Presentación de Ángel Olgoso: La máquina de languidecer
El valor de las palabras en Ángel Olgoso

Por Carlos Almira



Se han dicho y se dirán muchas cosas sobre los cuentos de Ángel Olgoso (en este sentido es impagable el prólogo con que Fernando Valls abre esta colección de micro-relatos del libro que aquí presentamos, La máquina de languidecer). Yo quiero centrarme en dos aspectos que tienen que ver con el uso artístico y con la conquista por parte del escritor de un instrumento como es el lenguaje. Porque creo que, tras una lectura atenta, se puede concluir que uno de los logros literarios más importantes de Ángel Olgoso, que se plasman perfectamente en este libro, es precisamente el rescate de las palabras, secuestradas por el uso cotidiano para la persuasión, la violencia, el dominio, y en suma, el empobrecimiento de las relaciones humanas y de la percepción y la vida de ese lugar irreductiblemente extraño que es el mundo. Rescatar las palabras per se para el arte y concretamente, para lo fantástico, es, creo, como intentaré argumentar, el gran logro literario de Ángel Olgoso.

Cuando yo leí y volví a leer muchos de los cuentos de Ángel, a raíz de nuestra intensa relación por internet, incurrí con frecuencia en un error de enfoque que me impidió durante muchos meses, paladear, calibrar y disfrutar del verdadero valor de sus textos admirables: este error consistía, entre otras cosas, en buscar el andamiaje común del cuento literario en los textos de Olgoso: la condensación y el cierre argumental; la tensión dramática; la habilidad en la construcción escueta de la trama y los personajes; la necesidad de las descripciones, y en suma, la historia como tal o como símbolo aparentemente inocuo, en la línea de Chejov o Raymond Carver. Por otra parte, por aquel entonces yo era incapaz de apreciar aún el valor y la potencialidad estética del micro-relato.

Si comparaba los cuentos de Olgoso con los relatos que se centran en contar una historia más o menos sorprendente, en la línea de Maupassant o Tolstoi, continuada en el siglo XX por autores como Julio Ramón Ribeyro, me parecía que les faltaba precisamente la trabazón del artificio narrativo; si, por el contrario, trataba de ubicarlos en los relatos de fragmentos de historias cotidianas, que intentan captar un momento de la vida aparentemente insignificante, o retratar el rasgo o el conflicto corriente y ordinario de un personaje común, en la línea ya apuntada de Chejov o Raimond Carver, entonces echaba en falta precisamente lo aparentemente insulso y cotidiano. Así que pensé que debía buscar en otra parte el valor indudable de los cuentos de Ángel Olgoso, lejos de estos dos grandes cauces del realismo: la historia y lo cotidiano, aparentemente insignificante.

Busqué pues, con idéntica mala fortuna, en la tradición del relato fantástico: los cuentos de Edgard Allan Poe no dejaban de ser historias hábilmente trabadas, o bien símbolos sublimes, casi mitos, del horror y lo fantástico; así que por aquí, tampoco lograba descubrir nada singular; en cuanto a los relatos de Julio Cortázar o, en una clave más erudita, los de Borges, participaban demasiado de ambas corrientes, si bien escoradas hacia lo fantástico: lo cotidiano descubierto, sorprendido en su extrañeza, pero dentro de historias y trabazones que bien podían haber aprobado autores como Maupassant o Tolstoi en una clave realista e incluso, moralizante. Ángel Olgoso estaba en cambio, más allá o más acá, de esas dos grandes corrientes literarias, ya volcadas en la tradición naturalista hacia lo real y lo social, ya en la tradición inaugurada por Edgard Allan Poe, hacia lo fantástico (más próxima en cualquier caso, ésta última a la de nuestro autor, por la temática que por la esencia y la forma, que era precisamente lo que yo trataba de encontrar).

Había que buscar pues, el valor de los cuentos de Ángel Olgoso en otra parte, ¿pero dónde? ¿Y cómo? Encontré la respuesta por casualidad, en mis propias limitaciones.

