|
|
Su pasado era un enigma; sólo él conocía los detalles de su vida y
por ningún motivo los compartía con nadie. Estuvo prisionero en diferentes
oportunidades por delitos menores; nunca por asesinatos, que eran su pasión y
verdadera profesión. Ahora estaba retirado, con bastante dinero en el banco,
ganado con sus “trabajos”; nunca aceptaba muertes de seres anodinos,
insignificantes, humildes… era el asesino mejor pagado del país. Cuando los años comenzaron a restarle facultades decidió el retiro
honorable y escogió una pequeña ciudad cercana a la capital. Era cuestión de
estrategia: en la población quería mantener un perfil bajo y su capital era
apreciable, de manera que todas sus transacciones las realizaba en la sucursal
de uno de los grandes bancos de USA y el dinero de los gastos en un banco
nacional. Con el mismo sentido del incógnito, alquiló una habitación en un
barrio de clase media y desde el primer día se hizo notar como un ciudadano
ejemplar. Su nombre actual era Ángel Cervantes; todas las identidades
anteriores estaban canceladas. Don Ángel servía a quien lo llamara: arreglaba
escapes de agua y de gas, componía chapas y puertas, ayudaba a las señoras con
las bolsas del mercado cuando las encontraba, tomaba una o dos sodas con los
vecinos (nunca más de dos botellas) porque era abstemio, visitaba enfermos y
ayudaba con las diferentes actividades comunales. Al barrio llegaron don Benigno Guerra y su señora. Compraron dos
casas enormes y cada uno vivía en una de ellas; como cada inmueble quedaba con
apartamentos y habitaciones desocupados, arrendaban a otros y de ahí provenía
el dinero de su diario vivir. En algún momento apareció en la casa de la mujer
de Benigno (Inocencia de Guerra) una venerable anciana que vivió un año y se trasteó
a la casa de Benigno (olvidaba contar que dicho señor y su consorte o se
hablaban, no convivían, se odiaban a muerte, pero siempre viajaban juntos y le
hacían saber al otro de sus movimientos comerciales). La viejita pagó el primer mes de arriendo y a los quince días, al
regresar del centro de la ciudad, encontró sellada la puerta de su apartamento
y la reja del antejardín con un tremendo candado. Al preguntarle a su casero la
razón este le dijo: -
Señora
Candelaria, usted le debe a Inocencia seis meses de arriendo. -
Sí, señor,
pero eso debo arreglarlo es con ella, ¿no le parece? -
Nada de nada. O le paga a ella o no entra
aquí. La pobre señora intentó convencerlo por todos los medios, pero como
hablar con un muro de piedra. El hombre y su mujer tenían una fama grande de
malvados, rencorosos y malas gentes, de manera que los vecinos se hicieron los
desentendidos con la anciana. Los más caritativos le suministraron cobijas y
algo de comida. Por fortuna el clima tropical permitía que Emilita (la viejita)
durmiera en el parque sin la tortura del frío. Después de tres semanas de tristeza y abandono llegó Ángel, de uno
de sus misteriosos viajes fuera de la ciudad. Habló con Emilita y se
comprometió a solucionar su problema. Por aparte se entrevistó con Benigno y con
Inocencia; ninguno aceptó nada diferente del pago de los seis meses atrasados
en la renta. Ese ir y venir de uno al otro protagonista del drama se convirtió
en un calvario. “Lo que se aprende no se olvida” y “el que ha sido no deja de
serlo”, dicen los refranes; Ángel veía en la viejita el retrato de su anciana
progenitora y por ella decidió arreglar el problema de una sola vez. Comenzó a visitar a Inocencia, de quien decían las malas lenguas
que estaba enamorada de él, y se hizo amigo de Benigno; todo en cuestión de
días. Por cuestiones de espacio Ángel no podía albergar a la ancianita pero si
arreglarle el problema. Una noche llegó al parque y le dijo a Emilita que podía
retornar a su hogar. La ancianita no podía creer que el candado no estaba y el
sellamiento de la puerta tampoco. ¿Cómo había ocurrido todo? Sentado en el avión que lo llevaba a
Bonaire, Ángel hacía un recuento de sus movimientos del día anterior. Después
