Benito y Librada
Pedro García Rodríguez


Entrevías

 

Es el barrio en la periferia de Madrid en la zona sur donde nacimos y nos criamos los 4 hermanos. A principio de los años 60 del siglo pasado la mayoría de las calles eran de tierra, por lo tanto cuando llovía eran de barro. No había infraestructuras de ningún tipo y en muchas zonas las viviendas eran chabolas que no disponían de agua corriente y sus moradores cogían el agua con cubos o lo que tuvieran de unas fuentes que había en la calle, en el camino de mi casa al colegio, incluso en invierno, veíamos a la gente haciendo cola en dichas fuentes para lavarse allí mismo o coger agua para llevar a sus habitáculos donde esperarían niños y ancianos para su precario aseo. Es verdad que en verano jugaban y se divertían en las mismas fuentes. Hacían la vida en la calle.

 

Recuerdo que siendo muy niño mis padres a veces nos llevaban de paseo “al agujero” a mi hermana y a mí. Era este un lugar, a escasos 200 metros de nuestra casa, en la periferia de la periferia, a día de hoy es una zona de parque, entonces allí era donde a diario venían camiones y vertían escombros de otros lugares. “Al agujero” mucha gente solía ir sobre todo los domingos por la tarde, cuando hacía bueno, a comer pipas mientras disfrutaban de la caída del sol. Es que en realidad en el barrio no había muchos más sitios de “recreo” donde ir. En aquel lugar quedaba en pié un tramo de un muro que delimitaba terrenos propiedad de la Renfe. El nombre de “el agujero” se lo daba precisamente un agujero muy grande y redondo que había en el mencionado muro y que por lo tanto permitía el acceso a esos terrenos.

 

Traspasado el agujero te asomabas a un gran desnivel, al fondo de dicho desnivel el rio manzanares seguía su curso después de haber recogido todas las inmundicias de la parte sur de la ciudad. Coincidían trazados de vías de tren paralelas al curso del rio, zonas de huertas entre medias de las cuñas que quedaban entre las vías, etc. En el alto, recién traspasado el agujero, te encontrabas una gran masa de hormigón muy irregular con planchas de hierros y trozos de raíles ferroviarios entre medias, era enorme, y a la gente, que acudía como si de un santuario se tratara, le gustaba sentarse en lo alto de aquel montículo, en el que podrían caber sin apreturas como 10 personas. Desde el alto se divisaba el rio Manzanares, el barrio de Villaverde, Usera, los Carabancheles al otro lado del rio y toda la parte sur de Madrid con la casa de campo al fondo.

 

Los más mayores, entre susurros contaban cosas,... que en algún momento allí debajo estuvo emplazada una ametralladora y que aquel amasijo de hierros y hormigón era lo que quedaba de la cubierta de una fortificación de la defensa de Madrid. Y que realmente el agujero grande y perfectamente redondo en el muro lo ocasionó uno de los muchos obuses que sobre esa posición se lanzaron años atrás. Quién sabe si alguno de los que por allí frecuentaban estuvo o conoció a alguien que estuvo en aquel lugar como 25 años atrás cuando aquel enclave formaba parte del cinturón de defensa durante la larga batalla de Madrid.

 

Los niños poníamos la oreja intentando enterarnos de algo, entonces ellos callaban, o decían algo de la ropa que estaba tendida. Cosas de mayores pensaríamos.

 

A veces mi padre, mientras paseábamos, me preguntaba si yo quería que me subiera a hombros. A todos los niños les gusta que les suban a hombros, era como un juego. Pero era él quien más interés tenía en subirme y yo me subía, aunque en realidad no estaba tan cansado. Y entonces me contaba:

“de pequeño iba andando de la mano de mi padre por la carretera. Yo no pedía nada, ni de comer ni de beber, sólo quería que me montara a hombros, que estaba muy cansado y no podía más”

 

Muchos años después, de anciano en la silla de ruedas en la que pasó sus últimos siete años, El Agujero era su lugar favorito para que le lleváramos de paseo. Es verdad que las vistas desde allí eran y son espectaculares, pero creo que también ese lugar le debía conectar con otros pasajes de su vida.

 

Fue en esos últimos años cuando como consecuencia de aquellos ictus, que le dejaron hemipléjico del lado izquierdo, pero que por otro lado le devolvieron su presencia, saliendo de su trastorno obsesivo compulsivo que le mantuvo alejado del mundo y de nosotros, empezó poco a poco a recordar algunas cosas de su niñez. Sobre todo se le refrescó la memoria un día al contarle, cuando tuve noticia, los hechos ocurridos en la llamada “carretera de la muerte” entre Málaga y Almería en febrero del año 1937, en lo que se llamó y a día de hoy se conoce como “la desbandá”.

 

Calahonda

 

En este pueblecito cercano a Motril, en la costa granadina, situado hacia la mitad de la carretera de Málaga a Almería pasé con mi familia en dos ocasiones 15 días de vacaciones en verano junto con tíos y primos.

