|
|
Entrevías Es el
barrio en la periferia de Madrid en la zona sur donde nacimos y nos criamos los
4 hermanos. A principio de los años 60 del siglo pasado la mayoría de las calles eran de tierra, por lo tanto
cuando llovía eran de barro. No había
infraestructuras de ningún tipo y en algunas zonas del barrio la gente vivía en
chabolas donde no había agua corriente y sus moradores cogían el agua de unas
fuentes que había en la calle, en el camino de mi casa al colegio los días de
invierno veíamos a la gente haciendo cola en dichas fuentes para lavarse allí
mismo o coger agua para llevar a sus habitáculos donde esperarían niños y
ancianos para su precario aseo. Es
verdad que en verano jugaban y se divertían en las mismas fuentes. Hacían la
vida en la calle. Recuerdo
que siendo muy niño mis padres a veces nos llevaban de paseo “al agujero” a mi
hermana y a mí. Era este un lugar, a
escasos 200 metros de nuestra casa, en la periferia de la periferia, a día de
hoy hay un parque, entonces eran zonas donde a diario camiones vertían
escombros de otros lugares más céntricos.
“Al agujero” mucha gente solía ir
sobre todo los domingos por la tarde, cuando hacía bueno, a comer pipas
mientras disfrutaban de la caída del sol.
Es que en realidad no había muchos más sitios de “recreo” donde ir. En aquel lugar quedaba en pie un tramo de un
muro que delimitaba terrenos propiedad de la Renfe. El nombre de “el agujero” se lo daba
precisamente un agujero muy grande y redondo que había en el mencionado muro y
que por lo tanto permitía el acceso a esos terrenos. Traspasado el agujero te asomabas a un gran desnivel, al
fondo de dicho desnivel el rio manzanares seguía su curso después de haber
recogido todas las inmundicias de la parte sur de la ciudad. Coincidían
trazados de vías de tren paralelas al curso del rio, zonas de huertas,
etc. En el alto, recién traspasado el agujero,
te encontrabas una gran masa de hormigón muy irregular con planchas de hierros
y trozos de raíles ferroviarios entre medias, era enorme, y a la gente, que
acudía como si de un santuario se tratara, le gustaba sentarse en lo alto de
aquel montículo, en el que podrían caber sin apreturas como 10 personas. Desde el alto se divisaba el rio Manzanares,
el barrio de Villaverde al otro lado del rio y toda la parte sur de Madrid. Los
más mayores, entre dientes, contaban
cosas,... que en algún momento allí debajo estuvo emplazada una ametralladora y
que aquel amasijo de hierros y hormigón era lo que quedaba de la cubierta de
una fortificación de la defensa de
Madrid. Y que realmente el agujero
grande y redondo en el muro lo ocasionó uno de los muchos proyectiles que sobre
esa posición se lanzaron años atrás.
Quién sabe si alguno de los que por allí frecuentaban estuvo o
conoció a alguien que estuvo en aquel lugar algunos años atrás cuando
aquel enclave formaba parte de la defensa de Madrid. Los
niños poníamos la oreja para enterarnos de más cosas, entonces ellos callaban. A
veces mi padre, cuando paseábamos, me preguntaba si yo quería
que me subiera a hombros.
A todos los niños les gusta que les suban a hombros, era como un juego. Era él quien más interés
tenía en subirme y yo me subía. Y
entonces me contaba: “de
pequeño iba andando de la mano de mi padre por la carretera. Yo no
pedía nada, ni de comer ni de beber,
sólo quería que me montara a
hombros, que estaba muy cansado y no podía más.” Muchos
años después, de anciano en la silla de ruedas en la que pasó sus últimos siete
años, El Agujero era su lugar favorito para que le lleváramos de paseo. Es verdad que las vistas desde allí eran y
son espectaculares, pero creo que
también ese lugar le debía conectar con otros pasajes de su vida. Fue
en esos últimos años cuando como consecuencia de aquellos ictus, que le dejaron
hemipléjico del lado izquierdo, pero que por otro lado le devolvieron su presencia, saliendo de su trastorno obsesivo
compulsivo que le mantuvo alejado del mundo y de las personas, empezó poco a
poco a recordar algunas cosas de su niñez.
