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Vivía cerca del cementerio y todos los
días, cuando pasaba un cortejo fúnebre, se asomaba a la ventana a ver quién era
el difunto de turno. En un pueblo tan pequeño todos se conocían, pero ella no
salía de su casa y ya eran varios años en que no se trataba con nadie.
A veces, cuando escuchaba las campanas de
duelo, se instalaba en la ventana esperando el desfile mortuorio. Muchos la
conocían, pero nadie la saludaba, ella rompió con todas sus amistades y
conocidos. Los dolientes la miraban de reojo y muchos se codeaban como
diciéndose algo.
Un día escuchó el repique fúnebre de las
campanas y se acomodó en la ventana. Venía el sacerdote con dos acólitos y muy
pocas personas; eran todas las chismosas del pueblo, sus antiguas amigas, unas
lloraban y las demás rezaban. Una corona de flores, de las mortuorias, llevaba
una cinta con su nombre. Las mujeres miraron la ventana vacía y siguieron
caminando rumbo al cementerio. |
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