 

Eran unas vacaciones que organizaba la Empresa Municipal de Transportes para sus empleados, que mediante sorteo podían acceder a esa aventura de pasar unos días junto al mar. A mediados de los 60 no todo el mundo tenía esa posibilidad. Éramos unos afortunados.

 

El primer año se debieron apuntar muy pocos empleados, las condiciones de alojamiento fueron muy precarias, las casas donde nos alojaron eran extremadamente humildes, cedidas por los pescadores que las habitaban durante el resto del año para ganarse durante esos días unas pesetillas, con suelo de tierra pisada y sin agua corriente a las madres les tocaba trabajar mucho más que en su propia casa de Madrid.

 

El viaje era infernal en aquellos autobuses tan viejos que se sobrecalentaban y a veces se averiaban, y había que parar varias veces a lo largo de la noche, sobre todo en la subida al puerto de Despeñaperros, donde algunos viajeros se mareaban y vomitaban a causa de tantas curvas. Luego en la bajada también había que parar ya que lo que se calentaba eran los frenos.

 

Salíamos de Madrid, recuerdo, sobre las 10 de la noche (con la fresca) y mi madre en cuanto se subía y se sentaba, debido al fuerte olor a cochera y a gasoil y al calor tan intenso del verano madrileño ya estaba mareada con ganas de vomitar, mi padre como estaba con sus compañeros, alegres conversaciones cruzadas con unos y otros incluidas las botas de vino peleón celebrando que “estaban cogiendo el permiso”. Esa frase la repetía mi padre desde varios meses entes de que llegaran las vacaciones. El caso es que ella se quedaba sentada junto a la ventanilla, yo, el mayor, a su lado auxiliándola, con la toalla extendida cual mantel sobre sus rodillas para recoger el inminente vómito y mi padre, ya medio achispado, entre bromas no la hacía ni caso, entonces mi madre entre arcada y arcada le regañaba y le regañaba.

 

Tuvimos la suerte de que nos tocara ese primer año a nosotros y también a la familia de mi tía Martina, hermana mayor de mi madre quien era el mejor y más cercano apoyo para ella, ya que vivían justo en la casa de al lado. Casada con Marcos que también era trabajador de la EMT y sus hijas Ana Mari y Angelines más o menos de mi edad.

 

De esas primeras vacaciones en Calahonda, recuerdo en la playa de guijarros las barcas y aparejos de los pescadores, los chambaos que eran pequeñas construcciones de cañas donde se protegían del sol mientras repasaban las redes y artes de pesca. Los ratos amables y divertidos.

 

Recuerdo que al atardecer paseábamos a lo largo de la playa hasta Carchuna. (Es un pueblecito o casi barrio junto a Calahonda donde cercano a la playa hay un antiguo fuerte que, según he averiguado, fue casa cuartel de carabineros durante la república y más tarde se usó como cárcel para presos republicanos hechos prisioneros en el frente de Asturias). Asun que era muy pequeña, se cansaba de caminar por la playa de piedras y lloraba diciendo: “Que yo no quiero ir a Carchuna”. (Seguramente no fue la única que pronunció llorando esas palabras…) (1)

 

También recuerdo una aventura que compartieron papá y mamá que consistió en ir hasta un pueblo, Adra. Allí estaba la familia de nuestra vecina de Madrid, Dulce y que se encuentra de camino a Almería. Un viaje infernal por aquella carretera con tantas curvas y aquel calor. En vez de quedarnos a pasar un día, como los demás, de playa mi padre nos embarcó a mi madre y a mí, con lo temerosa que fue siempre ella, dejando a Asun con nuestra tía Martina con el fin de hacerles una visita. Se mezclan como siempre los vagos recuerdos con las cosas contadas en aquellos años por los mayores. Madrugamos mucho para hacer el viaje con la fresca, pero en el camino se averió el coche que nos llevaba y pasamos varias horas en la cuneta, no pasaba nadie y mi madre venga a regañar a mi padre por la locura que habían hecho.

 

Ahora ya entiendo el empeño que tuvo mi padre de hacer aquel viaje por la carretera en aquella dirección que desde luego no fue de placer. Algo debía recordar de que “había que llegar a Almería...”

 

 

Algunos años después nos volvió a tocar en el sorteo ir a Calahonda. Esta vez le tocó también a la familia de mi tío Pepe, hermano de mi padre. La tía Matilde siempre sonriente y mis primos mayores Juan Carlos y Matildita, a los que yo adoraba, y el pequeño, casi de mi edad, Jose Ignacio. Por entonces yo tendría unos 12 y Asun cumpliendo los 10, ya estaban también Rafa con 2 y Bea de bebé.

 

Fueron días muy felices. Nos queríamos todos mucho. Matilde y mi madre de solteras, casi adolescentes todavía, fueron compañeras de trabajo como sirvientas. Mi padre y su hermano Pepe disfrutaban muchísimo en el mar, que valientes eran, sabían nadar y se metían hasta muy lejos, donde apenas se les veía la cabeza, las madres se ponían muy nerviosas y con gritos y aspavientos les ordenaban que se salieran mientras ellos se hacían los locos y seguían nadando. Los niños nos juntábamos en aquel trocito de playa, rodeados de las barcas y artes de los pescadores y nos divertíamos con la espuma, las olas y los revolcones, había uno que tenía unas gafas de bucear y a veces me las prestaba, ¿qué más se podía pedir? ¡¡Menudas vacaciones!!