Sobre todo se le refrescó la
memoria al contarle, cuando tuve noticia, los hechos ocurridos en la llamada
“carretera de la muerte” entre Málaga y Almería en febrero del año 1937,
en lo que se llamó y a día de hoy se conoce como “la desbandá”. Calahonda En
este pueblecito cercano a Motril, en la
costa granadina, situado justo en la mitad de la carretera de Málaga a Almería
pasé con mi familia en dos ocasiones 15
días de vacaciones en verano junto con tíos y primos. Eran
unas vacaciones que organizaba la
Empresa Municipal de Transportes para sus empleados, que mediante sorteo podían
acceder a esa aventura de pasar unos días junto al mar. A mediados de los 60 no todo el mundo tenía
esa posibilidad. El
primer año se debieron apuntar muy pocos
empleados, las condiciones de alojamiento fueron muy precarias, las casas donde
nos alojaron eran extremadamente humildes, cedidas por los pescadores que las
habitaban para ganarse unas pesetillas, con suelo de tierra pisada sin ninguna
comodidad y a las madres les tocaba trabajar mucho más que en su propia casa de
Madrid. El
viaje era infernal en aquellos autobuses tan viejos que se sobrecalentaban y a
veces se averiaban, y había que parar varias veces a lo largo de la noche,
sobre todo en la subida al puerto de Despeñaperros, donde algunos viajeros se mareaban y vomitaban a causa de
tantas curvas. Luego en la bajada también había que parar ya que lo que se calentaba eran los frenos. Tuvimos
la suerte de que nos tocara ese primer año a nuestra familia y a la de mi tía
Martina, hermana de mi madre casada con Marcos que también era trabajador de la EMT. De
esas primeras vacaciones en Calahonda, recuerdo en la playa de guijarros las
barcas y aparejos de los pescadores, los chambaos que eran pequeñas
construcciones de cañas donde se protegían del sol mientras repasaban las redes
y artes de pesca. Los ratos amables y
divertidos. Recuerdo
que al atardecer muchos días paseábamos a lo largo de la playa hasta
Carchuna. (Es un lugar junto a Calahonda
donde hay un antiguo fuerte que, según he averiguado, fue casa cuartel de carabineros durante la
república y más tarde se usó como cárcel
para presos republicanos hechos prisioneros en el frente de Asturias). Asun que era muy pequeña, se cansaba de
caminar por la playa de piedras y lloraba diciendo: “Que yo no quiero ir a
Carchuna”. (Seguramente no fue la única que pronunció llorando esas
palabras...) (1) También
recuerdo una aventura que consistió en ir hasta un pueblo, Adra. Allí estaba
la familia de nuestra vecina de Madrid, Dulce y que se encuentra a mitad
de camino de Almería. Un viaje
infernal por aquella carretera con
tantas curvas y aquel calor. En vez de
quedarnos a pasar un día, como los demás, de playa mi padre nos embarcó a mi madre y a mí, con
lo temerosa que fue siempre ella,
dejando a Asun con nuestra tía Martina
con el pretexto de hacerles una visita.
