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El camino que conduce a la escuela es bastante escabroso, agreste.
Para ascender por entre las rocas y la arenisca que las envuelve es necesario
estar bien apertrechado con buen calzado y una fuerte vara para sostenerse ante
cualquier resbalón. Las serpientes “mascada”
que suelen aparecer cayendo la tarde, son las razones por las que rehúso subir
después del mediodía. Sin embargo, le temo también a las arañas pequeñas y al
terrible “pito” o “vinchuca” que provoca el mal del Chagas.
Más de una hora he podido comprobar que dura el ascenso desde la
carretera hasta la escuela. Ya en el estrecho plano donde fue construida la
escuelita, uno siente que el alma vuelve al cuerpo. Antes de esto, la pobre se
cuelga de algún gancho imperceptible que cuelga del cielo, por si un ataque
cardiaco lo zambulle a uno entre la oscura barca de Caronte. Aquí el oxígeno
inunda los pulmones y provoca arrojarse al suelo a descansar.
La paz camina lenta en los jardines, en el salón donde la maestra
orienta a sus alumnos, que parecen pollitos piando toda la mañana. Hay paz
entre los árboles de guamo, en los cafetales que se extienden por la pendiente
matizando de verde la ladera y se ve la montaña azulada por la niebla que se
desgaja en jirones de gasa transparente.
La paz invade las lomas con el canto de los turpiales todas las
mañanas, y un concierto de mirlas y de toches hace madrugar a la mismísima
mañana. Entonces sale la maestra de su cuarto donde duerme, con la primera luz
del día, y se encuentra con un enjambre de colibríes que le impiden dar pasos;
agita sus brazos como un ángel y llega hasta el salón a disponer cuadernos y
cartillas sobre los pupitres que los niños ocuparán cuando suene el triángulo
campana.
Tres rudimentarios armarios de metal soportan el peso entre sus
entrepaños de latón, de cartillas de Escuela Nueva polvorientas, que fueron
reemplazadas hace un par de años por la nueva versión actualizada con
estándares básicos de competencias y derechos básicos de aprendizajes. Hay otra
serie nueva de material de apoyo del ABC, los libros adjuntos del Proyecto Sé y
Sabré, así del Cómo le hago, y la serie Emprender, de primero a quinto; también
llegaron dos cajas que se cargaron en la mula de don Efraín, que contienen los
proyectos transversales de Anímate, El ratón de biblioteca y el Programa
Enjámbrate en tu miel. Se anuncia la llegada de otro paquete de cartillas sobre
la Democracia en desarrollo, La Escuela oportuna y la Felicidad de vivir sin
ser visto, Los desencuentros y los encuentros en la red. Adosados a otra pared
hay tres armarios artesanales fabricados hace cinco años por los padres de
familia, con tablas viejas y puntillas sin cabeza. Ahí se ubican los juegos de
armar y los trabajos que realizan los alumnos cada año.
La maestra mira las cajas, las cartillas organizadas por áreas y
por grados, los armarios a los que ya no les cabe tanta sabiduría para
explorar, y la angustia le hace perder el hilo de sus cavilaciones, porque
estaba pensando en la ficha de refuerzo que debe aplicar a dos niños del grado
primero, que aún no saben leer ni escribir, pero quieren aprender, según dijo
la madre de uno de ellos la semana anterior, cuando los trajo, diciéndole a la
maestra que se los dejara para que se fueran acostumbrando a estar en la
escuela.
La maestra nunca me ve ni me verá, excepto cuando tengo mucho
miedo, que es cuando soy de carne y hueso y expuesto a todas las miradas; los
niños tampoco serán capaces de saber que los observo, porque soy invisible. Yo
mismo no puedo verme cuando me paro frente al espejo. No es que yo sea un
fantasma, la verdad no me gusta esa palabra. El fantasma es el espectro
invisible de alguien que ha fallecido y que dejó cuentas pendientes sin saldar
en vida. Yo soy un espíritu, un alma viva que puede estar aquí y allá, y si lo
prefiero, permitiré que me vean las personas que yo elija, así de simple. Pero
si algo me aterra hasta los huesos, mi invisibilidad ya no podrá ser mi aliada
y estaré visible un buen tiempo hasta calmarme.
