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Entrevías
Es
el barrio de Madrid donde nacimos y nos criamos todos mis hermanos. Recuerdo que siendo muy niño mis padres a
veces nos llevaban “al agujero” a mi hermana y a mí. Era este un lugar, a
escasos doscientos metros de nuestra casa, al que la gente solía ir sobre todo
los domingos por la tarde, cuando hacía bueno, a comer pipas y esas cosas que
hacíamos los ratos de ocio cuando no
había tantos entretenimientos como
ahora. Ese nombre de “el agujero”
se lo daba un roto muy grande que había en un tramo que quedaba en pie de un
antiguo muro, construido con escoria de los viejos trenes de carbón y que
delimitaba terrenos propiedad de la Renfe.
Junto
a ese lugar había una gran masa de hormigón muy tosca con muchos hierros y
trozos de raíles ferroviarios entre medias, era enorme, y a la gente, que
acudía como si de un santuario se tratara, le gustaba sentarse en lo alto de
aquel montículo, podrían caber sin apreturas como diez personas. Desde el alto se divisaba el rio Manzanares,
el barrio de Villaverde al otro lado del rio y toda la parte sur de Madrid.
Los
más mayores, hablando entre dientes, contaban que en algún momento allí estuvo
emplazada una ametralladora y que aquel amasijo de hierros, piedras y hormigón
fue la cubierta de una fortificación de
la defensa de Madrid antes de recibir continuadas lluvias de proyectiles que lo
dejaron en aquel estado.
Los
niños poníamos la oreja para enterarnos de más cosas pero eso era todo lo que
contaban, y si acaso.
A veces mi padre,
cuando paseábamos, me preguntaba si yo quería que él me montara a hombros.
A todos los niños les gusta que les suban a hombros, era como un juego. Era él quien, sobretodo,
quería subirme y yo me subía. Me
contaba:
“de pequeño iba andando de la mano de mi padre por la carretera,
yo no le pedía nada, ni de comer ni de beber,
sólo le decía que por favor me
montara a hombros, que estaba muy cansado y no podía más...”
Muchos
años después, de anciano en la silla de ruedas en la que pasó sus últimos siete
años, El Agujero era su lugar favorito para que le lleváramos de paseo. Es verdad que las vistas desde allí eran y
son espectaculares, pero creo que
también ese lugar le debía conectar con otros pasajes de su vida, porque a mí
me ocurría algo parecido.
Fue
en esos últimos años cuando como consecuencia de aquellos ictus, que le dejaron
hemipléjico del lado izquierdo, pero que le devolvieron su presencia, saliendo de su trastorno obsesivo
compulsivo que le mantuvo alejado del mundo y de las personas, empezó poco a
poco a recordar cosas de su niñez. Sobre todo
se le refrescó la memoria al contarle, cuando tuve noticia, los hechos
ocurridos en la llamada “carretera de la muerte” entre Málaga y Almería en el
año 1937 en lo que se conoce como “la
desbandá”.
2
Calahonda
En
este pueblo cercano a Motril, en la
costa granadina, pasamos en dos ocasiones
15 días de vacaciones en verano junto con tíos y primos.
Eran
unas vacaciones que organizaba la
Empresa Municipal de Transportes para sus empleados, que mediante sorteo podían
acceder a esa aventura de pasar unos días junto al mar. A mediados de los sesenta no todo el mundo
tenía esa posibilidad.
El
primer año se debieron apuntar muy
poquitos empleados, las condiciones de alojamiento fueron muy precarias, las
casas donde nos alojaron eran extremadamente humildes, con suelo de tierra
pisada sin ninguna comodidad y a las madres les tocaba trabajar mucho más que
en su propia casa. El viaje era infernal en aquellos autobuses tan viejos que
se sobrecalentaban y averiaban, y había que parar varias veces a lo largo de la
noche, sobre todo en la subida al puerto de Despeñaperros. Luego en la bajada también había que parar
porque lo que se calentaba eran los frenos.
