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Mi esposa estaba
todavía en el paritorio cuando oí aquel rumor extraño en
la solitaria sala de espera. Me froté los ojos y pensé que era
víctima de los nervios y del cansancio, de la carrera a media noche, de
los cigarrillos fumados uno tras otro durante la larga espera. Volvió a
repetirse aquel ruido y, junto a la puerta, en aquella penumbra suspendida a
intervalos por el parpadeo del fluorescente, pude adivinar una presencia. Me
acerqué intentando ver a la portadora de aquel vestido anticuado. Me
quedé clavado en mitad de la sala cuando vi a Inés. No
podía ser, llevaba muerta más de diez años. - Lorenzo - me
dijo - sabes a lo que vengo, ¿verdad? ; he vuelto a por lo que me
pertenece. Quise gritar,
llorar, suplicar al destino terrorífico que no me torturara de esa
manera. - Vuelve al
averno del que nunca debiste escapar, loca - aullé desesperado - no te
pertenece nada, te abandoné porque nunca podrías darme hijos. Abrí los
ojos en mitad de la sala desierta, el doctor me llamaba desde la puerta.
Mientras se enjugaba el sudor con un lienzo y me comunicaba que mi hijo acababa
de nacer muerto, pude ver, abandonado junto a la puerta, un anillo de mujer. |
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