Al tratar de escribir micro-relatos me di cuenta, con asombro, del valor capital de las palabras: cada palabra o a menudo, cada expresión de dos o tres palabras, debía tener en unos textos tan breves una potencialidad que en relatos más largos podía pasar desapercibida o incluso descuidarse, o bien podía sustituirse o transferirse sin dificultad a la construcción narrativa, al tono, al estilo, a la trama, a las descripciones, a las fantasías introspectivas de los personajes. Me di cuenta de que yo escribía micro-relatos siguiendo las mismas pautas con que había trabajado hasta entonces la novela y el cuento: ¡no tenía en cuenta las posibilidades explosivas, inéditas, fundadoras de mundos, de las palabras como tales, solas o trabadas en breves expresiones! Justo al contrario, Ángel Olgoso,  escribía sus cuentos independientemente de su extensión y temática, precisamente sobre el valor per se, explosivo e inquietante, de las palabras y las expresiones breves. En la literatura de Ángel Olgoso las palabras tenían y tienen esa misteriosa capacidad fundacional, de crear atmósferas y mundos por sí mismas, sin necesidad de mayor artificio ni recursos literarios y estilísticos, aunque por supuesto sin excluirlos; y eso era lo que yo no había visto hasta entonces, y lo que no podía encontrar en los grandes escritores que he mencionado, salvo excepciones puntuales. De paso, me di cuenta de que debía situar a Ángel Olgoso en otra tradición más rara, y quizás más afín a lo fantástico, en la estela de Franz Kafka.

Lo que en mi opinión, hermana al escritor austriaco con Olgoso no es lo que tantas veces se ha destacado en el primero: su capacidad de partir y abordar lo absurdo como si fuera la normalidad del mundo, sino precisamente, esta utilización de las palabras casi como claves de acceso a otro mundo, como claves perdidas, como bombas que crean en torno a sí, por una especie de metamorfosis misteriosa, la sensación de estar en otra parte ya sea en medio de lo cotidiano o en un ambiente exótico e incluso irreal, en medio mismo del relato.   

Del mismo modo que un objeto en una posición peculiar o descentrada (por ejemplo, una manzana en el cofre del tesoro de una banda de piratas), las palabras de Ángel Olgoso lejos de estar al servicio de la mera construcción de situaciones y tramas, parecen funcionar de forma autónoma, como signos de apertura, de una apertura condensada, misteriosa e inquietante, a otros mundos que están en este, insinuados a través de ellas en el propio relato, mundos incipientes para los que el lenguaje, incluso el lenguaje de la gran Literatura y del arte, no suele estar predispuesto ni listo.

Una manzana en un cofre de piratas, o en un costurero, he ahí una metáfora para describir el peso atómico de las palabras en los relatos de Ángel Olgoso; y sin embargo, todo en ellos es coherente y está perfectamente engarzado, desde la primera a la última línea, párrafo a párrafo, a menudo con un preciosismo artesanal que no merma un ápice de su frescura. Pero lo esencial, insisto en mi hallazgo, son las palabras, su extraño peso, su capacidad de crear atmósferas y de alcanzar el valor y el estatus de mundos por sí mismas, con o sin los demás artificios narrativos.    

Tomemos un ejemplo del libro que queremos presentar, La máquina de languidecer: el micro-relato titulado “La caja de los truenos”.

Si atendemos a su estructura y a los recursos estilísticos habituales del género, apenas encontramos aquí una revisión, sutilmente paródica y magistralmente ejecutada, del conocido episodio mítico de la Caja de Pandora; el manejo del ritmo y del humor (expresado mediante la enumeración de expresiones como “el suero en las venas de los enfermos, el salto a contracorriente de los salmones…”, o en la propia idea de la suspensión del tiempo del Universo, pendiente de la decisión de un muchacho); o la estructura impecablemente circular y condensada del relato; todo esto nos podría evocar la pericia narrativa de un micro-relato de Imbert o de Augusto Monterroso. Y sin embargo, en el texto de Ángel Olgoso hay algo más (y, quizás también algo menos) que en aquellos ejemplos, algo que explicaría, que debería explicar, la extraña fascinación que produce desde el principio: las palabras.

En este caso, creo que las palabras-mundo (si se me permite esta expresión) claves, es decir, las que sugieren un universo mucho más allá o más acá de la propia narración, y que crean una atmósfera capaz de envolver e invadir todo el relato y atrapar al lector, son, por una parte, los nombres propios: Nayib, y la familia Alauié; y, en segundo lugar, la propia descripción de la caja que remeda a la caja de Pandora: “una cajita de madera con un broche de color turquí”.

