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Entrevías
Es el
barrio en la periferia de Madrid en la zona sur donde nacimos y nos criamos los
4 hermanos. A principio de los años 60 del siglo pasado la mayoría de las calles eran de tierra, por lo tanto cuando
llovía eran de barro. No había
infraestructuras de ningún tipo y en muchas zonas las viviendas eran chabolas
que no disponían de agua corriente y sus moradores cogían el agua con cubos o
lo que tuvieran de unas fuentes que había en la calle, en el camino de mi casa
al colegio, incluso en invierno, veíamos a la gente haciendo cola en dichas
fuentes para lavarse allí mismo o coger agua para llevar a sus habitáculos
donde esperarían niños y ancianos para su precario aseo. Es verdad que en verano jugaban y se
divertían en las mismas fuentes. Hacían la vida en la calle.
Recuerdo
que siendo muy niño mis padres a veces nos llevaban de paseo “al agujero” a mi
hermana y a mí. Era este un lugar, a
escasos 200 metros de nuestra casa, en la periferia de la periferia, a día de
hoy es una zona de parque, entonces allí era donde a diario venían camiones y
vertían escombros de otros lugares. “Al
agujero” mucha gente solía ir sobre todo
los domingos por la tarde, cuando hacía bueno, a comer pipas mientras disfrutaban
de la caída del sol. Es que en realidad
en el barrio no había muchos más sitios de “recreo” donde ir. En aquel lugar quedaba en pié un tramo de un
muro que delimitaba terrenos propiedad de la Renfe. El nombre de “el agujero” se lo daba
precisamente un agujero muy grande y redondo que había en el mencionado muro y
que por lo tanto permitía el acceso a esos terrenos.
Traspasado el agujero te asomabas a un gran desnivel, al
fondo de dicho desnivel el rio manzanares seguía su curso después de haber recogido
todas las inmundicias de la parte sur de la ciudad. Coincidían trazados de vías
de tren paralelas al curso del rio, zonas
de huertas entre medias de las cuñas
que quedaban entre las vías, etc.
En el alto, recién traspasado el agujero, te encontrabas una gran masa
de hormigón muy irregular con planchas de hierros y trozos de raíles
ferroviarios entre medias, era enorme, y a la gente, que acudía como si de un
santuario se tratara, le gustaba sentarse en lo alto de aquel montículo, en el
que podrían caber sin apreturas como 10 personas. Desde el alto se divisaba el rio Manzanares,
el barrio de Villaverde, Usera, los Carabancheles al otro lado del rio y toda
la parte sur de Madrid con la casa de
campo al fondo.
Los
más mayores, entre susurros contaban
cosas,... que en algún momento allí debajo estuvo emplazada una ametralladora y
que aquel amasijo de hierros y hormigón era lo que quedaba de la cubierta de
una fortificación de la defensa de
Madrid. Y que realmente el agujero
grande y perfectamente redondo en el muro lo ocasionó uno de los muchos obuses
que sobre esa posición se lanzaron años atrás.
Quién sabe si alguno de los que por allí frecuentaban estuvo o
conoció a alguien que estuvo en aquel lugar como 25 años atrás cuando aquel enclave formaba
parte del cinturón de defensa durante la
larga batalla de Madrid.
Los
niños poníamos la oreja intentando
enterarnos de algo, entonces ellos callaban, o decían algo de la ropa que
estaba tendida. Cosas de mayores pensaríamos.
A
veces mi padre, mientras
paseábamos, me preguntaba si yo quería que me subiera
a hombros. A todos los niños les
gusta que les suban a hombros, era como
un juego. Pero era él quien más interés tenía en subirme y yo me subía, aunque
en realidad no estaba tan cansado. Y entonces
me contaba:
“de
pequeño iba andando de la mano de mi padre por la carretera. Yo no
pedía nada, ni de comer ni de beber,
sólo quería que me montara a
hombros, que estaba muy cansado y no podía más”
Muchos
años después, de anciano en la silla de ruedas en la que pasó sus últimos siete
años, El Agujero era su lugar favorito para que le lleváramos de paseo. Es verdad que las vistas desde allí eran y
son espectaculares, pero creo que
también ese lugar le debía conectar con otros pasajes de su vida.
Fue
en esos últimos años cuando como consecuencia de aquellos ictus, que le dejaron
hemipléjico del lado izquierdo, pero que por otro lado le devolvieron su presencia, saliendo de su trastorno obsesivo
compulsivo que le mantuvo alejado del mundo y de nosotros, empezó poco a poco a
recordar algunas cosas de su niñez.
Sobre todo se le refrescó la
memoria un día al contarle, cuando tuve noticia, los hechos ocurridos en la
llamada “carretera de la muerte” entre Málaga y Almería en febrero del año 1937,
en lo que se llamó y a día de hoy se conoce como “la desbandá”.
Calahonda
En
este pueblecito cercano a Motril, en la
costa granadina, situado hacia la mitad de la carretera de Málaga a Almería
pasé con mi familia en dos ocasiones 15
días de vacaciones en verano junto con tíos y primos.