Por
eso tuvimos la suerte de que nos tocara ese primer año a nuestra familia y a la
de mi tía Martina, hermana de mi madre casada con Marcos que también trabajaba
en la EMT.
De
esas primeras vacaciones en Calahonda, recuerdo las barcas y aparejos de los
pescadores, los chambaos que eran quiosquitos de cañas en la playa de
guijarros, los ratos amables y
divertidos, también un hecho que de mayor me llamaría la atención.
Mi padre quiso que llegáramos hasta
Almería.
Un viaje infernal por aquella carretera con tantas curvas y aquel calor. En vez de quedarnos a pasar un día, como los
demás, de playa se armó de valor y nos embarcó a mi madre y a mí, con lo
temerosa que fue siempre ella, dejando a
Asun con nuestra tía Martina. Se mezclan
como siempre los vagos recuerdos con las cosas contadas años después por los
mayores. Madrugamos mucho, pero en el camino se averió el coche que nos llevaba
y pasamos varias horas en la cuneta, no pasaba nadie y mi madre venga a
regañar a mi padre por la locura que
habían hecho. Creo que a Almería no
llegamos.
Lo
que me resulta curioso de más mayor es el empeño que tuvo mi padre de hacer
aquel viaje, que desde luego no fue de placer.
También
recuerdo que al atardecer a veces paseábamos a lo largo de la playa hasta
Carchuna. Es un lugar junto a Calahonda
donde hay un antiguo fuerte que se usó como cárcel para presos republicanos.
Asun que era muy pequeña, se cansaba de caminar por la playa de piedras y
lloraba diciendo: “Yo no quiero ir a Carchuna”.
Algunos
años después nos volvió a tocar en el sorteo ir a Calahonda. Esta vez le tocó también a la familia de mi
tío Pepe, hermano de mi padre. La tía
Matilde siempre sonriente y mis primos mayores Juan Carlos y Matildita, a los
que yo adoraba, y el pequeño, casi de mi edad Jose Ignacio. Por entonces yo tendría unos doce y Asun
cumpliendo los diez, ya estaban también Rafa con dos y Bea de bebé.
Fueron
días muy felices. Nos queríamos todos
mucho. Mi padre y su hermano Pepe
disfrutaban tanto en el mar, que valientes eran, sabían nadar y se metían hasta
muy lejos, donde apenas se les veía, las madres se ponían muy nerviosas y con
gritos y aspavientos les ordenaban que se salieran mientras ellos no las
querían oír y los niños nos divertíamos con la espuma, las olas y los
revolcones.
De
Calahonda a Manilva
Bueno,
pues como a mi padre lo que le gustaba era viajar, estando en Calahonda una
noche decidieron él y su hermano ir hasta Manilva, el pueblo donde ellos
vivieron su infancia y adolescencia y que está a nada más y nada menos que a
212 kilómetros de Calahonda. Ellos
solos. No había entonces prácticamente ni mapas de carreteras. Tranquilamente podían ser entre seis y ocho
horas de viaje infernal sólo de ida. Sin
saber allí a quien encontrarían, no tenían ningún contacto de nadie.
No
recuerdo si estuvieron fuera dos o tres días, los mismos que se pasó mi madre
regañándole a cada rato desde lejos.
Volvieron
fascinados del viaje y de haber vuelto a su pueblo natal como unos veinticinco
años después. Se encontraron con amigos,
vecinos, conocidos, etc.
Y hablaban
impresionados de la carretera,
hablaban entre ellos con mucho
entusiasmo, decían cosas que yo no entendía, apenas recuerdo, pero me llamaban
mucho la atención.
Entre los dos yo
sentía un código de camaradería y
protección muy poderoso. Pepe, siendo
mayor, con mucho cariño a veces también le regañaba un poco a mi padre.