Pero el ascenso por el camino que conduce a la escuela de El
Silencio es duro también para un espíritu invisible como yo. Qué dirán las
pobres bestias que suben cargadas con pesados fardos de comida, de artefactos
para las fincas, de arena, de ladrillos, de cemento en bultos, de materiales
diversos para construcción, y encima, un jinete. Hacia abajo, las mulas llevan
cargas de chocheco, de aguacate, de café, de naranjas, yucas y limones. El
camino realmente parece una pared cuando se sube y no es más que un desfiladero
si se baja.
Cuando llegan los niños, la maestra, que es muy bella, los saluda a
todos con un beso en la mejilla y los lleva al quiosco que queda justo enfrente
del salón de clases. Empieza la oración del día y los niños gorjean como
mirlos, recién bañados para entrar a clases. Ya en el salón, la maestra dispone
el trabajo, explica los temas a cada grupo de niños organizados en sus puestos
de trabajo en equipos que representan grados de escolaridad, para emprender el
aprendizaje colaborativo, porque es una escuela de modalidad multigrado. Uno
pía, otro canta, el de más allá hace solfeos, hasta que el más pequeño del
grupo chilla porque otro le pinchó con un lápiz. La maestra ha empezado a
dividirse, es ubicua; también se multiplica para poder estar con todos. Atiende
al pinchado, asesora al que aún no se sabe las tablas, anima al que hace
lectura en voz alta e indica a otros cómo deben desarrollar la ficha de trabajo
que ha elaborado expresamente para ellos.
¾
Profe, ¿por qué no usamos los
Computadores para Educar?—pregunta Carlos Mario.
— Están
dañados, Carlos Mario. Ya les dije cuando entramos a clases, en enero, que esos
computadores no sirven.
— ¿Podemos
usar Internet?― terció Angélica mientras masticaba el borrador de su
lápiz.
— La
verdad es que si estuvieran en buen estado los computadores, tampoco podríamos
usar Internet, porque aquí en esta vereda, y en todo el municipio no hay señal,
no hay conectividad. Por ahora, niños, tendremos que conformarnos con las
cartillas, con los libros, con los cuadernos y la pizarra.
La maestra golpeó varias veces el triángulo de hierro que funge de
campana y los niños salieron corriendo hacia el patio. Un bullicio que semeja
una banda sonora en la mañana. Después del almuerzo, un poco de calma se
esparce por el salón y cobija un tanto los cuadernos abiertos que duermen su
siesta en las mesas de trabajo. La maestra recoge dos que han caído al suelo y
mira con terror el cielo grisáceo a través de la ventana.
Hace buen clima a pesar de que en el cielo hay anuncio de tormenta.
Nubes grises surcan el firmamento formando cúmulos que se amontonan sobre el
horizonte. La clase continúa. Los niños de primer grado son dos y quieren
jugar. La maestra les entrega dos loterías y dos rompecabezas de cartón para
que se distraigan. Le piden que los deje jugar afuera.
―Sí―les dice. Lo piensa un poco y les sugiere que lo
hagan cerca de la puerta, donde pueda verlos―. Ya hace frío y pronto
subirá la niebla―comenta.