 

De Calahonda a Manilva

 

A mi padre le gustaba mucho viajar, en la medida de las escasas posibilidades. Estando en Calahonda en esta segunda ocasión una noche se vinieron arriba y decidieron él y su hermano ir hasta Manilva, el pueblo donde ellos vivieron su infancia y adolescencia y que está a nada más y nada menos que a 212 km de Calahonda. Irían ellos solos. No había entonces prácticamente ni mapas de carreteras. Tranquilamente podían ser entre 6 y 8 horas de viaje infernal sólo de ida. Sin saber allí a quien encontrarían, no tenían ningún contacto de nadie, era cuestión de llegar al pueblo y preguntando a los paisanos hasta localizar a alguien conocido. Aquella estrecha carretera plagada de curvas, cuestas, baches, asomándose constantemente a peligrosos acantilados ejercía sobre ellos un poderoso influjo.

 

No recuerdo si estuvieron fuera dos o tres días, los mismos que se pasó mi madre regañándole a cada rato desde la distancia.

 

Volvieron fascinados del viaje y de haber vuelto a su pueblo natal unos 25 años después de marcharse. Se encontraron con amigos, vecinos, conocidos, etc. Y volvieron muy contentos, impresionados de la carretera, fascinados por los reencuentros, hablaban entre ellos con mucho entusiasmo, decían cosas que yo no entendía, apenas recuerdo, pero me llamaban mucho la atención. Entre los dos se notaba un código de camaradería y protección muy poderoso. Pepe sabía ejercer de hermano mayor y con mucho cariño a veces también le regañaba un poco a mi padre. Que graciosos eran.

 

Nosotros, los niños y las madres, estábamos de vacaciones tan contentos con nuestros bañadores y flotadores entregados a nuestros juegos, y ellos habían pasado a la ida y a la vuelta por los lugares donde, de niños estuvieron, sin duda, a punto de morir junto con sus dos hermanas adolescentes, su madre encinta de una niña que no sobrevivió, y su padre con su uniforme de carabinero que era la única ropa que tenía. Que recuerdos les traería aquel viaje. Que valientes fueron.

 

Aquella visita a mi padre le sirvió para revivir la amistad con algunos de sus amigos de la infancia y adolescencia, entre otros Diego Montero, Juan García, y sobre todo Diego Amado y su mujer Ángela, quienes gracias a este reencuentro, el verano siguiente nos invitaron a ir a su casa de Manilva. También los dos siguientes. Con ese salero que tienen las gentes de Málaga disfruté mucho aquellos posteriores tres veranos de mi adolescencia.

 

Algunas tardes, durante aquellos días en Manilva, bajábamos y subíamos los 3 km que había hasta la playa de Sabinillas en compañía de chicos y chicas, a veces andando, a veces en el autobús Portillo, y a veces en la caja del furgón de uno de los más mayores de la pandilla, que lo conducía sin tener ni el carnet ni la edad. Descubrí lo que era la gracia y el salero. Aprendí a diferenciar la brisa cuando sopla de Levante o de Poniente. Menamoré musho, pero musho, de aquella chica del vestido rojo y braguitas blancas de ganchillo. También de las dos hermanas de Madrid que pasaban allí sus veranos... etc., etc.

 

Recuerdo el lugar donde vivían Ángela y Diego, tanto su casa que también era tiendecita como el taller de zapatería, justo al lado, donde Diego remendaba los zapatos del vecindario daban a una placita aterrazada, que en realidad era como su patio, donde había muchísimos tiestos con flores al más puro estilo andaluz. Ángela se encargaba de la tienda mientras hacia las labores de la casa y regaba con mucho mimo las plantas. Diego siempre con su camisa blanca impecable y su cálida sonrisa se dedicaba a uno de sus múltiples trabajos con los que se ganaba el sustento, atendiendo a su clientela con muchísimo cariño y entusiasmo, no soltando nunca, por ello, sus herramientas. Se tiraban un buen rato charlando, no me metas bulla, les decía cuando le metían bulla. También, mientras arreglaba zapatos llevaba algo de seguros, alguna contabilidad de algún negocio familiar, un poco de todo. El caso es que todo el tiempo pasaba gente por allí por uno u otro motivo. Había mucha vida en esa placita.

 

Ir en total cinco veces de vacaciones al mar es algo que las familias entonces no solían hacer, al menos las que nosotros conocíamos. Ya le gustaban a mi padre los viajes y el mar.