Nosotros,
los niños y las madres, estábamos de vacaciones con nuestros bañadores,
flotadores y juegos, y ellos habían pasado a la ida y a la vuelta por los
lugares donde, de niños, estuvieron a punto de morir junto con sus dos
hermanas adolescentes, su madre encinta de una niña que no
sobrevivió, y su padre con su uniforme de carabinero que era la ropa que
tenía.
Que recuerdos les traería
aquel viaje.
Que valientes fueron.
Aquel
reencuentro a mi padre le sirvió para revivir la amistad con algunos de sus
amigos de la infancia y adolescencia, entre otros Diego Montero, Juan García, Diego Amado y su mujer Ángela. Gracias a este reencuentro, el verano
siguiente nos invitaron a ir a su casa de Manilva. También los dos siguientes. Con
ese salero que tienen las gentes de Málaga disfruté mucho aquellos tres veranos
de mi adolescencia.
Algunas
tardes bajábamos y subíamos los 3 kilómetros que había de Manilva a la playa de
Sabinillas en compañía de chicos y chicas, a veces andando, a veces en el
autobús Portillo, y a veces en la caja del furgón de uno de los más mayores de
la pandilla, que lo conducía sin tener ni el carnet ni la edad. Descubrí lo que era la gracia y el
salero. Aprendí a diferenciar la brisa
de Levante de la de Poniente. Menamoré
musho, pero musho musho, de aquella
chica del vestido rojo y braguitas blancas de ganchillo. También de las dos hermanas de Madrid que
pasaban allí sus veranos... etc…etc...
Ir
en total seis veces de vacaciones al mar es algo que las familias entonces no
solían hacer, al menos las que nosotros conocíamos. Ya le gustaban a mi padre los viajes y el
mar.
Recuerdos
de mi padre
Muchas
veces nos contaba que estuvieron viviendo un tiempo en el castillo de
Sabinillas, que era casa-cuartel de carabineros, estando mi abuelo allí
destinado, y que por las tardes después del colegio él y su hermano se bañaban
en el mar. Entonces la gente, de costa o
de interior, no sabía nadar, prácticamente nadie sabía nadar. Román y Pepe
aprendieron juntos jugando.
También
a veces recordaba
“fuimos de San
Roque a Torre Guadiaro, de allí al Castillo de Sabinillas”…
pero como lo contaba de aquella forma tan vaga
sin saber siquiera en que momento
ocurría, no terminábamos de entender que quería decir con eso. Ahora deduzco que debió ser el recorrido que hicieron, huyendo
del rápido y cruel avance de la fuerzas
invasoras sobre la zona del campo de Gibraltar entre julio del 36 y enero del
37.
Una
frase que mi padre repetía que dijo algún compañero del abuelo:
“Benito,
somos republicanos”
.
Ahora entiendo el sentido de
aquella frase, al conocer la confusión que hubo por todas partes los días
después del alzamiento, sobre todo entre la fuerza de carabineros y guardias
civiles, quienes por un lado habían jurado fidelidad al gobierno legalmente
constituido pero por otro, muchos de sus superiores estaban alineados con los
golpistas. Al margen de ideologías, cada
uno corrió la suerte que le deparó el lugar donde se encontraba y las órdenes
que recibió. De modo que hubo guardias
civiles combatiendo en ambos bandos, y los carabineros, aunque casi todos
estuvieron del lado de la República, también en algún cuartel se unieron a los
golpistas.
Se
puede entender esto si tenemos en cuenta que algunos puestos o cuarteles estaban muy aislados, sin teléfono y en
cuanto a los enlaces, o no había, o no se atrevían a salir, o resultaron
asesinados.
Otra
frase que mi padre repetía que decía el abuelo:
“No corráis, agachaos, quedaos
juntos. Lo que tenga que ocurrir que nos
ocurra a todos”
.
