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Doña Purificación era una señora muy piadosa, católica apostólica y
romana, como le enseñaron a decir en la escuela en clases de religión, sin
embargo, creía en espíritus malignos, ensalmos y hechicerías, muy contrarios a
sus creencias religiosas y cargaba sobre su cuerpo cadenas con imágenes de
santos, escapularios en los tobillos, pulseras, dijes, estampitas milagrosas,
patas de conejo en la cartera, en fin, cuanto talismán le regalaban o compraba
contra el mal de ojo y otros maleficios.
Con ella vivía una nieta de diez años inquieta, desobediente y
pícara que le hacía muchas diabluras, pero la acompañaba a rezar el rosario
todas las noches con mucha devoción.
Todo lo malo que ocurría en la casa y fuera de ella era culpa de
los espíritus. Decía doña Purita, y empezaba a rezar para alejarlos de su vida.
Un día, que necesitaba salir con urgencia, no encontraba las llaves y sin ellas
debía permanecer en casa. Revolcó todos los rincones, destendió
camas, buscó por todas partes y nada que aparecían las benditas. Tanta sed le
dio que preparó una limonada y, como le gustaba bien fría abrió el congelador
de la nevera y ¡oh, sorpresa! Allí estaban, entre los comestibles y el hielo.
Mientras la buena señora maldecía a los engendros del demonio y
todos los espíritus malignos por ser tan desgraciados con ella que le escondían
las cosas importantes, su nieta se tapaba la boca para disimular la carcajada.
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