Estas palabras y expresiones no desempeñan en mi opinión, aquí, una función narrativa convencional, sino que están para sugerir todo un mundo que va mucho más lejos que el propio relato, y en el que el lector es obligado a introducirse para transitarlo adecuadamente: se me ocurre el mundo del Oriente de Las mil y una noches. En este micro-relato pues, las palabras y expresiones-mundo están cargadas por así decirlo, con un material explosivo meta-literario. Esta es, al menos mi lectura. Pero quizás se trata de un recurso abierto, si no a infinitas, al menos a múltiples lecturas posibles.

En otros casos las palabras-mundo extraerán su fuerza insospechada, su carga explosiva, su trastienda semántica, de realidades más cotidianas y aparentemente más próximas al lector y al autor, en la línea ya apuntada de Kafka. Pero en el fondo, el mecanismo será siempre el mismo: en los cuentos de Olgoso hay palabras y expresiones, aparentemente inocentes, pero que vienen cargadas con su propio mundo a cuestas, con el que invaden y tiñen el relato aportándole una atmósfera que, en sentido estricto, les pertenece más a ellas que a lo narrado; o mejor dicho, secuestran silenciosamente la narración elevándola a un plano de significación apartado y diferente de lo convencional y usual en el gran cuento. En suma, yo creo que en los textos de Ángel Olgoso hay muchas palabras con polizones, a modo de caballos de Troya del lenguaje.          

Este es, creo, uno de los valores fundamentales de la obra de Ángel Olgoso, quizás por estudiar y descubrir aún, y que lo sitúa en mi opinión en una tradición rara, poco frecuentada, valiosa y quizás imprescindible, de la literatura fantástica, en la estela del gran maestro Kafka.

En una época en la que, (¿y cuándo no?), las palabras son un instrumento, una herramienta formidable de persuasión, engaño y dominio, e irradian por tanto en torno suyo un halo empobrecedor y alienante, la literatura de Ángel Olgoso, la de esta Máquina de Languidecer, como la de todos sus libros, se hace no sólo aconsejable y urgente, sino incluso imprescindible, al menos para quien conciba el arte como un medio de liberación y de ensanchamiento de la vida, de apertura y enriquecimiento del mundo, ese lugar inquietante y extraño donde estamos condenados (o invitados) no sólo a subsistir sino a vivir.

Decía Kant que la Razón humana no puede penetrar lo que las cosas son en sí mismas, independientemente de nosotros; tampoco puede hacerlo, por lo tanto, el lenguaje ordinario; una y otro sólo pueden conocer los fenómenos, es decir, aquella parte del mundo que se nos manifiesta y que nos representamos para manejarnos y sobrevivir en nuestro medio, aparentemente sólido y estable. Por ejemplo, el espacio, el tiempo y la causalidad convencionales. En este sentido, las palabras y la Razón son para los seres humanos lo mismo que los dientes, la vista aguda, y las garras para el tigre. Las cosas en sí mismas, esta mesa, esta sala, este libro, liberadas y anteriores a las finas mallas del tiempo, el espacio y la lógica convencionales, permanecen y permanecerán siempre desconocidas, en el reverso inquietante de lo real, secuestrado temporalmente por nuestras necesidades de dominio y supervivencia; siempre inalcanzables, perpetuamente más allá de nuestros intereses y nuestras necesidades cotidianas; pero tal vez sí accesibles al arte, pero sólo al verdadero arte. Para Kant este reverso misterioso de la realidad, este lado oscuro, rebelde e impenetrable del mundo, era el reino de la Libertad y la Moral frente a las leyes imperiosas de la necesidad que rigen los fenómenos accesibles a la Razón. He aquí un territorio virgen, un reto no sólo para la literatura fantástica sino para todo verdadero arte.

En este sentido creo que, también, y esta es otra razón poderosa, hay que leer este libro como todos los de Ángel Olgoso, no buscando simplemente el arte con el que están contadas las historias, sino esos trasmundos liberadores que esconden muchas de sus palabras y expresiones; en suma, creo que hay que leer a Ángel Olgoso no como a un mero constructor de historias (lo que ya seria mucho), sino como a un auténtico libertador del lenguaje.