Eran
unas vacaciones que organizaba la
Empresa Municipal de Transportes para sus empleados, que mediante sorteo podían
acceder a esa aventura de pasar unos días junto al mar. A mediados de los 60 no todo el mundo tenía
esa posibilidad. Éramos unos afortunados.
El
primer año se debieron apuntar muy pocos
empleados, las condiciones de alojamiento fueron muy precarias, las casas donde
nos alojaron eran extremadamente humildes, cedidas por los pescadores que las habitaban
durante el resto del año para ganarse durante esos días unas pesetillas, con
suelo de tierra pisada y sin agua corriente a las madres les tocaba trabajar
mucho más que en su propia casa de Madrid.
El
viaje era infernal en aquellos autobuses tan viejos que se sobrecalentaban y a
veces se averiaban, y había que parar varias veces a lo largo de la noche,
sobre todo en la subida al puerto de Despeñaperros, donde algunos viajeros se mareaban y vomitaban a causa de
tantas curvas. Luego en la bajada también había que parar ya que lo que se calentaba eran los frenos.
Salíamos
de Madrid, recuerdo, sobre las 10 de la noche (con la fresca) y mi madre en
cuanto se subía y se sentaba, debido al fuerte olor a cochera y a gasoil y al
calor tan intenso del verano madrileño ya estaba mareada con ganas de vomitar,
mi padre como estaba con sus compañeros, alegres conversaciones cruzadas con
unos y otros incluidas las botas de vino peleón celebrando que “estaban
cogiendo el permiso”. Esa frase la
repetía mi padre desde varios meses entes de que llegaran las vacaciones. El caso es que ella se quedaba sentada junto
a la ventanilla, yo, el mayor, a su lado auxiliándola, con la toalla extendida
cual mantel sobre sus rodillas para recoger el inminente vómito y mi padre, ya
medio achispado, entre bromas no la
hacía ni caso, entonces mi madre entre arcada y arcada le regañaba y le
regañaba.
Tuvimos
la suerte de que nos tocara ese primer año a nosotros y también a la familia de mi tía Martina, hermana mayor
de mi madre quien era el mejor y más cercano apoyo para ella, ya que vivían
justo en la casa de al lado. Casada con
Marcos que también era trabajador
de la EMT y sus hijas Ana Mari y Angelines más o menos de mi edad.
De
esas primeras vacaciones en Calahonda, recuerdo en la playa de guijarros las
barcas y aparejos de los pescadores, los chambaos que eran pequeñas
construcciones de cañas donde se protegían del sol mientras repasaban las redes
y artes de pesca. Los ratos amables y
divertidos.
Recuerdo
que al atardecer paseábamos a lo largo de la playa hasta Carchuna. (Es un pueblecito o casi barrio junto a
Calahonda donde cercano a la playa hay un antiguo fuerte que, según he
averiguado, fue casa cuartel de
carabineros durante la república y más tarde se
usó como cárcel para presos republicanos hechos prisioneros en el frente
de Asturias). Asun que era muy pequeña,
se cansaba de caminar por la playa de piedras y lloraba diciendo:
“Que yo no
quiero ir a Carchuna”.
(Seguramente no fue la única que pronunció llorando
esas palabras…) (1)
También
recuerdo una aventura que compartieron
papá y mamá que consistió en ir hasta un pueblo, Adra. Allí estaba
la familia de nuestra vecina de Madrid, Dulce y que se encuentra de camino a Almería. Un viaje infernal por aquella carretera con tantas curvas y aquel calor. En vez de quedarnos a pasar un día, como los
demás, de playa mi padre nos embarcó a
mi madre y a mí, con lo temerosa que fue
siempre ella, dejando a Asun con nuestra
tía Martina con el fin de hacerles
una visita. Se mezclan como siempre los
vagos recuerdos con las cosas contadas en aquellos años por los mayores. Madrugamos mucho para hacer el viaje con la
fresca, pero en el camino se averió el coche que nos llevaba y pasamos varias
horas en la cuneta, no pasaba nadie y mi madre venga a regañar a mi padre por la locura que habían
hecho.
Ahora
ya entiendo el empeño que tuvo mi padre de hacer aquel viaje por la carretera
en aquella dirección que desde luego no
fue de placer. Algo debía recordar de que “había que llegar a Almería...”
Algunos
años después nos volvió a tocar en el sorteo ir a Calahonda. Esta vez le tocó también a la familia de mi
tío Pepe, hermano de mi padre. La tía
Matilde siempre sonriente y mis primos
mayores Juan Carlos y Matildita, a los que yo adoraba, y el pequeño, casi de mi
edad, Jose Ignacio. Por entonces yo tendría unos 12 y Asun
cumpliendo los 10, ya estaban también Rafa con 2 y Bea de bebé.
Fueron
días muy felices. Nos queríamos todos
mucho. Matilde y mi madre de solteras,
casi adolescentes todavía, fueron
compañeras de trabajo como sirvientas. Mi padre y su hermano Pepe disfrutaban
muchísimo en el mar, que valientes eran,
sabían nadar y se metían hasta muy lejos, donde apenas se les veía la cabeza,
las madres se ponían muy nerviosas y con gritos y aspavientos les ordenaban que
se salieran mientras ellos se hacían los locos y seguían nadando. Los niños nos
juntábamos en aquel trocito de playa, rodeados de las barcas y artes de los
pescadores y nos divertíamos con la espuma, las olas y los revolcones, había
uno que tenía unas gafas de bucear y a veces me las prestaba, ¿qué más se podía
pedir? ¡¡Menudas vacaciones!!
