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Con el olor a café todavía en su aliento, Sherezade miró a su
alrededor porque una fragancia le resultó familiar. Ahí estaba. Hacía meses que no le
veía pero siempre le había echado de menos. Era moreno y sus manos,
perfectas y grandísimas le habían llevado al éxtasis muchas noches. Se conocieron una tarde, en medio del atardecer de un
mercadillo mientras Sherezade comía unas uvas que acababa de comprar en un
puesto de fruta. El calor, el roce de dos
pieles húmedas y una pregunta entonada
en tono pícaro y cómplice
hicieron el resto. “¿Te gusta el sabor de las uvas de nuestra
región? En este pueblo, las uvas
tienen un gusto mucho más intenso que en cualquier otro que hayas visitado... ¿Las compartirías
con un desconocido?” Compartieron uvas y varios
atardeceres de amor en el desierto que
acudió como espectador sereno y
majestuoso. |