|
|
Cuando
niños nos asustaban con un engendro de ultratumba que, en Colombia llamaban el
Coco, aparecía en las noches para asustar a los niños desobedientes y, en
algunos casos llevarlos hasta la puerta del cementerio. A mis ocho años era un
infante miedoso y, cuando llegaba la oscuridad, perdía las ganas de dormir para
concentrarme en el Coco que debía estar escondido en el armario o debajo de la
cama. A
esta edad seguía con la costumbre de orinarme en la cama; los mayores pensaban
que era por pereza de usar la bacinica; pero era el miedo de sentarme y meter
la mano debajo del lecho donde se hospedaba el engendro (en el pueblo de mi
infancia, donde se desarrolla esta historia, había fluido eléctrico de seis de
la tarde a las nueve de la noche. Los sanitarios estaban un patio o solar
detrás de las viviendas), de manera que el terror me paralizaba y la orina
empapaba las cobijas. Las sábanas y el colchón. Todos
los días mi madre entraba a mi pequeña alcoba y palpaba debajo de las cobijas;
movía la cabeza en señal de desaprobación, pero no me recriminaba, sólo me
decía: hijito, ya estás muy crecidito para mojar la cama, y lo decía con
tristeza porque mis hermanos menores no lo hacían. Todo terminó una noche lluviosa y sin luz eléctrica. Con una vela en la mano entró
mi abuelita y se sentó a los pies de la cama, como siempre me habló con ternura
y me dijo que el Coco no existía y abrió el armario para mostrarme que
únicamente había ropa; luego me dijo que bajara del lecho y me asomara por
debajo para demostrar que tampoco estaba el fantasma; desde esa noche perdí el
temor al dicho Coco y dejé de mojar la cama. Empezando
por mi madre casi todos me felicitaron por este logro personal, normal para
todos y una tortura para mí. Una tarde, a solas con mi madrecita me preguntó cómo
había logrado superar el miedo, yo le conté todo sin ocultarle nada. De pronto
ella me miró atemorizada, pero para no alterarme no dijo nada. Años más
tarde supe que mi abuelita había fallecido un año antes de este episodio. |
|
|