|
|
Se han dicho y se dirán muchas cosas sobre los
cuentos de Ángel Olgoso (en este sentido es impagable el prólogo
con que Fernando Valls abre esta colección de micro-relatos del libro
que aquí presentamos, La
máquina de languidecer). Yo quiero centrarme en dos aspectos que
tienen que ver con el uso artístico y con la conquista por parte del
escritor de un instrumento como es el lenguaje. Porque creo que, tras una
lectura atenta, se puede concluir que uno de los logros literarios más
importantes de Ángel Olgoso, que se plasman perfectamente en este libro,
es precisamente el rescate de las palabras, secuestradas por el uso cotidiano
para la persuasión, la violencia, el dominio, y en suma, el
empobrecimiento de las relaciones humanas y de la percepción y la vida de
ese lugar irreductiblemente extraño que es el mundo. Rescatar las
palabras per se para el arte y concretamente, para lo fantástico, es,
creo, como intentaré argumentar, el gran logro literario de Ángel
Olgoso. Cuando yo leí y volví a leer muchos de los
cuentos de Ángel, a raíz de nuestra intensa relación por
internet, incurrí con frecuencia en un error de enfoque que me
impidió durante muchos meses, paladear, calibrar y disfrutar del
verdadero valor de sus textos admirables: este error consistía, entre
otras cosas, en buscar el andamiaje común del cuento literario en los
textos de Olgoso: la condensación y el cierre argumental; la
tensión dramática; la habilidad en la construcción escueta
de la trama y los personajes; la necesidad de las descripciones, y en suma, la
historia como tal o como símbolo aparentemente inocuo, en la
línea de Chejov o Raymond Carver. Por otra parte, por aquel entonces yo
era incapaz de apreciar aún el valor y la potencialidad estética
del micro-relato. Si comparaba los cuentos de Olgoso con los relatos que se
centran en contar una historia más o menos sorprendente, en la
línea de Maupassant o Tolstoi, continuada en el siglo XX por autores
como Julio Ramón Ribeyro, me parecía que les faltaba precisamente
la trabazón del artificio narrativo; si, por el contrario, trataba de
ubicarlos en los relatos de fragmentos de historias cotidianas, que intentan
captar un momento de la vida aparentemente insignificante, o retratar el rasgo
o el conflicto corriente y ordinario de un personaje común, en la
línea ya apuntada de Chejov o Raimond Carver, entonces echaba en falta precisamente
lo aparentemente insulso y cotidiano. Así que pensé que
debía buscar en otra parte el valor indudable de los cuentos de Ángel
Olgoso, lejos de estos dos grandes cauces del realismo: la historia y lo
cotidiano, aparentemente insignificante. Busqué pues, con idéntica mala fortuna, en la
tradición del relato fantástico: los cuentos de Edgard Allan Poe
no dejaban de ser historias hábilmente trabadas, o bien símbolos
sublimes, casi mitos, del horror y lo fantástico; así que por
aquí, tampoco lograba descubrir nada singular; en cuanto a los relatos
de Julio Cortázar o, en una clave más erudita, los de Borges,
participaban demasiado de ambas corrientes, si bien escoradas hacia lo
fantástico: lo cotidiano descubierto, sorprendido en su
extrañeza, pero dentro de historias y trabazones que bien podían
haber aprobado autores como Maupassant o Tolstoi en una clave realista e
incluso, moralizante. Ángel Olgoso estaba en cambio, más
allá o más acá, de esas dos grandes corrientes literarias,
ya volcadas en la tradición naturalista hacia lo real y lo social, ya en
la tradición inaugurada por Edgard Allan Poe, hacia lo fantástico
(más próxima en cualquier caso, ésta última a la de
nuestro autor, por la temática que por la esencia y la forma, que era
precisamente lo que yo trataba de encontrar). Había que buscar pues, el valor de los cuentos de
Ángel Olgoso en otra parte, ¿pero dónde? ¿Y
cómo? Encontré la respuesta por casualidad, en mis propias
limitaciones. Al tratar de escribir micro-relatos me di cuenta, con
asombro, del valor capital de las palabras: cada palabra o a menudo, cada
expresión de dos o tres palabras, debía tener en unos textos tan
breves una potencialidad que en relatos más largos podía pasar
desapercibida o incluso descuidarse, o bien podía sustituirse o transferirse
sin dificultad a la construcción narrativa, al tono, al estilo, a la