Se mezclan como siempre los vagos recuerdos con las cosas contadas en
aquellos años por los mayores. Madrugamos mucho para hacer el viaje con la
fresca, pero en el camino se averió el coche que nos llevaba y pasamos varias
horas en la cuneta, no pasaba nadie y mi madre venga a regañar a mi padre por la locura que habían
hecho. Ahora
ya entiendo el empeño que tuvo mi padre de hacer aquel viaje por la carretera
en aquella dirección que desde luego no
fue de placer. Algo debía recordar de que “había que llegar a Almería como
fuera...” Algunos
años después nos volvió a tocar en el sorteo ir a Calahonda. Esta vez le tocó también a la familia de mi
tío Pepe, hermano de mi padre. La tía
Matilde siempre sonriente y mis primos
mayores Juan Carlos y Matildita, a los que yo adoraba, y el pequeño, casi de mi
edad, Jose Ignacio. Por entonces yo tendría unos 12 y Asun
cumpliendo los 10, ya estaban también Rafa con 2 y Bea de bebé. Fueron
días muy felices. Nos queríamos todos
mucho. Matilde y mi madre de solteras,
casi adolescentes todavía, fueron
compañeras de trabajo como sirvientas. Mi padre y su hermano Pepe disfrutaban
tanto en el mar, que valientes eran, sabían nadar y se metían hasta muy lejos,
donde apenas se les veía la cabeza, las madres se ponían muy nerviosas y con
gritos y aspavientos les ordenaban que se salieran mientras ellos se hacían los
locos y los niños nos divertíamos con la espuma, las olas y los revolcones.
De
Calahonda a Manilva Bueno,
pues como a mi padre lo que le gustaba era viajar, estando en Calahonda por
segunda vez una noche decidieron él y su hermano ir hasta Manilva, el pueblo
donde ellos vivieron su infancia y adolescencia y que está a nada más y nada
menos que a 212 km de Calahonda. Irían
ellos solos. No había entonces prácticamente ni mapas de carreteras. Tranquilamente podían ser entre 6 y 8 horas
de viaje infernal sólo de ida. Sin saber
allí a quien encontrarían, no tenían ningún contacto de nadie. Aquella estrecha carretera plagada de curvas,
cuestas, baches, asomándose constantemente a peligrosos acantilados ejercía
sobre ellos un poderoso influjo. No
recuerdo si estuvieron fuera dos o tres días, los mismos que se pasó mi madre regañándole
a cada rato desde la distancia. Volvieron
fascinados del viaje y de haber vuelto a su pueblo natal unos 25 años después de marcharse. Se encontraron con amigos, vecinos,
conocidos, etc. Y hablaban
impresionados de la carretera, hablaban entre ellos con mucho
entusiasmo, decían cosas que yo no entendía, apenas recuerdo, pero me llamaban
mucho la atención. Entre los dos yo
notaba un código de camaradería y
protección muy poderoso. Pepe sabía
ejercer de hermano mayor y con mucho cariño a veces también le regañaba un poco
a mi padre. Que graciosos eran. Nosotros,
los niños y las madres, estábamos de vacaciones tan contentos con nuestros
bañadores y flotadores entregados a
nuestros juegos, y ellos habían pasado a la ida y a la vuelta por los lugares
donde, de niños, sin duda, estuvieron a punto de morir junto con sus dos
hermanas adolescentes, su madre encinta de una niña que no
sobrevivió, y su padre con su uniforme de carabinero que era la única ropa que
tenía. Que recuerdos les traería
aquel viaje. Que valientes fueron. Aquella
visita a mi padre le sirvió para revivir
la amistad con algunos de sus amigos de la infancia y adolescencia, entre
otros Diego Montero, Juan García, y sobre todo Diego Amado y su mujer Ángela, quienes gracias a este reencuentro, el verano
siguiente nos invitaron a ir a su casa de Manilva. También los dos siguientes. Con ese salero que tienen las gentes de
Málaga disfruté mucho aquellos tres veranos de mi adolescencia. Algunas
tardes, durante aquellos días en Manilva, bajábamos y subíamos los 3 km que
había hasta la playa de Sabinillas en compañía de chicos y chicas, a veces
andando, a veces en el autobús Portillo, y a veces en la caja del furgón de uno
de los más mayores de la pandilla, que lo conducía sin tener ni el carnet ni la
edad. Descubrí lo que era la gracia y el
salero. Aprendí a diferenciar la brisa
cuando sopla de Levante o de
Poniente. Menamoré musho, pero musho
musho, de aquella chica del vestido rojo
y braguitas blancas de ganchillo.