Recuerdos
del abuelo Benito
Era
una persona de muy pocas palabras, carácter serio, poco cariñoso en
general. En casa pasaba 3 meses al año,
ya que repartían entre los cuatro hermanos su alojamiento.
Los
tres meses de verano los pasaba en Basardilla, con su hija Catalina, la
segunda, ayudando en lo que podía en las faenas del campo. Yo pasaba algunos días del verano con ellos y
mis primos, con el trillo, la cuadra, las vacas, los corderos, las gallinas
ponedoras y también los juegos con los
demás niños del pueblo. El abuelo
regañaba a los hijos de Catalina por las
labores que no hacían del todo bien, a su modo de ver. Jamás
escuché a los mayores hacer mención alguna a nada relacionado con
Málaga, o al menos no lo recuerdo.
Parece
que Catalina, cuando se volvieron de Manilva para Basardilla, tendría cerca de veinte
años y dejó allí un novio.
Cuenta
alguno de los primos de Basardilla que el abuelo se echaba a llorar en cuanto salía
cualquier comentario relacionado con la guerra.
Cuando
el abuelo venía a nuestra casa, durante los
tres meses correspondientes, ocupaba una de las tres habitaciones, con
lo cual, primero yo y cuando ya vino Rafa los dos, nos quedábamos sin
habitación y nos tocaba dormir en un sofá cama que había en el comedor, y cada
noche había que montar el chiringuito.
El ambiente era un poco tenso en casa, por la incomodidad y el poco
afecto que había entre él y mi madre.
Además, era muy tacaño, nunca nos daba dinero, a los nietos me
refiero. Recuerdo como anécdota que,
siendo adolescente, le acompañé en alguna ocasión a la Caja de Ahorros a cobrar
su pensión de jubilado. Entonces él
sacaba el dinero, lo contaba dos o tres veces revisando bien los billetes y a
continuación lo ingresaba de nuevo en su libreta. Así era de desconfiado, o de particular.
Había
algunas cosas del abuelo que no me gustaban.
Muchos años después, ahora que sé parte de lo que pasó, puedo
entender y abrazar aquel carácter,
realmente amargado y frustrado del abuelo Benito.
Su
mujer, la abuela Librada, murió años antes de nacer yo. Según comentaban los mayores debió estar algo trastornada. No he conseguido averiguar si ya lo estaba
antes de la desbandá o fueron aquellos episodios los que provocaron, al menos
en parte, que terminara así. No tendría
nada de extraño que hiciera mella en su ánimo aquella huida constante, durante
meses, de unos a otros destinos de mi abuelo hasta llegar a Málaga capital
para, enseguida, salir corriendo dirección a Almería con lo puesto y con cuatro
hijos más la que viajaba en su vientre.
Catalina
y Pepa eran adolescentes en ese momento, y por lo tanto medianamente conscientes del peligro que se cernió sobre
ellos aquellos días y noches, cuando el “sálvese el que pueda” no era solo
sálvese de las bombas que lanzaban desde los acorazados, aviones y posiciones en las alturas, también había que salvarse de
los horrores que causaban los que iban siguiéndoles por la carretera de cerca,
sin piedad, sobre todo con las mujeres, a quienes violaban y después a veces
despedazaban.
Cuando
volví de la mili el abuelo había
empezado a tener una leve demencia senil y a veces, con la mirada perdida,
murmuraba algo así
“cuidado con
aquellas baterías”
Hasta
prácticamente el día de su muerte, acudía todos los días por la mañana y por la
tarde a la partida. Había cerca un hogar
del jubilado, él se llevaba su botella
de vino que llenaría supongo en alguna bodeguita cercana, para no hacer gasto.
El
día que murió de repente, estaba en mi
casa, sentado en el sofá. Yo me acababa
de sacar el carnet de conducir y tenía mi primer coche casi de desguace, se
averiaba constantemente. Pero hubo
coraje para meterlo, todavía caliente, en el asiento trasero en el medio. Mi madre a un lado y alguien más al otro, con
mi padre de copiloto, nos lo llevamos a Basardilla para enterrarlo en el
cementerio del que había sido su pueblo natal.