trama, a las descripciones, a las fantasías introspectivas de los
personajes. Me di cuenta de que yo escribía micro-relatos siguiendo las
mismas pautas con que había trabajado hasta entonces la novela y el
cuento: ¡no tenía en cuenta las posibilidades explosivas,
inéditas, fundadoras de mundos, de las palabras como tales, solas o
trabadas en breves expresiones! Justo al contrario, Ángel Olgoso, escribía sus cuentos
independientemente de su extensión y temática, precisamente sobre
el valor per se, explosivo e inquietante, de las palabras y las expresiones
breves. En la literatura de Ángel Olgoso las palabras tenían y
tienen esa misteriosa capacidad fundacional, de crear atmósferas y
mundos por sí mismas, sin necesidad de mayor artificio ni recursos
literarios y estilísticos, aunque por supuesto sin excluirlos; y eso era
lo que yo no había visto hasta entonces, y lo que no podía
encontrar en los grandes escritores que he mencionado, salvo excepciones
puntuales. De paso, me di cuenta de que debía situar a Ángel
Olgoso en otra tradición más rara, y quizás más afín
a lo fantástico, en la estela de Franz Kafka. Lo que en mi opinión, hermana al escritor austriaco
con Olgoso no es lo que tantas veces se ha destacado en el primero: su capacidad
de partir y abordar lo absurdo como si fuera la normalidad del mundo, sino
precisamente, esta utilización de las palabras casi como claves de
acceso a otro mundo, como claves perdidas, como bombas que crean en torno a
sí, por una especie de metamorfosis misteriosa, la sensación de
estar en otra parte ya sea en medio de lo cotidiano o en un ambiente
exótico e incluso irreal, en medio mismo del relato. Del mismo modo que un objeto en una posición peculiar
o descentrada (por ejemplo, una manzana en el cofre del tesoro de una banda de
piratas), las palabras de Ángel Olgoso lejos de estar al servicio de la
mera construcción de situaciones y tramas, parecen funcionar de forma
autónoma, como signos de apertura, de una apertura condensada,
misteriosa e inquietante, a otros mundos que están en este, insinuados a
través de ellas en el propio relato, mundos incipientes para los que el
lenguaje, incluso el lenguaje de la gran Literatura y del arte, no suele estar
predispuesto ni listo. Una manzana en un cofre de piratas, o en un costurero, he
ahí una metáfora para describir el peso atómico de las
palabras en los relatos de Ángel Olgoso; y sin embargo, todo en ellos es
coherente y está perfectamente engarzado, desde la primera a la
última línea, párrafo a párrafo, a menudo con un preciosismo
artesanal que no merma un ápice de su frescura. Pero lo esencial, insisto
en mi hallazgo, son las palabras, su extraño peso, su capacidad de crear
atmósferas y de alcanzar el valor y el estatus de mundos por sí
mismas, con o sin los demás artificios narrativos. Tomemos un ejemplo del libro que queremos presentar, La máquina de languidecer: el
micro-relato titulado “La caja de
los truenos”. Si atendemos a su estructura y a los recursos
estilísticos habituales del género, apenas encontramos
aquí una revisión, sutilmente paródica y magistralmente
ejecutada, del conocido episodio mítico de la Caja de Pandora; el manejo
del ritmo y del humor (expresado mediante la enumeración de expresiones
como “el suero en las venas de los enfermos, el salto a contracorriente
de los salmones…”, o en la propia idea de la suspensión del
tiempo del Universo, pendiente de la decisión de un muchacho); o la
estructura impecablemente circular y condensada del relato; todo esto nos
podría evocar la pericia narrativa de un micro-relato de Imbert o de
Augusto Monterroso. Y sin embargo, en el texto de Ángel Olgoso hay algo
más (y, quizás también algo menos) que en aquellos
ejemplos, algo que explicaría, que debería explicar, la
extraña fascinación que produce desde el principio: las palabras. En este caso, creo que las palabras-mundo (si se me permite
esta expresión) claves, es decir, las que sugieren un universo mucho
más allá o más acá de la propia narración, y
que crean una atmósfera capaz de envolver e invadir todo el relato y
atrapar al lector, son, por una parte, los nombres propios: Nayib, y la familia
Alauié; y, en segundo lugar, la propia descripción de la caja que