También de las dos hermanas de Madrid que pasaban allí sus veranos... etc,etc. Recuerdo
el lugar donde vivían Angela y Diego,
tanto su casa que también era tiendecita como el taller de zapatería
donde Diego remendaba los zapatos del vecindario daban a una placita
aterrazada, que en realidad era como su
patio, donde había muchísimos tiestos con flores al más puro estilo
andaluz. Angela se encargaba de la
tienda mientras hacia las labores de la casa y regaba con mucho mimo los
tiestos. Diego siempre con su camisa
blanca impecable y su cálida sonrisa se dedicaba a uno de sus múltiples
trabajos con los que se ganaba el sustento, atendiendo a su clientela con
muchísimo cariño y entusiasmo, no soltando nunca, por ello, sus
herramientas. Se tiraban un buen rato
charlando, no me metas bulla, decía cuando le metían bulla. También, mientras
arreglaba zapatos llevaba algo de seguros, alguna contabilidad de algún negocio
familiar, un poco de todo. El caso es
que todo el tiempo pasaba gente por allí por uno u otro motivo. Había mucha
vida en esa placita. Ir en
total 5 veces de vacaciones al mar es algo que las familias entonces no solían
hacer, al menos las que nosotros conocíamos.
Ya le gustaban a mi padre los viajes y el mar. Angela
y Diego Amado (lindo apellido) desgraciadamente tuvieron que visitarnos varias
veces entre medias en nuestra casa en
Madrid debido a problemas de corazón que tenía Diego. Mi madre acompañaba a las consultas a Diego
y Angela se quedaba en casa con mi padre, ya que fueron amigos en la
infancia, como se decía por su tierra
eran de la misma reunión, tenían muchas cosas que recordar. A
pesar de su enfermedad Diego era una persona encantadora, llena de vida y
alegría, con su pelo negro peinado hacia atrás, delgado, podría parecerse a
García Lorca y a Caetano Veloso, por la
tarde a ratos los dos hacían música, mi padre a la bandurria y Diego a la
guitarra, se salían al patio a tocar entre bromas y chistes. Que bien se llevaban. Angela y mi madre también se llevaban muy
bien. Eran muy buenos conversadores,
gente encantadora. Diego se interesaba
mucho en los avances escolares. Ellos no
tuvieron hijos, tenían a su cargo a dos sobrinas de Dolores y Ana. Diego,
lamentablemente, murió joven a causa de aquella dolencia del corazón. Recuerdos
de mi padre “Fuimos
de San Roque a Torre Guadiaro, de allí al Castillo de Sabinillas”… pero como lo contaba de aquella forma tan vaga
sin saber siquiera a qué momento se
refería, no terminábamos de entender que quería decir con eso. Ahora deduzco que debió ser el recorrido que hicieron, toda
la familia, huyendo del rápido y cruel
avance de las fuerzas invasoras sobre la zona del campo de Gibraltar
entre julio de 1936 y febrero de 1937.
Dicho avance provocó que gran parte de la población de los pueblos y
cortijos de la provincia huyeran
aterrorizados y con lo puesto para terminar llegando a la capital donde se
refugiaron como pudieron en las calles, naves industriales, en el puerto,
muchos hacinados en la catedral enfermos
de pulmonía y sarampión, después de haber pasado durante la huida largas noches de invierno a la intemperie y
sin nada para comer. También decía “estuvimos viviendo un tiempo en
el castillo de Sabinillas”. Este
era casa-cuartel de carabineros, estando mi abuelo allí destinado, y que por
las tardes él y su hermano Pepe se
bañaban en el mar. Entonces la gente,
daba igual que fueran de costa o de interior, no sabía nadar, prácticamente
nadie sabía nadar. Román y Pepe aprendieron de niños, juntos, jugando.