De
Calahonda a Manilva
A mi
padre le gustaba mucho viajar, en la
medida de las escasas posibilidades. Estando en Calahonda en esta segunda
ocasión una noche se vinieron arriba y
decidieron él y su hermano ir hasta Manilva, el pueblo donde ellos vivieron su
infancia y adolescencia y que está a nada más y nada menos que a 212 km de
Calahonda. Irían ellos solos. No había
entonces prácticamente ni mapas de carreteras.
Tranquilamente podían ser entre 6 y 8 horas de viaje infernal sólo de
ida. Sin saber allí a quien
encontrarían, no tenían ningún contacto de nadie, era cuestión de llegar al
pueblo y preguntando a los paisanos hasta localizar a alguien conocido. Aquella estrecha carretera plagada de curvas,
cuestas, baches, asomándose constantemente a peligrosos acantilados ejercía
sobre ellos un poderoso influjo.
No
recuerdo si estuvieron fuera dos o tres días, los mismos que se pasó mi madre
regañándole a cada rato desde la distancia.
Volvieron
fascinados del viaje y de haber vuelto a su pueblo natal unos 25 años después de marcharse. Se encontraron con amigos, vecinos,
conocidos, etc.
Y volvieron muy
contentos, impresionados de la carretera,
fascinados por los
reencuentros,
hablaban entre ellos con mucho entusiasmo, decían cosas
que yo no entendía, apenas recuerdo, pero me llamaban mucho la atención.
Entre los dos se notaba un código de camaradería y protección muy poderoso. Pepe sabía ejercer de hermano mayor y con
mucho cariño a veces también le regañaba un poco a mi padre. Que graciosos
eran.
Nosotros,
los niños y las madres, estábamos de vacaciones tan contentos con nuestros
bañadores y flotadores entregados a
nuestros juegos, y ellos habían pasado a la ida y a la vuelta por los lugares
donde, de niños estuvieron, sin duda, a punto de morir junto con sus dos
hermanas adolescentes, su madre encinta de una niña que no
sobrevivió, y su padre con su uniforme de carabinero que era la única ropa que
tenía.
Que recuerdos les traería
aquel viaje.
Que valientes fueron.
Aquella
visita a mi padre le sirvió para revivir
la amistad con algunos de sus amigos de la infancia y adolescencia, entre
otros Diego Montero, Juan García, y sobre todo Diego Amado y su mujer Ángela, quienes gracias a este reencuentro, el verano
siguiente nos invitaron a ir a su casa de Manilva. También los dos siguientes. Con ese salero que tienen las gentes de
Málaga disfruté mucho aquellos posteriores tres veranos de mi adolescencia.
Algunas
tardes, durante aquellos días en Manilva, bajábamos y subíamos los 3 km
que había hasta la playa de Sabinillas en compañía de chicos y chicas, a veces
andando, a veces en el autobús Portillo, y a veces en la caja del furgón de uno
de los más mayores de la pandilla, que lo conducía sin tener ni el carnet ni la
edad. Descubrí lo que era la gracia y el
salero. Aprendí a diferenciar la brisa
cuando sopla de Levante o de
Poniente. Menamoré musho, pero musho,
de aquella chica del vestido rojo y braguitas blancas de ganchillo. También de las dos hermanas de Madrid que pasaban
allí sus veranos... etc., etc.
Recuerdo
el lugar donde vivían Ángela y Diego,
tanto su casa que también era tiendecita como el taller de zapatería,
justo al lado, donde Diego remendaba los zapatos del vecindario daban a una placita
aterrazada, que en realidad era como su
patio, donde había muchísimos tiestos con flores al más puro estilo
andaluz. Ángela se encargaba de la
tienda mientras hacia las labores de la casa y regaba con mucho mimo las
plantas. Diego siempre con su camisa
blanca impecable y su cálida sonrisa se dedicaba a uno de sus múltiples
trabajos con los que se ganaba el sustento, atendiendo a su clientela con
muchísimo cariño y entusiasmo, no soltando nunca, por ello, sus
herramientas. Se tiraban un buen rato
charlando, no me metas bulla, les decía cuando le metían bulla. También,
mientras arreglaba zapatos llevaba algo de seguros, alguna contabilidad de
algún negocio familiar, un poco de todo.
El caso es que todo el tiempo pasaba gente por allí por uno u otro
motivo. Había mucha vida en esa placita.
Ir en
total cinco veces de vacaciones al mar es algo que las familias entonces no
solían hacer, al menos las que nosotros conocíamos. Ya le gustaban a mi padre los viajes y el
mar.
