
María, la bella princesa, salió como
siempre, sin prisa, a pasear por los jardines de palacio. Tan bonita, tan
silenciosa, tan discreta. Él, enviado por el pueblo hambriento y cubierto
de sombras, la disparó. Tan bonita, tan silenciosa, tan discreta, lo observó.
No más de veinte años tendría, ojos claros, piel oscura,
cuerpo perfecto. Ella le pidió que la besara. Nadie nunca antes lo
había hecho. Él se horrorizó de su petición pero
era tan bonita, tan silenciosa, tan discreta… Acercó sus labios y
la besó. Ella acarició su pelo, su cuerpo joven y moreno, se
dejó atrapar por el olor de su piel. Él por su parte,
descubrió una nueva princesa, aún más bonita, más
silenciosa y más discreta. Sus ojos fijos lo embrujaron y sus manos
acariciando su pelo, su cuerpo, sus manos, lo acabaron de matar. Los grillos ya
cantaban cuando ambos dejaron de respirar. Los labios unidos, las manos
entrelazadas, así los encontró el rey a la mañana
siguiente cuando salió como siempre, sin prisa, a pasear por los
jardines de palacio. Su hija
mostraba una sonrisa y un disparo en el corazón. Él, sin
embargo, murió muy serio y
con los ojos abiertos de par en par.
El rey, desesperado de dolor, suspendió
todas las fiestas previstas, despidió a un centenar de criados,
vendió la mayoría de sus propiedades y se encerró a
pensar. Mientras, el pueblo dejó de ser el pueblo hambriento. Cuando el
rey salió de su encierro, años más tarde, descubrió
un nuevo país.
Gurpegui