaña.
El tiempo nunca es enemigo, sólo que a veces se disfraza para
dejarse contar. El hombre lo ha recogido y organizado en el libro de la
historia. Un libro por donde camina la literatura, amablemente como Pedro por
su casa; pues, siente que la historia es el claustro de amplios corredores,
hermosas alcobas y espléndidas salas donde vio desfilar el universo construido
por el hombre con sus hechos.
Se nos ha mostrado la literatura así: cariñosa y feliz, y
curiosamente adulta. La hemos visto en sus comienzos como una joven que crece;
la ubicamos en la historia con nombres sonorísimos, elevados, corriendo con los
siglos con mensajes para todos, sin distinción de clases ni de credos ni de
ideologías ni de posiciones sociales, etc. Pero tuvimos que esperar el siglo
XIX para que la literatura mirara hacia los niños. Con los hermanos Grimm, Hoffman
y Andersen, la niña adulta se nos volvió infantil, se nos hizo amiga de niños y
jóvenes, porque empezó a mirarlos con respeto, con admiración y con cariño.
El tiempo ha seguido su marcha y, con él, la literatura infantil ha
ido adquiriendo labradores que aran sus tierras con la esperanza de que la
cultura que se construye alrededor del libro, no olvide a los niños y niñas, a
los jóvenes. A ellos ha de llegar el legado de la humanidad que ha transitado
todos los caminos de la historia, desde las primeras manifestaciones del
cuento, hasta las más elevadas expresiones rítmicas de la poesía, pasando por
la novela y otras formas en que la literatura cuenta el mundo a su manera...
No podríamos decir, como reza la frase de cajón, ya disonante, que
los niños son la esperanza y el futuro, porque caeríamos en cacofonías e
imprecisiones. Pues el niño no puede ser futuro. Es, y es suficiente con que
entendamos su presencia en el ahora. La literatura infantil es para el niño, la
niña y el joven del presente de esa literatura. No hay anacronismo.
Por otro lado, la esperanza somos todos con el medio y las
circunstancias. La literatura infantil es, porque el tiempo, la historia y el
hombre necesitan asumir la esperanza en el ahora.
Soñar es un verbo que se conjuga en el presente para apreciar mejor
el horizonte de la literatura. La literatura, a su vez, no es otra cosa que un
universo donde los sueños imaginan la vida. El hombre se hace Dios al soñar. La
literatura diviniza a quien la asume, ya sea como lector o como escritor. Necesitamos
que niños, niñas y jóvenes empiecen a seguir el curso de la divinidad. Es
imperioso que propiciemos espacios para estimular los sueños, para cultivar el
imaginario infantil y enriquecer el universo léxico, desde la práctica y la
teoría de la razón para el perfeccionamiento del lenguaje, para elevar los
niveles de comunicabilidad entre los seres humanos.
La producción artística expresada en las letras para niños es esa
ventana que permite rescatar el lenguaje de los sueños, para adentrarnos al
mundo de la realidad por los caminos de la fantasía. Hagamos de la literatura
infantil un espacio común para reconstruir la sociedad, desde la perspectiva de
la lectura crítica y consciente, y desde la escritura ubicada, seria y
responsable. Debemos ser testigos responsables de nuestro tiempo. Si queremos
transformar la naturaleza de los problemas sociales de nuestra era, empecemos a
realizar una lectura crítica y aterrizada de los signos de la historia que
estamos construyendo.
El lenguaje es un instrumento de poder. La literatura infantil es
un espacio privilegiado, con el poder para nutrir de esperanzas a niños, niñas
y jóvenes. Que ese imaginario que los mueve a jugar sea el mismo que promoverá
en sus sueños la marcha por el camino de la libertad.
Somos esclavos de las sombras de la ignorancia, no porque no seamos
capaces de soñar, sino porque no hemos aprendido a jugar con el tiempo de
nuestro lado. A eso nos enseña la literatura infantil: a reconocer que “la vida
es un sueño”, como decía Pedro Calderón de
La buena literatura infantil es espacio para soñar la realidad en
todas las instancias que nos brinda el tiempo. Desde Las mil y una noches,
Calila y Dimna, los clásicos de la literatura griega y latina, los cuentos del
Decamerón, las letras de
La palabra juega, la palabra canta, la palabra camina, la palabra
edifica, la palabra nos hace soñar que somos dioses y que somos capaces de
reconstruir el mundo y solucionar sus conflictos a través de la magia universal
de la literatura.
No hemos sido capaces aún de desentrañar la magia, el sonido de
cristal que subyace detrás de los textos. Se requiere que aprendamos, nosotros
los adultos, a descubrir el universo que vislumbra el niño en medio de sus
juegos, juegos que necesariamente, por esa naturaleza mutante del tiempo y las
experiencias que nos brinda, no fueron los mismos, o por lo menos no fueron
sentidos igual.
La literatura es esa experiencia especial donde las palabras, las
evocaciones, la poesía y la magia real del relato, nos transporta a otro plano
vivencial en el que el lenguaje posibilita el encuentro fabuloso entre la tangibilidad
del mundo real, con la fantasía cósmica del poema que corre arrastrado por el
torrente líquido de las verdades que fragua el imaginario del autor de los
libros para niños.
El mundo está despertando de un adormilamiento con sueños demasiados
sencillos. La realidad cultural obliga a repensar en la fantasía para darle
sentido a la vida, una vida truculenta, bulliciosa, salpicada de dificultades y
conflictos sociales.
Se nos habla de un tejido roto, un tejido social agujereado. La
literatura nos puede hacer pensar en una tela que es posible destejer con
palabras, para elaborar una urdimbre más sólida con el poema compacto de las
ilusiones de los niños, los anhelos de las mujeres y la esperanza de los
abuelos, agentes constructores de tiempo. Es cierto que la literatura infantil
puede ser en últimas un simple divertimento. Pero que tal si salvamos su
lenguaje, si aprendemos a indagar en la urdimbre del relato infantil sobre las
dosis de diálogo que sazonan sus historias dándole sentido y pertinencia al
juego del suspenso que gravita en esas aventuras donde volvemos, los adultos,
otra vez a jugar a ser lo que antes fuimos: Agentes soñadores, fabuladores de
mundos, donde todo es posible, donde la libertad huele a río y la felicidad sí
tiene el mismo vestido de la niña que inspira todos los sueños.
Asumamos entonces la literatura infantil como lo que es, un juego
muy serio que pretende enseñamos a vivir la realidad con un lenguaje que
posibilita encontramos con la fantasía, fungiendo de partera en un mundo que
necesita permanentemente el nacimiento de verdades.
Sólo el que sueña vive. La literatura infantil es el vehículo que
nos puede conducir al país maravilloso que soñamos.
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