Ángela
y Diego Amado (que lindo apellido, ¿no te parece, amado lector?)
desgraciadamente tuvieron que visitarnos varias veces entre medias en nuestra casa en Madrid debido a problemas
de corazón que tenia Diego. Mi madre
acompañaba a las consultas a Diego y Ángela se quedaba de ama en la casa y mi
padre cuando llegaba del trabajo coincidían, y hablaban musho ya que
fueron amigos en la infancia, como se
decía por su tierra eran de la misma reunión, tenían muchas cosas que
recordar. Cuando yo llegaba del
instituto a mediodía para comer me los
encontraba a los dos o a los cuatro en animadas conversaciones, eran todos muy
guapos y se querían y gustaban. Nunca
recuerdo haber sentido tanto cariño en aquella casa.
A
pesar de su enfermedad Diego era una persona encantadora, llena de vida y
alegría, con su pelo negro peinado hacia atrás, delgado, podría parecerse a
García Lorca y a Caetano Veloso, por la
tarde a ratos los dos hacían música, mi padre a la bandurria y Diego a la
guitarra, se salían al patio a tocar entre bromas y chistes. Qué bien se llevaban. Ángela y mi madre también se llevaban muy
bien. Eran muy buenos conversadores,
gente encantadora. Diego se interesaba
mucho en los avances escolares. Ellos no
tuvieron hijos, tenían a su cargo a dos sobrinas de Ángela, Dolores y Ana.
Diego, lamentablemente, murió joven a causa de aquella dolencia del corazón.
Recuerdos
de mi padre
“Fuimos
de San Roque a Torre Guadiaro, de allí al Castillo de Sabinillas”…
pero como lo contaba de aquella forma tan vaga
sin saber siquiera a qué momento se
refería, no terminábamos de entender que quería decir con eso. Ahora deduzco que debió ser el recorrido que hicieron, toda
la familia, huyendo del rápido y cruel
avance de las fuerzas invasoras sobre la zona del campo de Gibraltar
entre julio de 1936 y febrero de 1937. Dicho
avance provocó que gran parte de la población de los pueblos y cortijos de la provincia de Cádiz y parte de Málaga
huyeran aterrorizados y con lo puesto para terminar llegando a la capital donde
se refugiaron como pudieron en las calles, naves industriales, en el
puerto, hacinados en la catedral,
algunos enfermos de pulmonía y sarampión, después de haber pasado durante la
huida largas noches de invierno a la
intemperie y sin nada para comer.
“Estuvimos viviendo un tiempo en el
castillo de Sabinillas”
. Este
era casa-cuartel de carabineros, estando mi abuelo allí destinado, y que por
las tardes él y su hermano Pepe se
bañaban en el mar. Entonces la gente,
daba igual que fueran de costa o de interior, no sabía nadar, prácticamente
nadie sabía nadar. Román y Pepe aprendieron de niños, juntos, jugando.
Parece que intentaban pescar pulpos y bajo el agua oían el retumbar de
las bombas.
Mientras
ellos con 6 y 8 años se zambullían en el mar jugando a pescar a pocos
kilómetros se estaban librando, aquel fatídico verano y otoño de 1936, combates
por todas partes. Málaga fue bombardeada casi a diario y Málaga resistió
durante aquellos largos meses con escasa fuerza defensiva y esperando munición
que nunca terminaba de llegar, ya que la prioridad para el gobierno de la
república era la defensa de Madrid.
Una frase
que mi padre repetía que dijo algún compañero del abuelo:
Benito, somos
republicanos”.
Ahora entiendo el
sentido de aquella frase, al conocer la confusión que hubo por todas partes los
días después del alzamiento, sobre todo entre los integrantes de la fuerza de carabineros y guardias civiles,
quienes por un lado habían jurado fidelidad al gobierno legalmente constituido
pero por otro, muchos de sus superiores estaban alineados con los golpistas. Al margen de ideologías, cada uno corrió la
suerte que le deparó el lugar donde se encontraba y las órdenes directas que
recibió. De modo que hubo guardias
civiles combatiendo en ambos bandos, según las poblaciones y los carabineros,
aunque casi todos estuvieron del lado de la República, también en algún destacamento
se unieron a los golpistas. Todo dependía de quien estuviera al mando.
Se
puede entender esto si tenemos en cuenta que
en el medio rural muchos puestos o cuarteles estaban muy aislados, sin teléfono teniendo
que comunicarse por medio de enlaces.
Los cuales casi siempre eran interceptados y aniquilados.
Otra
frase que mi padre repetía que recordaba de niño que decía el abuelo:
“No corráis, agachaos,
quietos. Lo que tenga que pasarnos que
nos pase a todos”.
Recuerdos
del abuelo Benito
Era
una persona de muy pocas palabras, carácter serio, poco cariñoso en
general. En casa pasaba 3 meses al año,
ya que repartían entre los 4 hermanos su alojamiento.
Los
tres meses de verano los pasaba en Basardilla, el pueblo de origen de mis abuelos,
en casa de su hija Catalina, la segunda de los cuatro, ayudando en lo que podía
en las faenas del campo. Yo pasaba
algunos días del verano con ellos y mis primos, con el trillo, la cuadra, las
vacas, los corderos, las gallinas ponedoras y
también los juegos con los demás niños del pueblo. El abuelo regañaba a los hijos de Catalina,
mis primos, por las labores que no
hacían del todo bien, pobrecillos, si eran unos críos.