Costó mucho esfuerzo estirarlo al llegar allí. Ese día me gané el
respeto de mis tíos y primos mayores.
Después de varios años sin vernos dejé de ser Pedrito para pasar a ser
Pedro.
Atando
cabos
Cuando
aquella mañana de domingo de febrero de
2017 estábamos África y yo entregados
cada uno a sus ocupaciones en mi casa, ella consultando en el ordenador
encontró sin buscarlo un trabajo recién publicado relacionado con los hechos
ocurridos hacía ochenta años en Málaga.
“Pedro
ven, mira lo que he encontrado”. Al verlo yo no daba crédito, al leerlo una y
otra vez de pronto empecé a encontrar el sentido a todas esas frases sueltas
que repetían. Tuve una tormenta de
recuerdos y emociones. Después de un
rato de compartir aquella información, ella siguió entregada a sus tareas y yo
pasé el resto del día buscando más
detalles de aquellos momentos tan trágicos y desconocidos.
Entonces
me empezaron a cuadrar muchas cosas, los días posteriores empecé a preguntar a
mi padre y a hablarle de mis averiguaciones.
Al oírme le venían recuerdos, frases, momentos que hasta entonces habían
permanecido ocultos y olvidados en su memoria:
“corred, corred, que
vienen matando, que vienen violando”
y rompía a llorar como un niño de
seis años.
Sirva
para dar una idea de lo que allí ocurrió el siguiente fragmento del relato
escrito por el Doctor canadiense Norman
Bethune, quien con su ambulancia y su equipo de ayudantes se trasladó desde
valencia a Almería tratando de socorrer a todo el que pudo:
El crimen de la
carretera Málaga-Almería
: «Lo que quiero contaros es lo que yo mismo vi en
esta marcha forzada, la más grande, la más horrible evacuación de una ciudad
que hayan visto nuestros tiempos...».
Por entonces habíamos pasado al lado
de tantas mujeres y niños afligidos que pensamos que lo mejor era volver y
comenzar a poner a salvo los peores casos. Era difícil elegir cuáles llevarse,
nuestro coche era asediado por una multitud de madres frenéticas y padres que con
los brazos extendidos sujetaban hacia nosotros sus hijos, tenía los ojos y la
cara hinchada y congestionada tras cuatro días bajo el sol y el polvo.
"Llévense a éste", "miren a este niño", "este está
herido". Los niños, envueltos de brazos y piernas con harapos
ensangrentados, sin zapatos, con los pies hinchados aumentados dos veces su
tamaño, lloraban desconsoladamente de dolor, hambre y agotamiento. Doscientos
kilómetros de miseria. Imagínense cuatro días y cuatro noches escondiéndose de
día entre las colinas, ya que los bárbaros fascistas los perseguían con
aviones; caminaban de noche agrupados en un sólido torrente hombres, mujeres,
niños, mulos, burros, cabras, gritando los nombres de sus familiares
desaparecidos, perdidos entre la multitud.
También
su ayudante
T.C. Worsley
en su libro “Behind the battle”:
La
carretera seguía llena de refugiados, y cuanto más avanzábamos peor era su
situación. Algunos tenían zapatos de goma, pero la mayoría llevaba los pies
vendados con harapos, muchos iban descalzos y casi todos sangraban. Componían
una fila de 150 kilómetros de gente desesperada, hambrienta, extenuada, como un
río que no daba muestras de disminuir... Decidimos subir a los niños al camión,
y al instante nos convertimos en el centro de atención de una muchedumbre
enloquecida que gritaba, rogaba y suplicaba ante tan milagrosa aparición. La
escena era sobrecogedora: las mujeres vociferaban mientras sostenían en alto a
los bebés desnudos, suplicando, gritando y sollozando de gratitud o
decepción.