Parece que intentaban pescar pulpos y bajo el agua oían el retumbar de
las bombas. Mientras
ellos con 6 y 8 años se zambullían en el mar jugando a pescar a pocos
kilómetros se estaban librando, aquel fatídico verano y otoño de 1936, combates
por todas partes. Malaga fue bombardeada casi a diario y Málaga resistió
durante aquellos largos meses con escasa fuerza defensiva y esperando munición
que nunca terminaba de llegar, ya que la prioridad para el gobierno de la
república era la defensa de Madrid. Una
frase que mi padre repetía que dijo algún compañero del abuelo: Benito,
somos republicanos”. Ahora
entiendo el sentido de aquella frase, al conocer la confusión que hubo por
todas partes los días después del alzamiento, sobre todo entre los integrantes
de la fuerza de carabineros y guardias
civiles, quienes por un lado habían jurado fidelidad al gobierno legalmente
constituido pero por otro, muchos de sus superiores estaban alineados con los
golpistas. Al margen de ideologías, cada
uno corrió la suerte que le deparó el lugar donde se encontraba y las órdenes
directas que recibió. De modo que hubo
guardias civiles combatiendo en ambos bandos, y los carabineros, aunque casi
todos estuvieron del lado de la República, también en algún destacamento se
unieron a los golpistas. Todo dependía de quien estuviera al mando. Se
puede entender esto si tenemos en cuenta que
en el medio rural muchos puestos o cuarteles estaban muy aislados, sin teléfono teniendo
que comunicarse por medio de enlaces.
Los cuales casi siempre eran interceptados y aniquilados. Otra
frase que mi padre repetía que recordaba de niño que decía el abuelo: “No corráis, agachaos,
quietos. Lo que tenga que pasar que nos
pase a todos”. Recuerdos
del abuelo Benito Era
una persona de muy pocas palabras, carácter serio, poco cariñoso en
general. En casa pasaba 3 meses al año,
ya que repartían entre los 4 hermanos su alojamiento. Los
tres meses de verano los pasaba en Basardilla, el pueblo de origen de mis
abuelos, en casa de su hija Catalina, la segunda de los cuatro, ayudando en lo
que podía en las faenas del campo. Yo
pasaba algunos días del verano con ellos y mis primos, con el trillo, la
cuadra, las vacas, los corderos, las gallinas ponedoras y también los juegos con los demás niños del
pueblo. El abuelo regañaba a los hijos de
Catalina, mis primos, por las labores
que no hacían del todo bien, pobrecillos, si eran unos críos. Jamás escuché a los mayores hacer mención alguna a
nada relacionado con Málaga, o al menos no lo recuerdo. Parece
que Catalina, cuando se volvieron de Manilva para Basardilla, tendría cerca de
20 años y dejó allí un novio. Cuenta
alguno de los primos mayores de Basardilla que el abuelo se echaba a llorar en
cuanto alguien hacia el mínimo comentario relacionado con la guerra. Cuando
el abuelo venía a nuestra casa, durante los
tres meses correspondientes, ocupaba una de las tres habitaciones, con
lo cual, primero yo y cuando ya vino Rafa los dos, nos quedábamos sin
habitación y nos tocaba dormir en un sofá cama que había en el comedor, y cada
noche había que montar el chiringuito.
Así todos los años. El ambiente era un poco tenso en casa, por la
incomodidad y el poco afecto que había entre mi madre y él. Además, era muy tacaño, nunca nos daba
dinero, a los nietos me refiero.