Jamás escuché a los mayores hacer mención alguna a
nada relacionado con Málaga, o al menos no lo recuerdo.
Parece
que Catalina, cuando se volvieron de Manilva para Basardilla, tendría ya más de 20 años y dejó allí un novio.
Cuenta
alguno de los primos mayores de Basardilla que el abuelo se echaba a llorar en
cuanto alguien hacia el mínimo comentario relacionado con la guerra.
Cuando
el abuelo venía a nuestra casa, durante los
tres meses correspondientes, ocupaba una de las tres habitaciones, con
lo cual, primero yo y cuando ya vino Rafa los dos, nos quedábamos sin
habitación y nos tocaba dormir en un sofá cama que había en el comedor, y cada
noche había que montar el chiringuito.
Así todos los años. El ambiente era un poco tenso en casa, por la
incomodidad y el poco afecto que había entre mi madre y él. Además, era muy tacaño, nunca nos daba
dinero, a los nietos me refiero.
Recuerdo como anécdota que, siendo yo adolescente, le acompañé en alguna
ocasión a la Caja de Ahorros a cobrar su pensión de jubilado. Entonces él sacaba en ventanilla el dinero,
lo contaba dos o tres veces revisando bien los billetes y a continuación lo
ingresaba de nuevo en su libreta. Así
era de desconfiado, o de particular.
Había
algunas cosas del abuelo que de niño no me gustaban. Muchos años después, ahora que sé parte de lo
que pasó, puedo entender y abrazar aquel
carácter, realmente amargado y frustrado del abuelo Benito.
Su
mujer, la abuela Librada, murió poco después
de nacer yo. Según comentaban los
mayores debió estar algo trastornada. No tendría nada de extraño que hiciera
mella en su ánimo aquella huida constante del avance y saqueo, de las tremendas
noticias que llegaban de las poblaciones arrasadas. Los continuos cambios de destino de mi abuelo trasladando a toda la
familia al ritmo del repliegue de los defensores de la legalidad
gubernamental. Hasta llegar a Málaga
capital para, enseguida y tras su toma, salir corriendo dirección a Almería con
lo puesto y con cuatro hijos más la que viajaba en su vientre.
Catalina
y Pepa eran adolescentes en ese momento, y por lo tanto medianamente conscientes del peligro que se cernió sobre
ellos aquellos días y noches, cuando el “sálvese el que pueda” no era solo
sálvese de las bombas que lanzaban los fascistas desde los acorazados, aviones
y posiciones en las alturas, también
había que salvarse de los horrores que causaban los mercenarios que iban
siguiéndoles por la carretera de cerca, sin piedad, sobre todo con las mujeres,
a quienes violaban y después a veces despedazaban.
Cuando
volví de la mili el abuelo había
empezado a tener demencia senil y a
veces, con la mirada perdida, sentado en el sofá, murmuraba algo así
“cuidado
con aquellas baterías”.
Hasta
prácticamente el día de su muerte, acudía todos los días por la mañana y por la
tarde a la partida. Había cerca un hogar
del jubilado, él se llevaba su botella
de vino que llenaría supongo en alguna bodeguita cercana, para hacer menos
gasto.
El
día que murió de repente el abuelo
estaba en mi casa, sentado en el sofá.
Yo me acababa de sacar el carnet de conducir y tenía mi primer coche,
casi de desguace, que se averiaba constantemente. Pero hubo coraje para meterlo, todavía
caliente, en el asiento trasero sentado en el medio. Mi madre a un lado y alguien más al otro, con
mi padre de copiloto, nos lo llevamos a Basardilla para enterrarlo en el
cementerio del que había sido su pueblo natal.
Costó trabajo estirarlo al llegar allí. Ese día me gané el respeto de
mis tíos y primos mayores. Después de
varios años sin vernos dejé de ser Pedrito para pasar a ser Pedro.
Atando
cabos
Cuando
aquella mañana de domingo de febrero de
2017 estábamos África y yo entregados
cada uno a sus ocupaciones en mi casa, ella consultando en el ordenador
encontró sin buscarlo un trabajo
publicado en esos días de Rogelio López Cuenca relacionado con los
hechos ocurridos hacía 80 años en Málaga.
“Pedro
ven, mira lo que he encontrado”. Al verlo yo no daba crédito, al leerlo una y
otra vez de pronto empecé a encontrar el sentido a todas esas frases sueltas
que tantas veces escuché de mi padre o mi abuelo. Se desató una tormenta de recuerdos y
emociones. Después de un rato de revisar
aquella información, ella siguió entregada a sus tareas y yo pasé el resto del
día buscando más detalles de aquellos
momentos tan trágicos y desconocidos.
Entonces
me empezaron a cuadrar muchas cosas, los días posteriores empecé a preguntar a
mi padre y a hablarle poco a poco de mis averiguaciones. Al principio se quedaba como de piedra, días
después al oírme le venían recuerdos, frases, momentos que hasta entonces habían
permanecido ocultos y olvidados en su memoria y de pronto dijo:
“corred, corred, que vienen matando,
que vienen violando”
y rompió a
llorar como un crio de 6 años.