Estos
relatos y otros muchos, así como
crónicas de diarios extranjeros, fotografías tomadas por el cirujano
canadiense, testimonios posteriores de personas y familiares que vivieron la tragedia, descubrí en esos
días en los que me enfrasqué en esa investigación.
Hasta
ese momento nunca había ni imaginado que aquello hubiera podido pasar, y menos
a mi familia.
Mi
abuelo el pobrecito tenía alrededor de cuarenta y cinco años y cinco bocas que
alimentar. En algún momento de la batalla
por la toma de Málaga, donde muchos
compañeros murieron, “entregó el mosquetón”
a aquella fuerza internacional y profesional tan superior en hombres y armamento dispuesta
a entrar a cualquier precio.
Encontró
la forma de reunirse con su familia: Su mujer embarazada, sus dos hijas mocitas, su hijo mediano y
Román el chiquitín de seis añitos, y con lo puesto, se unieron a la columna que se fue formando a
la desesperada a lo largo de la estrecha carretera que, con el mar a un lado y
al otro la montaña, conduce a Almería.
Qué
horrores, cuanta sangre y desgracia tuvieron que presenciar, cuántos niños
perdidos buscando a sus familiares, bebés mamando de pechos ya secos, madres
enloquecidas cargando con hijos ya sin vida. Gente desesperada gritando los
nombres de sus familiares muertos o desaparecidos, buscándolos entre los
cadáveres que a veces colapsaban el camino.
Sin
agua y sin comida, sin apenas ropa,
muchos descalzos con los pies ensangrentados cubiertos de telas hechas
jirones. Viendo como aparecían en el
cielo, sobre sus cabezas, los aviones a soltar su mortífera carga y entre la
neblina, en el mar, los acorazados haciendo puntería con la carretera.
Llegaron,
después de varios días con sus noches, de marcha y acoso constante de
artillería, hasta Torre del Mar, donde les dieron el alto unos italianos, les
metieron en un tren, junto con otros muchos, que volvía para Málaga donde
permanecieron hasta el final de la guerra.
Terminó
sus años de servicio ya en la Guardia Civil, donde integraron el cuerpo de Carabineros al hacerlo
desaparecer como represalia por haber permanecido, prácticamente en su
totalidad, fiel a la república.
Por
un lado, contento por haberse salvado toda la familia, por otro con la amargura
de haber perdido a muchos de sus compañeros, haber faltado a su juramento de
fidelidad al gobierno legalmente constituido
y tener que continuar en su profesión
con otros con los que el dictador completó la plantilla, y que, en
muchos casos y durante muchos años, fueron muy crueles en actos de represión y
venganza contra los del bando perdedor.
Quien
sabe que humillaciones tuvo que presenciar y sufrir hasta que, cuando llegó el
momento de la jubilación, se volvieron todos para Basardilla.
Ahora
siento mucha pena de pensar lo desconsiderado e injusto que fui con mi abuelo
Benito. Si hubiera sabido tan solo un poco de lo que hoy sé, hubiera intentado
compartir más cosas de mi vida y
alegrías con él. Le hubiera prestado más
atención. Le hubiera preguntado tantas cosas.
Ahora puedo entender el porqué de ese carácter tan amargado de esa
mirada a veces perdida, esos ojos asustados, ese rictus tan serio y ausente.
Me
gusta imaginar cómo pudo ser la vida de ellos dos, de jóvenes, antes de nacer
sus hijos, antes de empezar la guerra...
Viviendo cerca del mar, en tierras malagueñas, con ese amable clima,
esas alegres gentes, esas suaves brisas de levante o de poniente…
De
lo que sí me puedo alegrar es de haber tenido la oportunidad de facilitar que
mi querido abuelo Benito cumpliera lo que seguramente fue su sueño: Después de
tantos ajetreos, miedos y huidas descansar en su tierra natal junto a su
querida esposa, mi querida abuela Librada. |
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