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Se levantó una mañana, todo era
distinto. Podía diferenciar los objetos por sus colores, por su forma,
incluso por su olor. Se sentía perplejo, confundido: algo nuevo le
estaba sucediendo. Escuchó algo a lo lejos, eran niños jugando.
Los observó desde su ventana: él nunca había jugado. Algo
le impulsaba a empezar de nuevo. Eligió un pequeño objeto con
forma de cubo. Lo miró detenidamente y se dio cuenta de que en cada cara
había un número distinto de puntos negros. Era un dado, aunque
él desconocía su nombre. Se le escapó de las manos y la
cara superior del dado mostró tres puntos. Sorprendido, volvió a
tirarlo, esta vez adrede, intentando averiguar si siempre caía de la
misma manera. Pasó un buen rato con esta investigación e hizo
anotaciones. Cansado ya, le entró hambre, fue a la
cocina y cogió de la nevera un trozo de queso. Al acercarlo a la boca,
por primera vez, percibió su olor un tanto desagradable y lo dejó
donde estaba. “¡Un momento!” pensó. Sentía
hambre y no había mucho más en la nevera. Se decidió
nuevamente a experimentar. Un poco de esto, un poco de aquello e iba
probándolo cada vez. Al final, consiguió una sabrosa comida que
disfrutó como si fuera la primera o la última. Maravillado de
todos estos descubrimientos, comenzó a observar todas y cada una de las
cosas con las que convivía desde hace siglos y que no sabía
cómo habían llegado hasta allí. Observó las sillas,
la cafetera, las estanterías, los lápices de colores…
probaba distintas posibilidades con cada una de ellas y eso le hacía
feliz. En esta labor empleó mucho tiempo, tal era su devoción por
aprender. Una noche, comprendió que ya lo
conocía todo en profundidad. Sin embargo, la luz que entraba por la
ventana le hizo mirar a través de ella. No había niños,
era muy tarde. Pero vio algo indescriptible: un gran círculo luminoso
colgado del cielo. Era Comenzó a querer, a tener apego por todo
aquello que le había provocado algún sentimiento y miró de
nuevo por la ventana. Allí estaban los niños, hoy no era tarde.
Jugaban. Sin pensarlo dos veces, salió de casa y se acercó a
ellos. Pero ellos no querían jugar con una persona mayor. Se
sintió solo, muy solo.
Empezó a odiar. Conoció a mucha gente, visitó muchos
lugares. Aprendió a distinguir a unas personas de otras.
Experimentó la decepción. El último día de su vida,
escuchó su canción favorita. Aquella que no conseguía
descifrar. Y lo comprendió todo. Que acababa de nacer; que su vida, sin
embargo, había comenzado mucho antes; que su cuerpo estaba lleno de
arrugas, sus pies cansados y que la enfermedad lo estaba destruyendo. En su
interior era un niño, pero tenía noventa años.
¿Cuánto tiempo le quedaba? Cada día era uno más, o
uno menos en la cuenta atrás. De pronto, su diafragma se hinchó de aire y
en lugar de expulsarlo como siempre, le salía a golpes cortos y secos.
Le dolían los músculos de la cara, de la espalda y del vientre.
Se ahogaba. Nuestro hombre sin nombre murió de risa. |
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