Sirva
para dar una idea de lo que allí ocurrió el siguiente fragmento del libro El crimen de la carretera Málaga-Almería escrito por el Doctor canadiense Norman Bethune, quien con su
camión ambulancia y su equipo de ayudantes se trasladó, al enterarse de los
acontecimientos, desde Valencia a Almería tratando de socorrer a todo el que pudo:
«Lo que quiero contaros es lo que yo mismo vi en esta marcha
forzada, la más grande, la más horrible evacuación de una ciudad que hayan
visto nuestros tiempos...».
“
Una muchedumbre de personas
y animales ocupaba todo el ancho de la carretera… La llanura se extendía tan
lejos como la vista podía alcanzar y por ella serpenteaba una hilera de 30
kilómetros de seres humanos, como un gusano gigantesco con innumerables pies
que levanta una nube de polvo que se extendía hasta más allá del horizonte. (…)
Yacían hambrientos en los campos, atenazados, moviéndose solamente para
mordisquear alguna hierba. Sedientos, descansando sobre las rocas o vagando
temblorosos sin rumbo (…) Los muertos estaban esparcidos entre los enfermos con
los ojos abiertos al sol”.
“
Resolvimos regresar para
dedicarnos a transportar a los más desvalidos… Descargamos el equipo y las
existencias de sangre (…) Después abrimos las puertas traseras. Se podía ver la
excitación en los rostros de los refugiados. Todos esperaban, pero sin saber si
tendrían posibilidades. Una multitud de padres y madres se apretó alrededor del
coche. Decidimos transportar a las familias que tuviesen más niños y a los
niños sin padres, que eran incontables. Llevábamos a 30 ó 40 personas en cada
viaje”.
También
su ayudante
T.C.
Worsley
en su libro “Behind the battle”:
La
carretera seguía llena de refugiados, y cuanto más avanzábamos peor era su
situación. Algunos tenían zapatos de goma, pero la mayoría llevaba los pies
vendados con harapos, muchos iban descalzos y casi todos sangraban. Componían
una fila de 150 kilómetros de gente desesperada, hambrienta, extenuada, como un
río que no daba muestras de disminuir... Decidimos subir a los niños al camión,
y al instante nos convertimos en el centro de atención de una muchedumbre
enloquecida que gritaba, rogaba y suplicaba ante tan milagrosa aparición. La
escena era sobrecogedora: las mujeres vociferaban mientras sostenían en alto a
los bebés desnudos, suplicando, gritando y sollozando de gratitud o decepción.
Estos
relatos y otros muchos, así como
crónicas de diarios extranjeros, fotografías tomadas por el cirujano
canadiense, testimonios posteriores de personas y familiares que vivieron la tragedia, descubrí en esos
días en los que me enfrasqué en dicho artículo y otros documentos. (2)
Hasta
ese momento nunca había ni imaginado que aquello hubiera podido pasar, y menos
a mi familia.
Mi
abuelo en ese momento tenía alrededor de
45 años y 5 bocas que alimentar. En
algún momento de la batalla por la toma de Málaga, donde muchos compañeros murieron, “entregó el
mosquetón” a aquella fuerza
internacional y profesional tan superior
en hombres y armamento dispuesta a entrar
en la capital a cualquier precio.
Encontró
la forma de reunirse con su familia: Su mujer embarazada, sus dos hijas mocitas, su hijo mediano y
Román el chiquitín de 6 añitos, y con lo puesto, se unieron a la gran columna que se fue
formando a la desesperada a lo largo de la estrecha carretera que, con el mar a
un lado y al otro la montaña, conduce a Almería.
Qué
horrores, cuánta sangre y desgracia tuvieron que presenciar, cuántos niños
perdidos buscando a sus familiares, bebés mamando de pechos ya secos, madres
enloquecidas cargando con hijos ya sin vida. Gente desesperada gritando los
nombres de sus familiares muertos o desaparecidos, buscándolos entre los
cadáveres que a veces colapsaban el camino.
Sin
agua y sin comida, sin apenas ropa,
muchos descalzos con los pies ensangrentados cubiertos de telas hechas
jirones. Viendo como aparecían en el
cielo, sobre sus cabezas, los aviones a soltar su mortífera carga y entre la
neblina, en el mar, los acorazados haciendo puntería con la carretera.
Llegaron,
después de varios días con sus noches, de marcha y acoso constante de
artillería, hasta Torre del Mar, donde les dieron el alto en un control unos
soldados italianos, le preguntaron al abuelo por “el mosca”, (el
mosquetón) él dijo: Ya lo entregué en
Málaga. Les metieron en un tren, junto
con otros muchos, que volvía para Málaga donde permanecieron hasta el final de
la guerra en unos pabellones en espera de ver que hacían con ellos. Los carabineros capturados no dejaban de ser,
debido a su experiencia y profesionalidad, posibles candidatos a servir al
nuevo régimen en ciernes. Aún así muchos, los más jóvenes, huyeron para unirse
a unidades que combatían en frentes más o menos cercanos o hasta llegar
caminando a sus lugares de origen si tenían noticias de que se encontraban en territorio
sin invadir.