A veces me cuestiono acerca de mi existencia, porque en la sociedad
del conocimiento, con la información que circula en la red a nivel mundial, no
he podido aún descubrir qué hace posible que sea invisible. Una mañana
cualquiera me puse frente al espejo y no me vi. Al principio me aterroricé y
fue cuando volví a verme. Al sosegarme, ya no estaba en el espejo. Sin embargo,
desde ese mismo instante, no ha dejado de ser una divertida experiencia que
disfruto, aunque sigo buscando explicaciones en libros, revistas, en la
Internet, en los chat de ocultismo y esoterismo. Pero a nadie le cuento quién
soy ni qué hago ni para dónde voy. Soy el personaje más anónimo del mundo. Tan
anónimo, que olvido muchas veces mi nombre.
En todo el día, nadie ha sentido siquiera cuando limpio con mis
manos las ventanas. Es como si no existiera, aunque todo lo veo. Yo estoy entre
ellos, les reviso cuadernos y acaricio sus mejillas cuando camino entre los
grupos de trabajo y me acerco a la maestra que huele a jazmín. La maestra es un
ángel que oculta sus alas debajo de su suéter. En sus ojos se ve que quiere volar.
Puedo adivinar que sueña con que la tecnología y esa sociedad de la información
que se ha incrustado en la cultura, haga parte también de la educación. Cree
que la escuela se arrastra vestida de harapos tras los pasos de las tecnologías
que hacen guiños y se alejan. La educación se está dejando atrapar del miedo
atávico a los cambios de la nueva era.
La maestra sueña con la escuela. Y se despierta muy temparano
porque sabe que el tiempo es un enemigo traicionero. Los turpiales, las mirlas
y los toches son buenos aliados que le alegran todos los amaneceres. La paz
camina por el patio, y en el jardín hay libélulas alrededor de las rosas,
mientras los colibríes zumban mirando a la maestra y a los niños que se
aprietan con sus brazos porque hace mucho frío y es hora de salir de clases.
Yo miro otro rato a la maestra después de que ha despedido a sus
alumnos, uno a uno con un beso en la mejilla. Mira su celular a ver si tiene
señal, pero no, es imposible, por más que levante el aparato o lo coloque en la
cabeza de la virgen de yeso que custodia el jardín dentro de una gruta de
cemento. Definitivamente, está inexorablemente desconectada del mundo.
Escuchará noticias en la radio mientras lee los trabajos de los niños y revisa
los formatos de registro, para dedicarse a leer un libro del poeta Cavafis que
echó en su mochila cuando vino de la ciudad, de donde viaja cada quince días.
Estuve observándola toda la tarde hasta que llegó la noche. Ya para
entonces la neblina había entrado hasta el salón de clases e impedía mirar a
más de dos metros. Algunas gotas de lluvia empezaron a caer en medio de
atronadores relámpagos que indispusieron a la maestra. Los truenos estremecían
las paredes y salían chispas de los tomacorrientes instalados a un costado del
salón de clases. Empezó a llover lentamente hasta convertirse en un aguacero
torrencial. Cada relámpago era como un golpe en el cuerpo de la maestra. Esa
noche no durmió. Cuando amaneció, pudo ver a los turpiales planeando sobre los
altos guamos que rodean la escuela. Aún se sentía una ligera llovizna, un
rezago del aguacero de la noche.
Abandonada a su suerte se sentía la maestra sin poder desplegar sus
alas de ángel para buscar ayuda e impedir que los rayos provocasen un día un
incendio en el salón de clases.
El sol comenzó a mostrarse somnoliento en el Oriente. Era hora de
partir. Me despedí de la maestra, le di un beso en la mejilla que ella
confundió seguramente con una gota de rocío, porque se secó con uno de sus
dedos de seda. Yo me fui. Nadie pudo verme.
Solo espero que una mascada
no salga en el camino a morder el tobillo de un espíritu que vela los sueños de
los ángeles, mientras la educación sigue arrastrándose a los pies del
desarrollo tecnológico, en la mente de la maestra a la que no pude verle sus
alas, porque sé que es un ángel y algún día la veré volar.
Cuento del libro “Hongos azules en la noche”, editado en 2019 por
Artelibre ediciones, Cúcuta, Colombia.
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