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El cementerio “Santa Clara”, reflejándose en el espejo
retrovisor. Las estrellas estaban ausentes aquella noche, la luna llena era la
única fuente de luz disponible y las casas, vacías. La ventanilla
baja permitía escuchar el cantar de los búhos y cada tanto, un
lobo salvaje que aullaba en la lúgubre penumbra de aquel pueblo. El
camino de tierra ostentaba su fúnebre apariencia.
El chofer dejó sudar una gota mientras observaba los metros delante con
dificultad, ya que la neblina impedía la visión. El celular,
muerto. Un destello y más tarde un fuerte rugido emanaron
del cielo, que de pronto comenzó su llanto. En algunas viviendas ya
podía notarse presencia alguna. Un suspiro de alivio escapó de la
boca del conductor. Incrementó la velocidad, desesperado por regresar a
su hogar.a
Sin notarlo, en medio del recorrido apareció de pronto una humilde
paisana de ojos azules, delgada y con vestimentas blancas. Todo sucedió
en un segundo. Las pulsaciones del piloto aumentaron en un santiamén,
empalideció y de pavor continuó a toda marcha, sin mirar
atrás y con el corazón en la garganta. Intentó encender la
radio. Comenzó a llorar, alterado por el homicidio. Lacrimosa”, seguía el ritmo de la emisora,
intentando calmarse. “Lacrimosa dies illa”. Las gotas
caían de sus ojos. “Qua resurget est favilla”.
Sintió que los pelos de su nuca se erizaban. “Judicandus homo
reus” Le pareció sentir un sollozo, un gemido. “Huic
ergo parce, Deus” Escalofríos, un fuerte trueno. “Pie
Jesu Domine” Lentamente, giró la cabeza. “Dona eis
requiem. Amen.” En el último asiento de su autobús, una
pasajera de ojos estilo Ligeia (pero azules) se fregaba en su vestido
teñido de sangre. |
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