remeda a la caja de Pandora: “una cajita de madera con un broche de color
turquí”. Estas palabras y expresiones no desempeñan en mi
opinión, aquí, una función narrativa convencional, sino
que están para sugerir todo un mundo que va mucho más lejos que
el propio relato, y en el que el lector es obligado a introducirse para
transitarlo adecuadamente: se me ocurre el mundo del Oriente de Las mil y una
noches. En este micro-relato pues, las palabras y expresiones-mundo
están cargadas por así decirlo, con un material explosivo
meta-literario. Esta es, al menos mi lectura. Pero quizás se trata de un
recurso abierto, si no a infinitas, al menos a múltiples lecturas
posibles. En otros casos las palabras-mundo extraerán su fuerza
insospechada, su carga explosiva, su trastienda semántica, de realidades
más cotidianas y aparentemente más próximas al lector y al
autor, en la línea ya apuntada de Kafka. Pero en el fondo, el mecanismo
será siempre el mismo: en los cuentos de Olgoso hay palabras y
expresiones, aparentemente inocentes, pero que vienen cargadas con su propio
mundo a cuestas, con el que invaden y tiñen el relato aportándole
una atmósfera que, en sentido estricto, les pertenece más a ellas
que a lo narrado; o mejor dicho, secuestran silenciosamente la narración
elevándola a un plano de significación apartado y diferente de lo
convencional y usual en el gran cuento. En suma, yo creo que en los textos de
Ángel Olgoso hay muchas palabras con polizones, a modo de caballos de
Troya del lenguaje. Este es, creo, uno de los valores fundamentales de la obra
de Ángel Olgoso, quizás por estudiar y descubrir aún, y que
lo sitúa en mi opinión en una tradición rara, poco
frecuentada, valiosa y quizás imprescindible, de la literatura
fantástica, en la estela del gran maestro Kafka. En una época en la que, (¿y cuándo
no?), las palabras son un instrumento, una herramienta formidable de
persuasión, engaño y dominio, e irradian por tanto en torno suyo
un halo empobrecedor y alienante, la literatura de Ángel Olgoso, la de
esta Máquina de Languidecer,
como la de todos sus libros, se hace no sólo aconsejable y urgente, sino
incluso imprescindible, al menos para quien conciba el arte como un medio de
liberación y de ensanchamiento de la vida, de apertura y enriquecimiento
del mundo, ese lugar inquietante y extraño donde estamos condenados (o
invitados) no sólo a subsistir sino a vivir. Decía Kant que la Razón humana no puede
penetrar lo que las cosas son en sí mismas, independientemente de
nosotros; tampoco puede hacerlo, por lo tanto, el lenguaje ordinario; una y
otro sólo pueden conocer los fenómenos, es decir, aquella parte
del mundo que se nos manifiesta y que nos representamos para manejarnos y
sobrevivir en nuestro medio, aparentemente sólido y estable. Por
ejemplo, el espacio, el tiempo y la causalidad convencionales. En este sentido,
las palabras y la Razón son para los seres humanos lo mismo que los
dientes, la vista aguda, y las garras para el tigre. Las cosas en sí
mismas, esta mesa, esta sala, este libro, liberadas y anteriores a las finas
mallas del tiempo, el espacio y la lógica convencionales, permanecen y
permanecerán siempre desconocidas, en el reverso inquietante de lo real,
secuestrado temporalmente por nuestras necesidades de dominio y supervivencia;
siempre inalcanzables, perpetuamente más allá de nuestros
intereses y nuestras necesidades cotidianas; pero tal vez sí accesibles
al arte, pero sólo al verdadero arte. Para Kant este reverso misterioso
de la realidad, este lado oscuro, rebelde e impenetrable del mundo, era el
reino de la Libertad y la Moral frente a las leyes imperiosas de la necesidad
que rigen los fenómenos accesibles a la Razón. He aquí un
territorio virgen, un reto no sólo para la literatura fantástica
sino para todo verdadero arte. En este sentido creo que, también, y esta es otra
razón poderosa, hay que leer este libro como todos los de Ángel
Olgoso, no buscando simplemente el arte con el que están contadas las
historias, sino esos trasmundos liberadores que esconden muchas de sus palabras
y expresiones; en suma, creo que hay que leer a Ángel Olgoso no como a
un mero constructor de historias (lo que ya seria mucho), sino como a un
auténtico libertador del lenguaje. |
|
|