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Érase una vez un hombre que, al nacer, no
pudo ver a la mujer que lo parió, pues sus ojos miraban hacia dentro:
veía sus sueños por las noches, veía la sangre fluyendo
por sus venas, veía la angustia amarrada a la boca de su
estómago. Ambos se conocieron en una noche de marzo. Ella, escuchó a su corazón latiendo
aceleradamente, aumentaron las respiraciones por minuto, pues nunca
perdía la cuenta, y todas las conexiones de su cerebro se fundieron
dando paso a una melodía dulce que le acompañó de
aquí en adelante. Él, por su parte, reconoció a la
mujer de sus sueños al ver cómo la angustia de la boca del estómago
se dejaba llevar por la corriente de su sangre hasta desaparecer en la
oscuridad.
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