 

Ángela y Diego Amado (que lindo apellido, ¿no te parece, amado lector?) desgraciadamente tuvieron que visitarnos varias veces entre medias en nuestra casa en Madrid debido a problemas de corazón que tenia Diego. Mi madre acompañaba a las consultas a Diego y Ángela se quedaba de ama en la casa y mi padre cuando llegaba del trabajo coincidían, y hablaban musho ya que fueron amigos en la infancia, como se decía por su tierra eran de la misma reunión, tenían muchas cosas que recordar. Cuando yo llegaba del instituto a mediodía para comer me los encontraba a los dos o a los cuatro en animadas conversaciones, eran todos muy guapos y se querían y gustaban. Nunca recuerdo haber sentido tanto cariño en aquella casa.

 

A pesar de su enfermedad Diego era una persona encantadora, llena de vida y alegría, con su pelo negro peinado hacia atrás, delgado, podría parecerse a García Lorca y a Caetano Veloso, por la tarde a ratos los dos hacían música, mi padre a la bandurria y Diego a la guitarra, se salían al patio a tocar entre bromas y chistes. Qué bien se llevaban. Ángela y mi madre también se llevaban muy bien. Eran muy buenos conversadores, gente encantadora. Diego se interesaba mucho en los avances escolares. Ellos no tuvieron hijos, tenían a su cargo a dos sobrinas de Ángela, Dolores y Ana. Diego, lamentablemente, murió joven a causa de aquella dolencia del corazón.

 

 

Recuerdos de mi padre

 

“Fuimos de San Roque a Torre Guadiaro, de allí al Castillo de Sabinillas”… pero como lo contaba de aquella forma tan vaga sin saber siquiera a qué momento se refería, no terminábamos de entender que quería decir con eso. Ahora deduzco que debió ser el recorrido que hicieron, toda la familia, huyendo del rápido y cruel avance de las fuerzas invasoras sobre la zona del campo de Gibraltar entre julio de 1936 y febrero de 1937. Dicho avance provocó que gran parte de la población de los pueblos y cortijos de la provincia de Cádiz y parte de Málaga huyeran aterrorizados y con lo puesto para terminar llegando a la capital donde se refugiaron como pudieron en las calles, naves industriales, en el puerto, hacinados en la catedral, algunos enfermos de pulmonía y sarampión, después de haber pasado durante la huida largas noches de invierno a la intemperie y sin nada para comer.

 

“Estuvimos viviendo un tiempo en el castillo de Sabinillas” . Este era casa-cuartel de carabineros, estando mi abuelo allí destinado, y que por las tardes él y su hermano Pepe se bañaban en el mar. Entonces la gente, daba igual que fueran de costa o de interior, no sabía nadar, prácticamente nadie sabía nadar. Román y Pepe aprendieron de niños, juntos, jugando. Parece que intentaban pescar pulpos y bajo el agua oían el retumbar de las bombas.

 

Mientras ellos con 6 y 8 años se zambullían en el mar jugando a pescar a pocos kilómetros se estaban librando, aquel fatídico verano y otoño de 1936, combates por todas partes. Málaga fue bombardeada casi a diario y Málaga resistió durante aquellos largos meses con escasa fuerza defensiva y esperando munición que nunca terminaba de llegar, ya que la prioridad para el gobierno de la república era la defensa de Madrid.

Una frase que mi padre repetía que dijo algún compañero del abuelo: Benito, somos republicanos”. Ahora entiendo el sentido de aquella frase, al conocer la confusión que hubo por todas partes los días después del alzamiento, sobre todo entre los integrantes de la fuerza de carabineros y guardias civiles, quienes por un lado habían jurado fidelidad al gobierno legalmente constituido pero por otro, muchos de sus superiores estaban alineados con los golpistas. Al margen de ideologías, cada uno corrió la suerte que le deparó el lugar donde se encontraba y las órdenes directas que recibió. De modo que hubo guardias civiles combatiendo en ambos bandos, según las poblaciones y los carabineros, aunque casi todos estuvieron del lado de la República, también en algún destacamento se unieron a los golpistas. Todo dependía de quien estuviera al mando.

 

Se puede entender esto si tenemos en cuenta que en el medio rural muchos puestos o cuarteles estaban muy aislados, sin teléfono teniendo que comunicarse por medio de enlaces. Los cuales casi siempre eran interceptados y aniquilados.

 

Otra frase que mi padre repetía que recordaba de niño que decía el abuelo: “No corráis, agachaos, quietos. Lo que tenga que pasarnos que nos pase a todos”.

 

 

Recuerdos del abuelo Benito

 

Era una persona de muy pocas palabras, carácter serio, poco cariñoso en general. En casa pasaba 3 meses al año, ya que repartían entre los 4 hermanos su alojamiento.

 

Los tres meses de verano los pasaba en Basardilla, el pueblo de origen de mis abuelos, en casa de su hija Catalina, la segunda de los cuatro, ayudando en lo que podía en las faenas del campo. Yo pasaba algunos días del verano con ellos y mis primos, con el trillo, la cuadra, las vacas, los corderos, las gallinas ponedoras y también los juegos con los demás niños del pueblo. El abuelo regañaba a los hijos de Catalina, mis primos, por las labores que no hacían del todo bien, pobrecillos, si eran unos críos.