Acabada
la guerra el abuelo terminó los años que le quedaban de servicio ya en la
Guardia Civil, donde los vencedores integraron
el experimentado cuerpo de Carabineros al hacerlo desaparecer como
represalia por haber permanecido, prácticamente en su totalidad, fiel a la república.
Por
un lado, contento por haberse salvado toda la familia, por otro con la amargura
de haber perdido a muchos de sus compañeros, haber faltado a su juramento de
fidelidad al gobierno legalmente constituido
y tener que continuar en su profesión
con otros con los que el dictador completó la plantilla, y que, en
muchos casos y durante muchos años, fueron muy crueles en acciones de represión
y venganza contra los del bando perdedor.
Quien
sabe que humillaciones tubo que presenciar y sufrir hasta que, cuando llegó el
momento de la jubilación, se volvieron todos para Basardilla.
Después
de un largo y agotador viaje en coche hasta la capital malagueña, tren hasta Madrid,
algún autobús hasta Segovia para finalmente en un carro tirado por una mula
donde cargaron los escasos enseres y muebles de una familia de 6 personas y
ellos caminando los 15 km que aún les separaban de Basardilla. Una vez de vuelta en su tierra natal, a mi
abuelo le tocó recuperar sus antiguos hábitos de campesino y a toda la familia
adaptarse del cálido y húmedo clima malagueño al frio, extremo y seco de
Castilla. En una tierra tan dura y
hostil donde apenas se podía cultivar nada, y apenas sin tierra propia donde
poder sembrar para sobrevivir. En un lugar donde no había trabajo por cuenta
ajena para 4 hijos en edad ya de trabajar ni tampoco recursos para trabajar por
cuenta propia, en un país dividido, lleno de miedos y rencores en aquellos años
de frio y hambruna, debió de ser difícil sobrevivir.
Ahora
siento mucha pena de pensar lo desconsiderado e injusto que fui con mi abuelo Benito. Si hubiera sabido tan solo un poco de lo que
hoy sé, hubiera intentado compartir más cosas de mi vida y mis alegrías con él. Le hubiera prestado más atención. Le hubiera
preguntado tantas cosas. Ahora puedo
entender el por qué de ese carácter tan amargado de esa mirada a veces perdida,
esos ojos asustados, ese rictus tan serio y ausente.
Me
gusta imaginar cómo pudo ser la vida de ellos dos, de jóvenes, antes de nacer
sus hijos, antes de empezar la guerra... Viviendo junto al mar, en tierras
malagueñas, con ese amable clima, esas alegres gentes, esas suaves brisas, a
veces de levante a veces de poniente…
De lo
que sí me puedo alegrar es de haber tenido la oportunidad de facilitar que mi
querido abuelo Benito cumpliera lo que seguramente fue su sueño: Después
de tantos ajetreos, huidas y miedos descansar en su pueblo natal junto a su
querida esposa, mi querida abuela Librada.
(1) Leer a continuación: Información ampliada de
Fuerte Carchuna.
(2)
www.
malaga1937.net
(Rogelio López Cuenca)
(3)
https://www.youtube.com/watch?v=NcEXUMTEEXI
(A sangre y fuego Málaga 1936)
(1)
EL INDEPENDIENTE
Operación Carchuna: el golpe de
los comandos que angustiaron a Franco
La
liberación de más de 300 presos republicanos, el 23 de mayo de 1938, por parte
de un grupo de guerrilleros agitaría la inquietud del bando franquista por un
tipo de lucha que causaba numerosos estragos en su retaguardia.
Cuando
los tres disparos resonaron en el cielo de la localidad granadina de Calahonda
hubo de imperar el desconcierto. En aquella pequeña localidad costera cercana a
Motril las refriegas no eran una novedad; no en vano, el frente donde se
dividía el territorio controlado por ambos bandos apenas distaba unos pocos
kilómetros. Pero en ese momento nada hacía pensar en una inminente ofensiva del
ejército republicano.
Sin
embargo, en el interior del Fuerte de Carchuna, donde se encontraban presos más
de 300 combatientes republicanos -en su mayoría, asturianos-, aquellas
detonaciones tenían un significado muy especial. «En el fuerte, los mandos
nacionales no lo sabían, pero aquel sonido significó lo más parecido a la
libertad que aquellos trescientos ocho hombres habían sentido en mucho tiempo»,
apunta Alfonso López García en su obra
Saboteadores y guerrilleros. La pesadilla de Franco
en la Guerra Civil
(Planeta, 2019).
El 19
de mayo de 1938, cuatro de sus compañeros de prisión les habían hecho
partícipes de sus planes de fuga, que se harían efectivos esa misma tarde. Si
todo salía bien, lanzarían tres disparos al aire para que ellos lo conocieran.
«Y volveremos. Confiad en que volveremos», prometieron.
No
tardarían mucho en cumplir sus palabras. Sólo cuatro días después de la fuga,
sus protagonistas (los tenientes Joaquín Fernández Canga, Secundino Álvarez
Torres, Esteban Alonso García y Cándido López Muriel) regresaban a aquel
improvisado presidio. Pero lo hacían acompañados de otros 31 hombres que
contaban con un audaz plan para asaltar el fuerte y liberar a sus compañeros.