de dar por perdidas las conversaciones de conciliación y agotada su paciencia,
esperó el siguiente viernes, día anterior a su viaje a la isla. Esperó que
Benigno fuera a la tabernita donde llegaba a fastidiar a los comensales; buscó
en su colección de ganzúas y abrió el candado sin violentarlo, se lo echó en el
bolsillo y luego procedió a romper el sello de la ignominia; su segundo paso
fue avisar a Emilita de que retornara a su hogar. El tercer paso visitar a
Inocencia, emplear sus dotes de seductor, basado en los rumores que había
escuchado y aceptar el licor que ella le ofrecía, demorando el primer sorbo que
nunca llegaría, (la mujer tomaba una tras otra copa, como alcohólica que era) y en un momento
determinado echarle en el vaso el veneno que no dejaría huellas y en el cadáver
una expresión de felicidad; para contrarrestar el dolor, había revuelto con la
pócima abundantes somníferos y con el alcohol agregado… Después de comprobar la muerte de la mujer, con los dedos le
acomodó en el rostro una mueca que pretendía ser una sonrisa, la sentó ante la
mesa del comedor con medio vaso de aguardiente en la mano y la cabeza recostada
sobre el brazo izquierdo, lavó el vaso en que había bebido y todos los rastros
de que la dama hubiera tenido compañía, sintonizó una emisora de música
romántica y salió. Si alguien lo vio no diría nada, él era muy estimado y la
señora odiada, a lo mucho se preguntarían los vecinos
¿Qué le vio don a esa bruja? Nadie lo vio. Fue al bar donde encontraría a Benigno, como siempre todos lo
saludaron y le ofrecieron de beber, aceptó una bebida gaseosa y luego pidió una
ronda para todos, a su cuenta. Llamó a Benigno y les hizo dar la mano a todos
en señal de amistad; preguntó al cantinero la hora del cierre y se despidió de
todos. Presumía lo que sucedería después; cuando saliera, todos le sacarían el
cuerpo a Benigno… así fue. A las once de la noche fueron saliendo todos y, como
siempre, el último fue Benigno, el más borracho y fastidioso de todos. Más
adelante él lo esperaba, cerca de un parquecito con bancas, muy apropiado para su conversación. El hombre se sobresaltó al escuchar su nombre, pero al ver a su
“amigo” se acercó confiado, tambaleándose. Este le ofreció media botella de
aguardiente que el hombre recibió agradecido y de una vez se zampó un cuarto
del contenido. Hablaron del hijueputa cantinero que no quiso vender más y de
los desgraciados amigos que lo dejaron solo y se fue adormilando en el hombro
del ángel vengador; este pasó su brazo
sobre los hombros de Benigno y, cuando lo escucho dar el primer ronquido
extrajo de su bolsillo un estilete que penetró limpiamente por el oído derecho
del hombre borracho. Su experiencia de asesino le permitió imaginar la rotura
del tímpano, luego los huesecillos del oído medio, el paso por el oído interno
y al final el cerebro. Benigno jamás sabría cómo le llego la muerte. Se puso de pie, limpió la poca sangre que manó del oído, limpió el
afilado estilete con una toallita desechable y guardo todo en el bolsillo; más
tarde arrojaría el papel y el algodón a una cañería de
aguas negras. Acomodó el cadáver en posición fetal, esa que adoptan los
mendigos y los borrachos al dormir en una miserable banca de parque. Caminó dos
cuadras a donde había citado un taxi que lo recogería para llevarlo al
aeropuerto. Como era su costumbre llegó puntual. Tantos cadáveres en el camino
de su vida y ningún arresto por esta causa eran el mérito por no dejar huellas
y hacer las cosas con precisión matemática. En la morgue dirían que la mujer
murió por intoxicación etílica y el hombre por una trombosis cerebral o algo
parecido. Los forenses del pueblo no eran demasiado meticulosos. Antes de dormirse miraba por la ventanilla del avión esa alfombra
maravillosa de nubes y en el horizonte el sol que empezaba a salir. Su
conciencia estaba tranquila. Le daba gracias a Dios por haberle permitido
realizar esta buena obra. |
|
|