 

Jamás escuché a los mayores hacer mención alguna a nada relacionado con Málaga, o al menos no lo recuerdo.

 

Parece que Catalina, cuando se volvieron de Manilva para Basardilla, tendría ya más de 20 años y dejó allí un novio.

 

Cuenta alguno de los primos mayores de Basardilla que el abuelo se echaba a llorar en cuanto alguien hacia el mínimo comentario relacionado con la guerra.

 

Cuando el abuelo venía a nuestra casa, durante los tres meses correspondientes, ocupaba una de las tres habitaciones, con lo cual, primero yo y cuando ya vino Rafa los dos, nos quedábamos sin habitación y nos tocaba dormir en un sofá cama que había en el comedor, y cada noche había que montar el chiringuito. Así todos los años. El ambiente era un poco tenso en casa, por la incomodidad y el poco afecto que había entre mi madre y él. Además, era muy tacaño, nunca nos daba dinero, a los nietos me refiero. Recuerdo como anécdota que, siendo yo adolescente, le acompañé en alguna ocasión a la Caja de Ahorros a cobrar su pensión de jubilado. Entonces él sacaba en ventanilla el dinero, lo contaba dos o tres veces revisando bien los billetes y a continuación lo ingresaba de nuevo en su libreta. Así era de desconfiado, o de particular.

 

Había algunas cosas del abuelo que de niño no me gustaban. Muchos años después, ahora que sé parte de lo que pasó, puedo entender y abrazar aquel carácter, realmente amargado y frustrado del abuelo Benito.

 

Su mujer, la abuela Librada, murió poco después de nacer yo. Según comentaban los mayores debió estar algo trastornada. No tendría nada de extraño que hiciera mella en su ánimo aquella huida constante del avance y saqueo, de las tremendas noticias que llegaban de las poblaciones arrasadas. Los continuos cambios de destino de mi abuelo trasladando a toda la familia al ritmo del repliegue de los defensores de la legalidad gubernamental. Hasta llegar a Málaga capital para, enseguida y tras su toma, salir corriendo dirección a Almería con lo puesto y con cuatro hijos más la que viajaba en su vientre.

 

Catalina y Pepa eran adolescentes en ese momento, y por lo tanto medianamente conscientes del peligro que se cernió sobre ellos aquellos días y noches, cuando el “sálvese el que pueda” no era solo sálvese de las bombas que lanzaban los fascistas desde los acorazados, aviones y posiciones en las alturas, también había que salvarse de los horrores que causaban los mercenarios que iban siguiéndoles por la carretera de cerca, sin piedad, sobre todo con las mujeres, a quienes violaban y después a veces despedazaban.

 

Cuando volví de la mili el abuelo había empezado a tener demencia senil y a veces, con la mirada perdida, sentado en el sofá, murmuraba algo así “cuidado con aquellas baterías”.

 

Hasta prácticamente el día de su muerte, acudía todos los días por la mañana y por la tarde a la partida. Había cerca un hogar del jubilado, él se llevaba su botella de vino que llenaría supongo en alguna bodeguita cercana, para hacer menos gasto.

 

El día que murió de repente el abuelo estaba en mi casa, sentado en el sofá. Yo me acababa de sacar el carnet de conducir y tenía mi primer coche, casi de desguace, que se averiaba constantemente. Pero hubo coraje para meterlo, todavía caliente, en el asiento trasero sentado en el medio. Mi madre a un lado y alguien más al otro, con mi padre de copiloto, nos lo llevamos a Basardilla para enterrarlo en el cementerio del que había sido su pueblo natal. Costó trabajo estirarlo al llegar allí. Ese día me gané el respeto de mis tíos y primos mayores. Después de varios años sin vernos dejé de ser Pedrito para pasar a ser Pedro.

 

 

Atando cabos

 

Cuando aquella mañana de domingo de febrero de 2017 estábamos África y yo entregados cada uno a sus ocupaciones en mi casa, ella consultando en el ordenador encontró sin buscarlo un trabajo publicado en esos días de Rogelio López Cuenca relacionado con los hechos ocurridos hacía 80 años en Málaga.

 

“Pedro ven, mira lo que he encontrado”. Al verlo yo no daba crédito, al leerlo una y otra vez de pronto empecé a encontrar el sentido a todas esas frases sueltas que tantas veces escuché de mi padre o mi abuelo. Se desató una tormenta de recuerdos y emociones. Después de un rato de revisar aquella información, ella siguió entregada a sus tareas y yo pasé el resto del día buscando más detalles de aquellos momentos tan trágicos y desconocidos.

 

Entonces me empezaron a cuadrar muchas cosas, los días posteriores empecé a preguntar a mi padre y a hablarle poco a poco de mis averiguaciones. Al principio se quedaba como de piedra, días después al oírme le venían recuerdos, frases, momentos que hasta entonces habían permanecido ocultos y olvidados en su memoria y de pronto dijo: “corred, corred, que vienen matando, que vienen violando” y rompió a llorar como un crio de 6 años.