Con
una acción rápida y perfectamente coordinada, tras cortar las líneas
telefónicas que conectaban Calahonda con Motril, los asaltantes lograron tomar
por sorpresa a los guardianes del fuerte y tras unos breves intercambios de
disparos lograron rendirlos, tomando el control del fuerte. Aún quedaba la
difícil tarea de huir con esos tres centenares de hombres liberados hasta
territorio seguro. No sería fácil. «En el camino de vuelta hubo varios tiroteos
con fuerzas de Guardia Civil, resultado de los cuales fallecieron dos de los
asturianos liberados. El resto pudo alcanzar su objetivo y llegar a territorio
republicano», comenta López García.
El
asalto del Fuerte de Carchuna representaba el mayor éxito de la táctica de
guerrillas que el ejército republicano venía empleando contra su enemigo casi
desde los inicios del conflicto. La estrategia de la guerra exprés que había
nacido de un modo improvisado, fruto del caos que presidió los primeros
esfuerzos militares en defensa de la República tras el alzamiento militar del
18 de julio de 1936, se había convertido
en una fórmula recurrente de la lucha del bando republicano.
Y los
responsables del ejército popular tratarían -no sin dificultades- de organizar
y coordinar aquellos variados comandos que, con sus incursiones fulgurantes,
habían sido capaces de crear notables quebraderos de cabeza al ejército
franquista, que, con escasas excepciones, se mostraba arrollador en el cuerpo a
cuerpo convencional.
La
difusión de propaganda en territorio enemigo, la identificación de enlaces para
el desarrollo de medidas de sabotaje o la interrupción de las comunicaciones
del enemigo a través del ataque a coches o trenes eran algunas de las
centenares de misiones que ejecutarían aquellos hombres, de los que sus
principales defensores en el campo republicano -entre los que destacaría el
líder socialista -
Francisco Largo Caballero
– esperaban
que fueran capaces de alentar un levantamiento en masa de la población en los
territorios controlados por el bando nacional, como explica detalladamente
López García a través de su obra.
Pero
la liberación de los más de 300 presos encerrados en Carchuna suponía un hito
que impulsaría el prestigio de los guerrilleros entre los suyos y elevaría la
preocupación de los mandos franquistas. Incluido el propio Francisco Franco,
quien no tardaría en mostrar su inquietud ordenando un refuerzo de la
vigilancia de cárceles, cafés y tabernas, al tiempo que empezaba a plantear la
posibilidad de atacar al enemigo con las mismas armas, algo a lo que hasta
entonces se había mostrado reacio.
En
cualquier caso, a lo que Franco estaba dispuesto a destinar más recursos era a
la represión de aquellas molestas incursiones de los comandos republicanos en
la retaguardia de los nacionales, que mantenían a sus hombres en estado de
intranquilidad continua. Para
el Caudillo
aquella tarea
resultaba de «capital importancia» y sus planes pasaban por atraerse al
conjunto de la población para que ayudaran a delatar y desarticular a los
grupos de guerrilleros republicanos, para lo que no dudaría en ofrecer
recompensas en metálico o hasta la liberación de familiares presos a quienes
facilitasen su captura.
La
orden de sancionar a los pueblos que se considerasen cómplices de asaltos
guerrilleros y el continuo refuerzo de la vigilancia en los puntos de paso más
recurrentes son evidencias de la preocupación que mostraba el bando franquista
por estas acciones: «En la zona enemiga hay un verdadero pánico ante los actos
de sabotaje que en ella se realizan de manera tan perfecta», llegaría a
asegurar Manuel Rabos Hernando, un desertor de la zona nacional a finales de
1937.
No
era extraño que Franco estuviera preocupado. Al fin y al cabo, su cabeza había
sido desde el inicio el objetivo más preciado que se habían marcado diversos
grupos guerrilleros, incluso algunos planeando sus misiones desde territorio
extranjero, como señala López García.
Incluso
el presidente del Gobierno republicano, Juan Negrín, llegaría a pensar, a
finales de 1938, en los comandos como su mejor baza para asesinar al líder del
ejército sublevado, cuando la guerra parecía decantarse en contra de los
republicanos,
tras su derrota en
la batalla del Ebro
. Su plan consistía, según delataría un
prisionero marroquí evadido del territorio republicano, en infiltrar a un
batallón de guerrilleros en la zona nacional, simulando ser entusiastas de la
causa sublevada. El primero que pudiera debía atentar contra el jefe del bando
nacional, aunque aquello le costara su propia vida.
Ninguna
de aquellas ideas encontraría vía para su ejecución y la lucha de los
guerrilleros, como la del resto de fuerzas de la República, sufrirían una
derrota definitiva en marzo de 1939,
tras la toma de Madrid por parte de las fuerzas
franquistas
. Sin embargo, tantos años de experiencia guerrillera
habían creado un terreno abonado para que aún muchos se dispusieran a lanzarse
al monte y proseguir su lucha contra el franquismo una vez finalizada la guerra,
dando nacimiento al fenómeno del maquis. |
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