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Cuando fui acólito, en mi lejana infancia, en la parte inferior del
templo había un sótano y allí se guardaban todas las imágenes de los santos y,
en general, jarrones, cortinas, candeleros y candelabros, sotanas, etc. Todos
los artículos sagrados, que no se estuvieran utilizando. Las estatuas de los santos y los cuadros eran tapados y cubiertos
con unas telas moradas que, sin razón aparente, me causaban temor. Además, en
clase de religión nos metían miedo al demonio y el sacristán agregaba que solo el podía levantar las telas y mirar de frente las sagradas
imágenes. En mi mente infantil imaginé una película completa de terror y me
convencí que podía volverse realidad. Un día el sacristán me pidió que lo acompañara al sótano por unos
elementos para decorar el altar. Bajé con él y al retirarnos me dijo, como
quien olvida algo: -
Me parece
que dejé las llaves junto a la Milagrosa, vaya las trae. Nunca pedía por favor Entré temeroso en ese cuarto semioscuro,
era de día, pero allí no tenía luz eléctrica y la linterna la tenía el señor,
que riendo a carcajadas cerró la puerta y me dejó encerrado, “para que
aprenda”, me dijo, y se fue. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra me acurruqué en un
rincón a llorar y recordé todo lo que imaginé la noche anterior mientras las
telas caían al suelo y los santos comenzaron a moverse. Solo recuerdo que grité
con todo el volumen que daba mi garganta. Desperté en brazos de mi abuela y rodeado de mis hermanos que me
miraban con deseos de preguntarme todo. |
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