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La tan encumbrada obra de Valera parte de un punto vomitivo: un
viejo de ochenta y tres años, millonario de la Andalucía rural, frecuenta el
hogar paupérrimo de una señora viuda que tiene una hija de quince llamada Pepita Jiménez. El anciano podría haber puesto sus
ojos en la viuda, a la cual sacaría como mínimo cuarenta y tres años. Pero no,
va más lejos aún. Pide la mano de la niña de quince que, debido a la pobreza en
la que viven, su madre le condiciona a dar el sí. Por fortuna para ella, llegan
los ciclos de la vida, y a los veinte años ya es viuda y rica.
Sí, la obra tiene mucho mérito: reproduce la técnica del
manuscrito encontrado; utiliza el género epistolar; comienza en media res;
cuenta con varios puntos de vista; está muy bien escrita; fue un éxito en su
época y todo eso. Pero no deja de ser un hecho vomitivo. En algún momento del
libro la protagonista cuenta que acabó hastiada de su marido, pero solo lo dice
de pasada.
Lo que me llama la atención es que la crítica literaria haya
pasado por alto ese pequeño detalle.
La primera reacción de una luchadora por la igualad como yo es
la de despotricar contra este argumento planteado como una novela romántica o
de enredo. Parece que da una lección: a esas niñas que se sacrifican y se casan
con ancianos por obedecer a sus padres, luego la vida les regala algo mejor.
Se suma a ello que, la heroína es todo un dechado de virtudes,
casi una superwoman de la época:
guapa, buena creyente, realiza muchas obras de caridad... Tantas virtudes
juntas le da un tufo sexista. Para colmo, un señor de cincuenta años, don
Pedro, empieza a pretender a Pepita Jiménez. Debe de ser que tengo la
mentalidad del siglo XXI demasiado inoculada en el cerebro porque mi primera
pregunta es: Pepita ya ha tenido la penitencia de estar casada con un anciano,
si llega a los veinte viuda y rica, ¿por qué no se busca a alguien de su edad y
pasa olímpicamente del pretendiente que le lleva treinta años?
Parece que el autor se olía que, siglos más tarde, nos íbamos a
hacer esa pregunta sobre su novela, y en algún momento del argumento da un
giro. Don Pedro tiene un hijo que va a tomar los hábitos, don Luis de Vargas, y
ese sí tiene la misma edad de Pepita. De hecho la novela se cuenta en su mayor
parte a través de los ojos y las cartas de don Luis, quien se acerca a la bella
Pepita con la guardia bajada porque piensa que es su posible futura madrastra.
Después de una serie de enredos, Pepita acaba declarando su amor a don Luis: "amo
en usted no ya solo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo, y el
reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre, y el apellido, y
la sangre, y todo aquello que le determina como tal don Luis de Vargas: el
metal de la voz, el gesto, el modo de andar, y no sé qué más diga”.
Y después de estos bellos argumentos, don Luis decide dejar los
hábitos por ella. Se ennovian y se lo tienen que contar al padre, qué engorro.
Pero no, mira qué bien, resulta que el padre fingía cortejar la chica, pero en
realidad quería que los dos jóvenes se ennoviaran para que su único hijo no
tomaran los hábitos.
Bueno, ahí acaba la obra y, como feminista, no me deja muy
tranquila. Pero siempre hay que ir un poco más allá e indagar no solo en la
novela, sino en el impacto social. Y además del éxito que produjo, (se
vendieron enseguida 100.000 ejemplares, para mí lo quisiera, se tradujo a
diferentes idiomas y demás) resulta que el escritor se tuvo que enfrentar a los
sectores más reaccionarios de la sociedad. Primero, por una famosa escena de
una excursión en la que Pepita Jiménez se maneja bien a caballo y, en cambio,
don Luis, el joven seminarista monta con bastante torpeza una mula. Claro, por
entonces una mujer no podía hacer algo mejor que un hombre; y, por lo visto, ni
siquiera un personaje femenino de novela. Y lo segundo, porque es Pepita la que
toma la iniciativa en la declaración de amor. Debió de espantar a los papás y
mamás de la época, al fin y al cabo las niñas tenían que ser pasivas y dulces.
En esa época se vieron estos actos como un cruce de roles una virilización de la mujer y una feminización del
seminarista. Y lo tercero, eso de que una mujer desviara a un hombre de su
carrera eclesiástica, aunque fuera por una finalidad tan casta como es el matrimonio,
también estaba mal visto.
En fin, es una novela curiosa. A pesar de esa pátina de valores
tan tradicionales, de contar con una protagonista que te pone nerviosa por lo
buenecita y lo beata que es, resulta que tuvo su dosis de escándalo y, hay que
reconocerlo, de feminismo. El estilo puede cansar un poco y oler a naftalina
para un lector del siglo XXI, pero ,en cuanto nos
acostumbramos, vale la pena leerla.
Puede que a Juan Valera le escandalizara las bodas de niñas de
quince años con ancianos de ochenta y por eso la muestra así en su libro.
Quizás es una crítica o quizá era algo tan normal que ni se lo planteó, nunca
lo sabremos. Pero la sheriff literaria, un siglo y
medio más tarde, le da las gracias por romper límites en las conciencias de sus
lectores, sobre todo por esa escena en la que Pepita Jiménez cabalga libremente
y con destreza sobre su caballo.
La sheriff literaria
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