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José, era un niño amante
de la naturaleza que vivía en una pequeña aldea cercana al caudaloso río Lempa. Casi todas las tardes, él y sus cuatro amiguitos, caminaban al pequeño muelle de varas de cortes blanco para ver a sus padres regresar al caserío. Querían ver qué
traían como caza y pesca del día. Cuando el sol iba cayendo,
les gustaba jugar a contar cuántas guacamayas, cotorras o pericos volaban en dirección a los árboles de mango. Para poder jugar a éste juego,
cada uno de ellos después
de husmear los cayucos, aún
con fuerte sol a sus espaldas,
tenían que haber seleccionado con anticipación un
árbol de mango. Así dicho juego era sin ningún truco. El niño ganador era aquel cuyo árbol previamente escogido, era el preferido por el mayor número de guacamayas, cotorras, pericos o chacachalacas. Dos reglas muy importantes eran que cada día debían escoger un
árbol distinto. En el caso de que en el árbol escogido
encontraran un halcón, buho, chotacabras o Lechuza durmiendo, ese era el niño ganador del día. En la aldea los ancianos y adultos decían que eran aves sagradas.
Si el ave sagrada volaba de un árbol a otro, habían
dos ganadores.
Lo curioso era que dichas aves
no tenían un árbol preferido,
era cuestión de suerte y por eso
el juego de José y sus amiguitos se volvía más interesante, pudiendo así disfrutar
el final de la luz del sol. Los premios eran generalmente algunos caracoles, conchas, cuarenta granos de elote asado o cualquier pluma de algún ave extraña. Y así pasaba la tarde y todos ellos esperaban
con muchas ansias la noche. Cuando no había lluvia, y empezaban a escucharse
los sonidos monótonos de
los grillos, era la señal
que los cinco niños tenían para salir de sus chozas alumbradas de candiles, para subirse al enorme y viejo árbol de jícaras. Cuando había lluvia, el
croar de las ranas y sapos
era increiblemente sonoro y
hermoso. En ese caso no podían subir a dicho árbol pues además de liso, el cielo
no estaba claro y despejado.
Todos ellos se tomaban de la mano con el el objetivo
de poder abrazarlo completamente. Su tronco era tan grueso que hacían falta otros
quince niños para poder llegar a encontrarse.
Su cáscara parecía piel arrugada.
Era para ellos y tambien
para todo el caserío un árbol sagrado, no solamente porque su fruto era comestible sino además porque
de dicho fruto se fabricaban huacales para tomar agua o beber
alimentos calientes. Trepaban a dicho árbol con mucha facilidad, pues además tenía miles de ramas que les permitía sentarse o acostarse cómodamente en la cima de él. Ese árbol era como una abuela, siempre con sus manos abiertas
para abrazar. Observar por las noches el hermoso cielo,
sin influencia de luz y de cualquier
otra contaminación ambiental. Ese era para ellos el mejor regalo del día. Dicho juego tenía lugar
en las noches de luna nueva, pues
era muy fácil observar la impresionante vía láctea, sus estrellas, planetas y constelaciones que ellos le llamaban de una manera muy peculiar, pues solamente ellos entendían dichos nombres. A casi todas las constelaciones les llamaban las siete cabritas. Eran siete astros luminosos
que siguiendo su rectangular
y lineal posición, llegaban
a un total de siete. Uno de ellos
era más luminoso que el resto. Durante esas noches
obscuras, en la cúspide del
árbol, tenían dos juegos.
El primero era descubrir el
mayor número de satélites. El primero que los veía,
era el ganador. El segundo juego era el que miraba primero caer del cielo una estrella
fugaz. En éste caso,
el que estaba a la derecha del que había visto la estrella fugaz,compartía
la buena suerte y se convertía
también en otro ganador. La costumbre era pedir un deseo cuando dicha estrella
caía del cielo. En muchas ocasiones
todos resultaban ganadores pués tenían la suerte de ver caer muchas estrellas.
Todos sus deseos debían de mantenerlos en secreto, y comunicarlo
hasta que dicho deseo se hubiera cumplido. Sus padres y sus abuelos
les decían que para que dichos
deseos se cumplieran tenían que pedirlos en silencio, con los ojos cerrados y mantenerlos en secreto hasta que se cumplieran. El
deseo de José fué siempre el mismo
ser feliz y vivir por siempre muy cerca del agua. Para las fiestas del caserío, los ancianos amarraban de sus ramas listones de todos los colores en la mayoría de las ramas del árbol de jícaras. Se miraba hermosísimo, como que si el
árbol sintiera lo que el caserío estaba haciendo. En cada listón
había un papel con un pensamiento, refrán o frase célebre. Juntaban a todos los niños del caserío y de los otros caseríos cercanos . Cada niño escogía
un listón y un papelito. Los diez niños que mejor explicaran lo que entendían de dicha frase se llevaban un premio. José siempre era uno de ellos. Y sucedió que una tarde
como todas, entró de repente una barcaza y atracó muy cerca del caserío.
Habían hombres
y mujeres armados. Horrorizado José pudo correr y zambullirse en
el agua debajo
del pequeño muelle y allí estuvo el
resto de la tarde y noche, hasta
que el silencio reinó por completo. Oró con llanto desgarrador al Dios del
sol que le protegiera y así
pasó la noche, debajo del muelle. Algunos de los hombres corrieron hacia el pequeño
muelle, en busca de José, pero no pudieron verlo. Con los rayos del sol y y por el silencio
que reinaba, se dió cuenta que hombres, mujeres, niños, niñas, animales
y demás habían desaparecido,
pues no escuchaba voces ni sonidos familiares.
Sin embargo yá
no pudo ni salir del agua, pues el Dios sol le había transformado en mojarra. Vió asombrado su cuerpo
moreno transformado en pescado, intentó
una y otra vez, pero le fué imposible
salir del agua. Entonces recordó inmediatamente el mismo deseo
que había pedido muchas veces cuando
contemplaba las estrellas fugaces que había visto caer del cielo. En ésta ocasión
no pudo compartirlo con nadie. José pensó que quizás no había pedido bien su deseo, pues había
sido concedido incompleto. Comprendió tarde que los deseos que se piden se cumplen, pero hay explicarlos bien cuando se piden. |
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