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Carlitos era pequeño para sus diez años;
para agrandar sus males usaba anteojos de vidrios gruesos y padecía de
una timidez extrema. Sus amiguitos del barrio, mejor decir sus vecinos, lo
llamaban para completar los jugadores de esos partidos de fútbol de
potrero que realizaban en un baldío detrás de la barriada, no
porque supiera jugar. La verdad había dos motivos para ser
convocado, el primero era completar las parejas y poder enfrentar a seis contra
seis. Como siempre, Jorge y Néstor, los mejores
jugadores, realizaban una especie de ritual para decidir quién empezaba
a escoger. Quien ganaba escogía de primero y, por supuesto,
elegía al mejor jugador, el turno correspondía al otro y
así seguían turnándose hasta llegar a Carlitos, a quien
siempre elegían de último. Esta vez surgieron dificultades y las discusiones
fueron subiendo de tono con partidarios de lado y lado. Los minutos pasaron y
cuando, por fin, determinaron quienes conformaban los dos equipos, se dieron
cuenta que ya no habría partido, Carlitos se había ido para su casa y se llevó
su balón. |
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