 

Sirva para dar una idea de lo que allí ocurrió el siguiente fragmento del libro El crimen de la carretera Málaga-Almería escrito por el Doctor canadiense Norman Bethune, quien con su camión ambulancia y su equipo de ayudantes se trasladó, al enterarse de los acontecimientos, desde Valencia a Almería tratando de socorrer a todo el que pudo:

 

«Lo que quiero contaros es lo que yo mismo vi en esta marcha forzada, la más grande, la más horrible evacuación de una ciudad que hayan visto nuestros tiempos...».

Una muchedumbre de personas y animales ocupaba todo el ancho de la carretera… La llanura se extendía tan lejos como la vista podía alcanzar y por ella serpenteaba una hilera de 30 kilómetros de seres humanos, como un gusano gigantesco con innumerables pies que levanta una nube de polvo que se extendía hasta más allá del horizonte. (…) Yacían hambrientos en los campos, atenazados, moviéndose solamente para mordisquear alguna hierba. Sedientos, descansando sobre las rocas o vagando temblorosos sin rumbo (…) Los muertos estaban esparcidos entre los enfermos con los ojos abiertos al sol”.

Resolvimos regresar para dedicarnos a transportar a los más desvalidos… Descargamos el equipo y las existencias de sangre (…) Después abrimos las puertas traseras. Se podía ver la excitación en los rostros de los refugiados. Todos esperaban, pero sin saber si tendrían posibilidades. Una multitud de padres y madres se apretó alrededor del coche. Decidimos transportar a las familias que tuviesen más niños y a los niños sin padres, que eran incontables. Llevábamos a 30 ó 40 personas en cada viaje”.

 

También su ayudante T.C. Worsley en su libro “Behind the battle”:

 

La carretera seguía llena de refugiados, y cuanto más avanzábamos peor era su situación. Algunos tenían zapatos de goma, pero la mayoría llevaba los pies vendados con harapos, muchos iban descalzos y casi todos sangraban. Componían una fila de 150 kilómetros de gente desesperada, hambrienta, extenuada, como un río que no daba muestras de disminuir... Decidimos subir a los niños al camión, y al instante nos convertimos en el centro de atención de una muchedumbre enloquecida que gritaba, rogaba y suplicaba ante tan milagrosa aparición. La escena era sobrecogedora: las mujeres vociferaban mientras sostenían en alto a los bebés desnudos, suplicando, gritando y sollozando de gratitud o decepción.

 

Estos relatos y otros muchos, así como crónicas de diarios extranjeros, fotografías tomadas por el cirujano canadiense, testimonios posteriores de personas y familiares que vivieron la tragedia, descubrí en esos días en los que me enfrasqué en dicho artículo y otros documentos. (2)

Hasta ese momento nunca había ni imaginado que aquello hubiera podido pasar, y menos a mi familia.

 

Mi abuelo en ese momento tenía alrededor de 45 años y 5 bocas que alimentar. En algún momento de la batalla por la toma de Málaga, donde muchos compañeros murieron, “entregó el mosquetón” a aquella fuerza internacional y profesional tan superior en hombres y armamento dispuesta a entrar en la capital a cualquier precio.

 

Encontró la forma de reunirse con su familia: Su mujer embarazada, sus dos hijas mocitas, su hijo mediano y Román el chiquitín de 6 añitos, y con lo puesto, se unieron a la gran columna que se fue formando a la desesperada a lo largo de la estrecha carretera que, con el mar a un lado y al otro la montaña, conduce a Almería.

 

Qué horrores, cuánta sangre y desgracia tuvieron que presenciar, cuántos niños perdidos buscando a sus familiares, bebés mamando de pechos ya secos, madres enloquecidas cargando con hijos ya sin vida. Gente desesperada gritando los nombres de sus familiares muertos o desaparecidos, buscándolos entre los cadáveres que a veces colapsaban el camino.

 

Sin agua y sin comida, sin apenas ropa, muchos descalzos con los pies ensangrentados cubiertos de telas hechas jirones. Viendo como aparecían en el cielo, sobre sus cabezas, los aviones a soltar su mortífera carga y entre la neblina, en el mar, los acorazados haciendo puntería con la carretera.

 

Llegaron, después de varios días con sus noches, de marcha y acoso constante de artillería, hasta Torre del Mar, donde les dieron el alto en un control unos soldados italianos, le preguntaron al abuelo por “el mosca”, (el mosquetón) él dijo: Ya lo entregué en Málaga. Les metieron en un tren, junto con otros muchos, que volvía para Málaga donde permanecieron hasta el final de la guerra en unos pabellones en espera de ver que hacían con ellos. Los carabineros capturados no dejaban de ser, debido a su experiencia y profesionalidad, posibles candidatos a servir al nuevo régimen en ciernes. Aún así muchos, los más jóvenes, huyeron para unirse a unidades que combatían en frentes más o menos cercanos o hasta llegar caminando a sus lugares de origen si tenían noticias de que se encontraban en territorio sin invadir.