Recuerdo como anécdota que, siendo yo adolescente, le acompañé en alguna
ocasión a la Caja de Ahorros a cobrar su pensión de jubilado. Entonces él sacaba en ventanilla el dinero,
lo contaba dos o tres veces revisando bien los billetes y a continuación lo
ingresaba de nuevo en su libreta. Así
era de desconfiado, o de particular. Había
algunas cosas del abuelo que de niño no me gustaban. Muchos años después, ahora que sé parte de lo
que pasó, puedo entender y abrazar aquel
carácter, realmente amargado y frustrado del abuelo Benito. Su
mujer, la abuela Librada, murió poco después
de nacer yo. Según comentaban los
mayores debió estar algo trastornada. No tendría nada de extraño que hiciera
mella en su ánimo aquella huida constante del avance y saqueo, de las tremendas
noticias que llegaban de las poblaciones arrasadas. Los continuos cambios de destino de mi abuelo trasladando a toda la
familia al ritmo del repliegue de los defensores de la legalidad
gubernamental. Hasta llegar a Málaga
capital para, enseguida y tras su toma, salir corriendo dirección a Almería con
lo puesto y con cuatro hijos más la que viajaba en su vientre. Catalina
y Pepa eran adolescentes en ese momento, y por lo tanto medianamente conscientes del peligro que se cernió sobre
ellos aquellos días y noches, cuando el “sálvese el que pueda” no era solo
sálvese de las bombas que lanzaban los fascistas desde los acorazados, aviones
y posiciones en las alturas, también
había que salvarse de los horrores que causaban los mercenarios que iban
siguiéndoles por la carretera de cerca, sin piedad, sobre todo con las mujeres,
a quienes violaban y después a veces despedazaban. Cuando
volví de la mili el abuelo había
empezado a tener una leve demencia senil y a veces, con la mirada perdida,
sentado en el sofá, murmuraba algo así “cuidado con aquellas baterías”. Hasta
prácticamente el día de su muerte, acudía todos los días por la mañana y por la
tarde a la partida. Había cerca un hogar
del jubilado, él se llevaba su botella
de vino que llenaría supongo en alguna bodeguita cercana, para no hacer gasto. El
día que murió de repente el abuelo
estaba en mi casa, sentado en el sofá.
Yo me acababa de sacar el carnet de conducir y tenía mi primer coche,
casi de desguace, que se averiaba constantemente. Pero hubo coraje para meterlo, todavía
caliente, en el asiento trasero sentado en el medio. Mi madre a un lado y alguien más al otro, con
mi padre de copiloto, nos lo llevamos a Basardilla para enterrarlo en el
cementerio del que había sido su pueblo natal.
Costó trabajo estirarlo al llegar allí. Ese día me gané el respeto de
mis tíos y primos mayores. Después de
varios años sin vernos dejé de ser Pedrito para pasar a ser Pedro. Atando
cabos Cuando
aquella mañana de domingo de febrero de
2017 estábamos África y yo entregados
cada uno a sus ocupaciones en mi casa, ella consultando en el ordenador
encontró sin buscarlo un trabajo
publicado en esos días de Rogelio López Cuenca relacionado con los
hechos ocurridos hacía 80 años en Málaga.
(2)(3)(4) “Pedro
ven, mira lo que he encontrado”. Al verlo yo no daba crédito, al leerlo una y
otra vez de pronto empecé a encontrar el sentido a todas esas frases sueltas
que tantas veces escuché de mi padre o mi abuelo. Tuve una tormenta de recuerdos y
emociones. Después de un rato de revisar
aquella información, ella siguió entregada a sus tareas y yo pasé el resto del
día buscando más detalles de aquellos
momentos tan trágicos y desconocidos. Entonces
me empezaron a cuadrar muchas cosas, los días posteriores empecé a preguntar a
mi padre y a hablarle poco a poco de mis averiguaciones. Al principio se quedaba como de piedra, días
después al oírme le venían recuerdos, frases, momentos que hasta entonces
habían permanecido ocultos y olvidados en su memoria y de pronto dijo: “corred,
