El hombre sin nombre (2ª parte)
Gurpegui


Se levantó una mañana, todo era distinto. Podía diferenciar los objetos por sus colores, por su forma, incluso por su olor. Se sentía perplejo, confundido: algo nuevo le estaba sucediendo. Escuchó algo a lo lejos, eran niños jugando. Los observó desde su ventana: él nunca había jugado. Algo le impulsaba a empezar de nuevo. Eligió un pequeño objeto con forma de cubo. Lo miró detenidamente y se dio cuenta de que en cada cara había un número distinto de puntos negros. Era un dado, aunque él desconocía su nombre. Se le escapó de las manos y la cara superior del dado mostró tres puntos. Sorprendido, volvió a tirarlo, esta vez adrede, intentando averiguar si siempre caía de la misma manera. Pasó un buen rato con esta investigación e hizo anotaciones.

Cansado ya, le entró hambre, fue a la cocina y cogió de la nevera un trozo de queso. Al acercarlo a la boca, por primera vez, percibió su olor un tanto desagradable y lo dejó donde estaba. “¡Un momento!” pensó. Sentía hambre y no había mucho más en la nevera. Se decidió nuevamente a experimentar. Un poco de esto, un poco de aquello e iba probándolo cada vez. Al final, consiguió una sabrosa comida que disfrutó como si fuera la primera o la última. Maravillado de todos estos descubrimientos, comenzó a observar todas y cada una de las cosas con las que convivía desde hace siglos y que no sabía cómo habían llegado hasta allí. Observó las sillas, la cafetera, las estanterías, los lápices de colores… probaba distintas posibilidades con cada una de ellas y eso le hacía feliz. En esta labor empleó mucho tiempo, tal era su devoción por aprender.

Una noche, comprendió que ya lo conocía todo en profundidad. Sin embargo, la luz que entraba por la ventana le hizo mirar a través de ella. No había niños, era muy tarde. Pero vio algo indescriptible: un gran círculo luminoso colgado del cielo. Era La Luna. Quiso alcanzarla, olerla, saborearla, pero no pudo. Lloró. “No puedo saber qué misterios esconde”, se lamentaba impotente. Y entonces vio sus lágrimas, las probó, sintió la frustración en su pecho, el nudo en la garganta y la angustia de vivir. Nuestro hombre sin nombre estaba creciendo, echando raíces.

Comenzó a querer, a tener apego por todo aquello que le había provocado algún sentimiento y miró de nuevo por la ventana. Allí estaban los niños, hoy no era tarde. Jugaban. Sin pensarlo dos veces, salió de casa y se acercó a ellos. Pero ellos no querían jugar con una persona mayor. Se sintió  solo, muy solo. Empezó a odiar.

Conoció a mucha gente, visitó muchos lugares. Aprendió a distinguir a unas personas de otras. Experimentó la decepción.

El último día de su vida, escuchó su canción favorita. Aquella que no conseguía descifrar. Y lo comprendió todo. Que acababa de nacer; que su vida, sin embargo, había comenzado mucho antes; que su cuerpo estaba lleno de arrugas, sus pies cansados y que la enfermedad lo estaba destruyendo. En su interior era un niño, pero tenía noventa años. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Cada día era uno más, o uno menos en la cuenta atrás.

De pronto, su diafragma se hinchó de aire y en lugar de expulsarlo como siempre, le salía a golpes cortos y secos. Le dolían los músculos de la cara, de la espalda y del vientre. Se ahogaba.

Nuestro hombre sin nombre murió de risa.