 

Acabada la guerra el abuelo terminó los años que le quedaban de servicio ya en la Guardia Civil, donde los vencedores integraron el experimentado cuerpo de Carabineros al hacerlo desaparecer como represalia por haber permanecido, prácticamente en su totalidad, fiel a la república.

 

Por un lado, contento por haberse salvado toda la familia, por otro con la amargura de haber perdido a muchos de sus compañeros, haber faltado a su juramento de fidelidad al gobierno legalmente constituido y tener que continuar en su profesión con otros con los que el dictador completó la plantilla, y que, en muchos casos y durante muchos años, fueron muy crueles en acciones de represión y venganza contra los del bando perdedor.

Quien sabe que humillaciones tubo que presenciar y sufrir hasta que, cuando llegó el momento de la jubilación, se volvieron todos para Basardilla.

 

Después de un largo y agotador viaje en coche hasta la capital malagueña, tren hasta Madrid, algún autobús hasta Segovia para finalmente en un carro tirado por una mula donde cargaron los escasos enseres y muebles de una familia de 6 personas y ellos caminando los 15 km que aún les separaban de Basardilla. Una vez de vuelta en su tierra natal, a mi abuelo le tocó recuperar sus antiguos hábitos de campesino y a toda la familia adaptarse del cálido y húmedo clima malagueño al frio, extremo y seco de Castilla. En una tierra tan dura y hostil donde apenas se podía cultivar nada, y apenas sin tierra propia donde poder sembrar para sobrevivir. En un lugar donde no había trabajo por cuenta ajena para 4 hijos en edad ya de trabajar ni tampoco recursos para trabajar por cuenta propia, en un país dividido, lleno de miedos y rencores en aquellos años de frio y hambruna, debió de ser difícil sobrevivir.

 

Ahora siento mucha pena de pensar lo desconsiderado e injusto que fui con mi abuelo Benito. Si hubiera sabido tan solo un poco de lo que hoy sé, hubiera intentado compartir más cosas de mi vida y mis alegrías con él. Le hubiera prestado más atención. Le hubiera preguntado tantas cosas. Ahora puedo entender el por qué de ese carácter tan amargado de esa mirada a veces perdida, esos ojos asustados, ese rictus tan serio y ausente.

 

Me gusta imaginar cómo pudo ser la vida de ellos dos, de jóvenes, antes de nacer sus hijos, antes de empezar la guerra... Viviendo junto al mar, en tierras malagueñas, con ese amable clima, esas alegres gentes, esas suaves brisas, a veces de levante a veces de poniente…

 

De lo que sí me puedo alegrar es de haber tenido la oportunidad de facilitar que mi querido abuelo Benito cumpliera lo que seguramente fue su sueño: Después de tantos ajetreos, huidas y miedos descansar en su pueblo natal junto a su querida esposa, mi querida abuela Librada.

 

 

 

(1) Leer a continuación: Información ampliada de Fuerte Carchuna.

 

(2) www. malaga1937.net (Rogelio López Cuenca)

 

(3) https://www.youtube.com/watch?v=NcEXUMTEEXI (A sangre y fuego Málaga 1936)

 

 

(1)

EL INDEPENDIENTE

Operación Carchuna: el golpe de los comandos que angustiaron a Franco

La liberación de más de 300 presos republicanos, el 23 de mayo de 1938, por parte de un grupo de guerrilleros agitaría la inquietud del bando franquista por un tipo de lucha que causaba numerosos estragos en su retaguardia.

 

Cuando los tres disparos resonaron en el cielo de la localidad granadina de Calahonda hubo de imperar el desconcierto. En aquella pequeña localidad costera cercana a Motril las refriegas no eran una novedad; no en vano, el frente donde se dividía el territorio controlado por ambos bandos apenas distaba unos pocos kilómetros. Pero en ese momento nada hacía pensar en una inminente ofensiva del ejército republicano.

 

Sin embargo, en el interior del Fuerte de Carchuna, donde se encontraban presos más de 300 combatientes republicanos -en su mayoría, asturianos-, aquellas detonaciones tenían un significado muy especial. «En el fuerte, los mandos nacionales no lo sabían, pero aquel sonido significó lo más parecido a la libertad que aquellos trescientos ocho hombres habían sentido en mucho tiempo», apunta Alfonso López García en su obra  Saboteadores y guerrilleros. La pesadilla de Franco en la Guerra Civil  (Planeta, 2019).

 

El 19 de mayo de 1938, cuatro de sus compañeros de prisión les habían hecho partícipes de sus planes de fuga, que se harían efectivos esa misma tarde. Si todo salía bien, lanzarían tres disparos al aire para que ellos lo conocieran. «Y volveremos. Confiad en que volveremos», prometieron.

 

No tardarían mucho en cumplir sus palabras. Sólo cuatro días después de la fuga, sus protagonistas (los tenientes Joaquín Fernández Canga, Secundino Álvarez Torres, Esteban Alonso García y Cándido López Muriel) regresaban a aquel improvisado presidio. Pero lo hacían acompañados de otros 31 hombres que contaban con un audaz plan para asaltar el fuerte y liberar a sus compañeros.