corred, que vienen matando, que vienen violando” y rompió a llorar como
un crío de 6 años. Sirva
para dar una idea de lo que allí ocurrió el siguiente fragmento del libro El crimen de la carretera Málaga-Almería escrito por el Doctor canadiense Norman Bethune, quien con su
ambulancia y su equipo de ayudantes se trasladó, al enterarse de los
acontecimientos, desde Valencia a Almería tratando de socorrer a todo el que
pudo: «Lo que quiero contaros es lo que yo mismo vi en esta marcha
forzada, la más grande, la más horrible evacuación de una ciudad que hayan
visto nuestros tiempos...». “Una muchedumbre de personas
y animales ocupaba todo el ancho de la carretera… La llanura se extendía tan
lejos como la vista podía alcanzar y por ella serpenteaba una hilera de 30
kilómetros de seres humanos, como un gusano gigantesco con innumerables pies
que levanta una nube de polvo que se extendía hasta más allá del horizonte. (…)
Yacían hambrientos en los campos, atenazados, moviéndose solamente para
mordisquear alguna hierba. Sedientos, descansando sobre las rocas o vagando
temblorosos sin rumbo (…) Los muertos estaban esparcidos entre los enfermos con
los ojos abiertos al sol”. “Resolvimos regresar para
dedicarnos a transportar a los más desvalidos… Descargamos el equipo y las
existencias de sangre (…) Después abrimos las puertas traseras. Se podía ver la
excitación en los rostros de los refugiados. Todos esperaban, pero sin saber si
tendrían posibilidades. Una multitud de padres y madres se apretó alrededor del
coche. Decidimos transportar a las familias que tuviesen más niños y a los
niños sin padres, que eran incontables. Llevábamos a 30 o 40 personas en cada
viaje”. También
su ayudante T.C.
Worsley en su libro “Behind the battle”: La
carretera seguía llena de refugiados, y cuanto más avanzábamos peor era su
situación. Algunos tenían zapatos de goma, pero la mayoría llevaba los pies
vendados con harapos, muchos iban descalzos y casi todos sangraban. Componían
una fila de 150 kilómetros de gente desesperada, hambrienta, extenuada, como un
río que no daba muestras de disminuir... Decidimos subir a los niños al camión,
y al instante nos convertimos en el centro de atención de una muchedumbre
enloquecida que gritaba, rogaba y suplicaba ante tan milagrosa aparición. La
escena era sobrecogedora: las mujeres vociferaban mientras sostenían en alto a
los bebés desnudos, suplicando, gritando y sollozando de gratitud o decepción.
Estos
relatos y otros muchos, así como
crónicas de diarios extranjeros, fotografías tomadas por el cirujano
canadiense, testimonios posteriores de personas y familiares que vivieron la tragedia, descubrí en esos
días en los que me enfrasqué en dicho artículo y otros documentos. Hasta
ese momento nunca había ni imaginado que aquello hubiera podido pasar, y menos
a mi familia. Mi
abuelo en ese momento tenía alrededor de
45 años y 5 bocas que alimentar. En
algún momento de la batalla por la toma de Málaga, donde muchos compañeros murieron, “entregó el
mosquetón” a aquella fuerza
internacional y profesional tan superior
en hombres y armamento dispuesta a entrar
en la capital a cualquier precio. Encontró
la forma de reunirse con su familia: Su mujer embarazada, sus dos hijas mocitas, su hijo mediano y
Román el chiquitín de 6 añitos, y con lo puesto, se unieron a la gran columna que se fue
formando a la desesperada a lo largo de la estrecha carretera que, con el mar a
un lado y al otro la montaña, conduce a Almería. Qué
horrores, cuanta sangre y desgracia tuvieron que presenciar, cuántos niños
perdidos buscando a sus familiares, bebés mamando de pechos ya secos, madres
enloquecidas cargando con hijos ya sin vida. Gente desesperada gritando los
nombres de sus familiares muertos o desaparecidos, buscándolos entre los
cadáveres que a veces colapsaban el camino. Sin
agua y sin comida, sin apenas ropa,
muchos descalzos con los pies ensangrentados cubiertos de telas hechas
jirones. Viendo como aparecían en el
cielo, sobre sus cabezas, los aviones a soltar su mortífera carga y entre la
neblina, en el mar, los acorazados haciendo puntería con la carretera. Llegaron,
después de varios días con sus noches, de marcha y acoso constante de
artillería, hasta Torre del Mar, donde les dieron el alto en un control unos
soldados italianos, le preguntaron al abuelo por “el mosca”, (el mosquetón) él dijo: Ya lo entregué en Málaga. Les metieron en un tren, junto con otros
muchos, que volvía para Málaga donde permanecieron hasta el final de la guerra
en unos pabellones en espera de ver que hacían con ellos. Los carabineros capturados no dejaban de ser,
debido a su experiencia y profesionalidad, posibles candidatos a servir al
nuevo régimen en ciernes. Acabada
la guerra el abuelo terminó sus años de servicio ya en la Guardia Civil, donde
los vencedores integraron el
experimentado cuerpo de Carabineros al hacerlo desaparecer como represalia por
haber permanecido, prácticamente en su totalidad, fiel a la república. Por
un lado, contento por haberse salvado toda la familia, por otro con la amargura
de haber perdido a muchos de sus compañeros, haber faltado a su juramento de fidelidad
al gobierno legalmente constituido y
tener que continuar en su profesión con
otros con los que el dictador completó la plantilla, y que, en muchos casos y
durante muchos años, fueron muy crueles en acciones de represión y venganza
contra los del bando perdedor. Quien
sabe que humillaciones tubo que presenciar y sufrir hasta que, cuando llegó el
momento de la jubilación, se volvieron todos para Basardilla. Después
de un largo y agotador viaje en coche hasta la capital malagueña, tren hasta Madrid,
algún autobús hasta Segovia para finalmente en un carro tirado por una mula
donde cargaron los escasos enseres y muebles de una familia de 6 personas y
ellos caminando los 15 km que aún les separaban de Basardilla. Una vez de vuelta en su tierra natal, a mi
abuelo le tocó recuperar sus antiguos hábitos de campesino y a toda la familia
adaptarse del cálido y húmedo clima malagueño al frio, extremo y seco de
Castilla. En una tierra tan dura y
hostil donde apenas se podía cultivar nada, y apenas sin tierra propia donde
poder sembrar para sobrevivir. En un lugar donde no había trabajo por cuenta
ajena para 4 hijos en edad ya de trabajar ni tampoco recursos para trabajar por
cuenta propia, en un país dividido, lleno de miedos y rencores en aquellos años
de frio y hambruna, debió de ser difícil sobrevivir. Ahora
siento mucha pena de pensar lo desconsiderado e injusto que fui con mi abuelo Benito.
Si hubiera sabido tan solo un poco de lo que hoy sé, hubiera intentado
compartir más cosas de mi vida y alegrías
con él. Le hubiera prestado más
atención. Le hubiera preguntado tantas cosas.
Ahora puedo entender el porqué de ese carácter tan amargado de esa
mirada a veces perdida, esos ojos asustados, ese rictus tan serio y ausente. Me
gusta imaginar cómo pudo ser la vida de ellos dos, de jóvenes, antes de nacer
sus hijos, antes de empezar la guerra...
Viviendo junto al mar, en tierras malagueñas, con ese amable clima, esas
alegres gentes, esas suaves brisas, a veces de levante a veces de poniente... De lo
que sí me puedo alegrar es de haber tenido la oportunidad de facilitar que mi
querido abuelo Benito cumpliera lo que seguramente fue su sueño: Después de
tantos ajetreos, miedos y huidas descansar en su pueblo natal junto a su
querida esposa, mi querida abuela Librada. (1) https://www.elindependiente.com/tendencias/historia/2019/06/09/operacion-carchuna-golpe-comandos-angustiaron-franco/ (2) https://www.malaga1937.net (3) https://ateneorepublicanodelasrozas.es/?p=323 (4) https://www.malagahoy.es/ocio/invierno-acaba_0_1104189650.html |
|
|