 

Con una acción rápida y perfectamente coordinada, tras cortar las líneas telefónicas que conectaban Calahonda con Motril, los asaltantes lograron tomar por sorpresa a los guardianes del fuerte y tras unos breves intercambios de disparos lograron rendirlos, tomando el control del fuerte. Aún quedaba la difícil tarea de huir con esos tres centenares de hombres liberados hasta territorio seguro. No sería fácil. «En el camino de vuelta hubo varios tiroteos con fuerzas de Guardia Civil, resultado de los cuales fallecieron dos de los asturianos liberados. El resto pudo alcanzar su objetivo y llegar a territorio republicano», comenta López García.

 

El asalto del Fuerte de Carchuna representaba el mayor éxito de la táctica de guerrillas que el ejército republicano venía empleando contra su enemigo casi desde los inicios del conflicto. La estrategia de la guerra exprés que había nacido de un modo improvisado, fruto del caos que presidió los primeros esfuerzos militares en defensa de la República tras el alzamiento militar del 18 de julio de 1936, se había convertido en una fórmula recurrente de la lucha del bando republicano.

 

Y los responsables del ejército popular tratarían -no sin dificultades- de organizar y coordinar aquellos variados comandos que, con sus incursiones fulgurantes, habían sido capaces de crear notables quebraderos de cabeza al ejército franquista, que, con escasas excepciones, se mostraba arrollador en el cuerpo a cuerpo convencional.

 

La difusión de propaganda en territorio enemigo, la identificación de enlaces para el desarrollo de medidas de sabotaje o la interrupción de las comunicaciones del enemigo a través del ataque a coches o trenes eran algunas de las centenares de misiones que ejecutarían aquellos hombres, de los que sus principales defensores en el campo republicano -entre los que destacaría el líder socialista - Francisco Largo Caballero – esperaban que fueran capaces de alentar un levantamiento en masa de la población en los territorios controlados por el bando nacional, como explica detalladamente López García a través de su obra.

 

Pero la liberación de los más de 300 presos encerrados en Carchuna suponía un hito que impulsaría el prestigio de los guerrilleros entre los suyos y elevaría la preocupación de los mandos franquistas. Incluido el propio Francisco Franco, quien no tardaría en mostrar su inquietud ordenando un refuerzo de la vigilancia de cárceles, cafés y tabernas, al tiempo que empezaba a plantear la posibilidad de atacar al enemigo con las mismas armas, algo a lo que hasta entonces se había mostrado reacio.

 

En cualquier caso, a lo que Franco estaba dispuesto a destinar más recursos era a la represión de aquellas molestas incursiones de los comandos republicanos en la retaguardia de los nacionales, que mantenían a sus hombres en estado de intranquilidad continua. Para  el Caudillo  aquella tarea resultaba de «capital importancia» y sus planes pasaban por atraerse al conjunto de la población para que ayudaran a delatar y desarticular a los grupos de guerrilleros republicanos, para lo que no dudaría en ofrecer recompensas en metálico o hasta la liberación de familiares presos a quienes facilitasen su captura.

 

La orden de sancionar a los pueblos que se considerasen cómplices de asaltos guerrilleros y el continuo refuerzo de la vigilancia en los puntos de paso más recurrentes son evidencias de la preocupación que mostraba el bando franquista por estas acciones: «En la zona enemiga hay un verdadero pánico ante los actos de sabotaje que en ella se realizan de manera tan perfecta», llegaría a asegurar Manuel Rabos Hernando, un desertor de la zona nacional a finales de 1937.

 

No era extraño que Franco estuviera preocupado. Al fin y al cabo, su cabeza había sido desde el inicio el objetivo más preciado que se habían marcado diversos grupos guerrilleros, incluso algunos planeando sus misiones desde territorio extranjero, como señala López García.

 

Incluso el presidente del Gobierno republicano, Juan Negrín, llegaría a pensar, a finales de 1938, en los comandos como su mejor baza para asesinar al líder del ejército sublevado, cuando la guerra parecía decantarse en contra de los republicanos,  tras su derrota en la batalla del Ebro . Su plan consistía, según delataría un prisionero marroquí evadido del territorio republicano, en infiltrar a un batallón de guerrilleros en la zona nacional, simulando ser entusiastas de la causa sublevada. El primero que pudiera debía atentar contra el jefe del bando nacional, aunque aquello le costara su propia vida.

 

Ninguna de aquellas ideas encontraría vía para su ejecución y la lucha de los guerrilleros, como la del resto de fuerzas de la República, sufrirían una derrota definitiva en marzo de 1939,  tras la toma de Madrid por parte de las fuerzas franquistas . Sin embargo, tantos años de experiencia guerrillera habían creado un terreno abonado para que aún muchos se dispusieran a lanzarse al monte y proseguir su lucha contra el franquismo una vez finalizada la guerra, dando nacimiento al fenómeno del maquis.